Espacio de opinión de La Palma Ahora
El universo de ‘Las mascaritas’
Me gusta recordarlo. Los días de carnaval se distinguían por el trasiego de telas, ropa usada de las tías y de la abuela que abría el enorme baúl de cedro que había traído de La Habana y que tenía dos pisos. Estaba forrado de tela dorada con ramos de flores del mismo tono. En la parte alta guardaba fotos, pedazos de cuentas de azabache, los velos negros del domingo y un par de alfileres de oro que nunca le vi usar. Cuando levantaba el primer piso todos se arremolinaban a su lado y metíamos la cabeza en aquel pozo de sorpresas. Y de allí salían mantones, peinetas, novelas de amor, horquillas de plata para el moño, monedas de oro, y, sobre todo, salían trapos. Miles de trapos de colores que en su día fueron faldas, blusas, enaguas, corpiños y saltos de cama. Corríamos a disfrazarnos delante del espejo y luego recorríamos la casa y el patio arrastrando largas colas y pañoletas. Eso sí que era una fiesta. Ella nos peinaba y nos llenaba la cabeza de lazos y turbantes y luego nos tapaba la cara con un trapo más fino y nos decía: “Hala, a la calle, a asustar a la gente”. Al alejarnos, oíamos su voz repitiendo “Mascaritas... Mascaritas... Ahí van las mascaritas...”
Bajábamos la cuesta y nos íbamos reuniendo con los demás niños del barrio hasta formar un grupo de seres estrafalarios cubiertos de telas viejas y con la cara cubierta. Así bajábamos hasta la ciudad y volvíamos a subir. En el viaje de ida y vuelta aporreábamos las casas y decíamos los nombres del dueño. Los vecinos nos abrían sonriendo y nos espantaban dando voces: “Me asustan, váyanse, que me asustan, Tomen una perra chica y a asustar al de al lado”. “Queremos miel, queremos miel y azúcar, —decíamos fingiendo la voz y dando pequeños gritos y saltos delante de la puerta—, y, si no, te hacemos miedos”. Algún vecino generoso nos daba caramelos envueltos en celofán y doña Pancha La Vieja que vivía en la última casa de aquella cuesta empedrada, nos ofrecía sopas de miel con almendras tostadas dentro de unos cucuruchos de papel de estraza.
Cuando años más tarde hice un recorrido por diferentes culturas para comprender el comportamiento de los hombres a través de las fiestas como representación de sus conflictos y sus carencias, volví a tropezarme con rituales semejantes a los de la isla de La Palma. He seguido viajando pero no me ha hecho falta salir del archipiélago canario para volver a toparme con esos niños entrapados, con las procesiones de discretos pero ilusionados sustos que los más pequeños me regalaban. En todas las islas me fui encontrando mascaritas, pero cada una traía añadidos que las hacían diferentes. Es ahí donde se comprueban dos factores innegables: que la fuerza de esta tradición perdura en el tiempo y en el espacio como muestra de su arraigo; pero, también, que cada cultura trata de añadir sus rasgos particulares en esa incesante lucha del ser humano por hacerse diferenciar del resto. Así, en Gran Canaria, en un municipio del extremo más occidental llamado La Aldea de San Nicolás al que llegué más por casualidad que por trabajo, pude comprobar que el rito de las mascaritas que yo conocía había sido completado con las señas de identidad de una cultura ganadera asimilada inconscientemente por grandes y pequeños. Además de los trajes viejos, las caras veladas con tela y los restos con los que se formaban las mascaritas tradicionales, este pueblo había agregado la costumbre de vestir a los niños de cabras y machos cabríos. Se les puede ver revestidos con sacos a los que se agregan pieles asemejándose a esos animales. De los cuellos de los niños cuelgan cencerros de todos los tamaños que van anunciando su paso, y, por si fuera poco, los mayores incluso se unen a los festejos guiándoles con palos y voces como los pastores que no han dejado de ser. Hasta los perros disfrutan ahí del carnaval y ladran cuando alguno de los niños se desvía. Todos los niños se ponen a gritar y a bailar, dan la impresión de ser un ganado de verdad, y acaban mezclándose con todas las personas, con las que van disfrazadas representando al diablo y con el resto de las mascaritas, y así recorrer las calles de casa en casa pidiendo lo que sea, una pesetilla, un huevo, una tortilla. En esos días las casas se abren para recibir a las mascaritas con gran alegría. También salen en parrandas con instrumentos de cuerda dando serenatas por las casas y cantando coplillas como:
Al huevito al huevito
que nos marchamos
que nos llega la noche
y no terminamos.
Han sido los niños, de hecho, los protagonistas de estos actos y también los continuadores inconscientes de la tradición. Fue precisamente en los disfraces infantiles donde se advirtió cierto lujo a la hora de su confección desde los años veinte, aunque ( como en los carnavales de Santa Cruz de Tenerife y del resto en general) en los adultos seguía predominando la máscara sencilla, “la zarrapastrosa”, que llamaban. Uno de los elementos más característicos y recurrentes del carnaval era que las mascaritas (ese elemento distorsionador de la realidad vestido de trapos) desvirtuasen las formas de los cuerpos permitiendo así que las mujeres se disfrazaran de hombre o viceversa. Al disfrazarse (“disfrazado” quiere decir ocultado, simulado, desfigurado. El término viene a significar, según el diccionario de La Real Academia, “el artificio que se usa para desfigurar una cosa con el fin de que no sea conocida” y por antonomasia “vestido de máscara que sirve para las fiestas y saraos, especialmente en carnaval”). Se simula una identidad nueva y se da a entender algo distinto de lo que se siente, lo que, por supuesto, fue un hecho completamente condenado por la iglesia o por determinadas instituciones que consideraban un peligro social semejante perversión de la conducta y las costumbres, según parece desprenderse de leyes y mandatos que partiendo de ese criterio anularon muchas de las fiestas que se celebraban en vísperas de Cuaresma. En Santa Cruz de Tenerife, por ejemplo, se llegó a aprobar una disposición de la Alcaldía con la que quedaba “absolutamente prohibido que los hombres se disfracen con trajes de mujer”.
Pero el uso de la mascarita no fue, por supuesto, exclusivo de niños, ni su único fin el de dar pequeños sustos. El anonimato que otorga la máscara permite, además, acabar con cualquier tipo de vergüenza y es el momento idóneo para emitir los juicios que no sería nadie capaz de dar a cara descubierta. En Alemania, aún hoy existen corporaciones tradicionales carnavalescas basadas en esta situación. Es famoso el “Honorable Tribunal de las Máscaras”, institución nacida en la pequeña aldea de Grosselfingen, en la región de Hohenzöllerr, y cuyos orígenes se remontan a la peste del año 1439. Allí, una vez al año, los habitantes del lugar instauraban el tribunal y tenían la libertad de imponer a cualquier forastero un castigo y decirle en la cara hasta la verdad más descarnada. Se vestían como arlequines y algunos portaban sombreros como símbolo de libertad. La imagen del arlequín carnavalesco y la máscara que lo representa tiene su origen en un dios denominado Momo al que se rendía culto en la antigua Roma. Según la leyenda era el dios de las burlas, las chanzas y la locura, que divertía al resto de los dioses con chistes y mímica grotesca. A Momo se le representa en la actualidad, además de con las vestimentas de arlequín escondido tras una máscara que va levantando las de los rostros de los demás y la suya propia, acompañando sus actuaciones, sus muecas y sus bailes con un palitroque terminado en forma de cabeza de muñeca que representa la locura. Se le considera también protector de los escritores y los poetas (la máscara de los poetas es la que se corresponde con el Lindoro veneciano, o lind’oro, representación al mismo tiempo del reflejo del sol sobre la arena).
En cuanto al tema de los “sustos”, el asustar a la gente con distintos medios, es un fenómeno claramente relacionado con la muerte. Aquí de nuevo se produce esa dicotomía vida-muerte que aparece también en muchas fiestas populares. Si Don Carnal es la vida, el miedo va unido a la muerte, y la muerte se representa de varias formas y nos amenaza de diferentes maneras: gritos, susurros, la mirada que no vemos detrás de la máscara, la ceniza... En La Alpujarra almeriense, el miércoles de ceniza existe una vieja costumbre que consiste en disfrazarse con ropa negra (“la Carpanta”), llevar ceniza en una bolsa o en un saquito de tela, y arrojarla en el pelo de los que pasan al lado. La Carpanta corre detrás de los paseantes y hace como que les asusta. Cuando llega una carpanta tienes que correr para que no te eche la ceniza por el cuerpo.
En el norte de la península, en el pueblo de Lanz, un pueblo típico del norte de Navarra con bosques de hayas, abundante ganadería vacuna y grandes pastos, el folclore popular establece la costumbre del “Mielochín”. Cuenta la tradición que hace mucho tiempo había un hombre que vivía en el bosque, algunas veces bajaba al pueblo y robaba gallinas, leche, niños, etc. Unos carnavales los hombres del pueblo decidieron ir a por él y le tendieron una emboscada. Fue un jueves. Lo cogieron, y lo quemaron. Desde entonces, en todos los pueblos de Navarra, cuando llegan los carnavales, se hace un muñeco de paja al que se viste con un sombrero de copa con flecos de telas de colores. Durante los días en que transcurre el carnaval se organizan bailes y una hoguera en medio con el Mielochín. Los vecinos se disfrazan con cuernos de cabrito y pieles de oveja y llevan un biérgol con el que asustan a la chiquillería haciendo que van a ensartarlos. Corren por todo el pueblo detrás de niños y mayores. Junto a Mielochín, corren fantasmas y monstruos persiguiendo a chicos y grandes. La noche del martes de carnaval la gente escribe en un papel las cosas malas que quieren quemar y así ahuyentarlas. Cuando el muñeco comienza a arder lo arrojan en la hoguera y en ella queman los papeles en los que están escritas las cosas que desean que no les suceda. La ceniza donde se han consumido sus miedos será arrojada al día siguiente sobre la cabeza del primero que pase.
En el País Vasco tenemos a La Bruja Leziaga, una bruja típicamente vasca, una lamia. Según la tradición, las lamias son mujeres muy bellas de largas melenas rubias y pelo ensortijado. Se peinan con peines de oro y plata. Los hombres se enamoran de ellas sólo con verlas peinarse. Lo peor que se le puede hacer a una lamia es robarle sus peines. Los campesinos cuando se enamoran de una lamia no lo saben. Solamente entienden que es una mujer hermosa y con eso basta. A las lamias no se las descubre fácilmente pues son esposas cariñosas y prudentes; pero, en ocasiones, el novio o el marido lo hace. Las descubren porque les ven los pies de oca o un agujero que tienen en la espalda. Las lamias no tienen alma. El tiempo en que viven son excelentes esposas y buenas madres. La mayoría de las lamias viven en cuevas en el monte de Leziaga, un bosque cubierto de robles y hayas. Allí se aparecen a los viajeros y a los caminantes. Son amables y dulces. Cuando se casan se niegan a entrar en la iglesia. El descubrir una lamia supone para el novio o el marido una dolorosa disyuntiva: delatarlas y verlas morir, o dejarlas huir y perderlas para siempre. La mayoría son delatadas y algunas consiguen huir, pero, en cualquier caso, ellos mueren de pena o de nostalgia. La muerte del amante que ha sido abandonado por una lamia o que ha tenido que delatarla a pesar de su amor, es un misterio. Para unos es un hechizo, para otros es sólo una muerte producida por un raro estado de melancolía.
Cuando llegan los carnavales a Leziaga las brujas vuelven a aparecer. El pueblo, en su miedo o en su nostalgia, las vuelve a representar una y otra vez. La bruja de Leziaga es representada con el pelo de esparto, narices muy largas y afiladas pintadas de naranja. El martes de carnaval bajan de las montañas “asustando” a los campesinos y a los ganaderos. Una vez en el pueblo, corren detrás de los niños y les dan golpes con las escobas o gritan dando saltos a su alrededor. Por la noche, la queman en medio de la plaza y del baile. Todos bailan alrededor de la hoguera. Al día siguiente, las cenizas de estas lamias disfrazadas de brujas que han sido sancionadas y destruidas por el grupo, se recogen y guardan en bolsas de papel que ese mismo día los niños arrojarán a la cabeza de los vecinos y visitantes del lugar.
En la isla de La Palma, en el norte, en la comarca de Garafía, hay un pequeño pago que actualmente no tiene más de diez habitantes. Hace años, cuando aún había una escuela y muchos niños correteando por las calles, estuve allí pasando unos días durante el carnaval. Había huido de la ciudad intentando no verme mezclada en fiestas que habían dejado de interesarme. La memoria de la infancia suele crear pequeños fantasmas que la melancolía agranda con el paso del tiempo. Uno de esos fantasmas eran las mascaritas. No podía soportar el griterío y los bailes que de una manera ya casi institucional organizaban ayuntamientos y cabildos para celebrar la llegada de Don Carnal. La mezcla de músicas modernas y de disfraces mal copiados de otros carnavales de renombre mundial como el de Río de Janeiro, por ejemplo, había convertido los desfiles en una mala imitación de aquellos. Las murgas al estilo de Cádiz, los desfiles a imitación de Venecia, y el gasto desenfrenado de algunos grupos por vestirse o disfrazarse con elementos cada vez más difíciles, más imposibles y más rocambolescos, habían convertido las fiestas de los carnavales en un esperpento. Las tradiciones de las distintas islas, cada una con sus características particulares, con sus señas de identidad específicas, habían ido desapareciendo poco a poco del archipiélago. Aquellos a quienes en un momento dado de nuestra vida nos habían interesado las fiestas populares como un medio para que los pueblos se pudieran expresar y los investigadores entender el contexto en que esa cultura se movía, se habían borrado de manera tan imperceptible que casi nadie se daba cuenta de lo que sucedía alrededor; de cómo lentamente se iban perdiendo las costumbres y las tradiciones que habían hecho de cada pueblo una referencia distinta y mágica. Solo algunas veces, paseando entre la gente en algunas de las noches de la semana de carnaval me cruzaba con dos o tres muchachas vestidas de negro y con la cara tapada que, fingiendo la voz, se habían puesto delante de mí y me intentaban hacer reír diciendo cosas divertidas o queriendo “asustarme” con alguna frase que me hiciera dudar de sus identidades. Sólo eso. La visión de esas “máscaras” era lo único que podía dar un cierto aire de carnaval al asunto. Esas muchachas eran una prueba más de la existencia de unas costumbres que se habían ido borrando y yo recordaba como algo especial.
Con cierta tristeza por esa pérdida, como siempre, me había alejado de las fiestas y me había recluido en aquel pago de la comarca de Garafía. La mañana del martes de carnaval, salí a caminar por la carretera del Tablado de La Montañeta como otras veces, y a mitad del camino vi venir hacia mí, carretera abajo, un grupo de dos o tres niños vestidos con trapos negros. Me rodearon y con las manos juntas formando un corro comenzaron a girar a mi alrededor gritando: “danos una perra, danos una perra que, si no, te asustamos”. Fingían la voz de tal manera que no pude distinguir entre ellos a ninguno de los muchachos que habitualmente veía y saludaba. Se habían colocado trapos sobre sus cuerpos menudos, trajes viejos de la madre o de la abuela a los que habían abierto agujeros para introducir sus brazos y piernas. Dos de ellos se tapaban la cabeza con la parte alta del vestido y por el escote asomaban los rostros que, a su vez, habían cubierto con un delantal viejo de cocina. El delantal negro, completamente desteñido, había adquirido un raro color pardo. Lo habían partido en varios pedazos y les servía para cubrirse la cara. Con unas tijeras habían abierto agujeros para ver y respirar. El más pequeño había aprovechado una falda entera ya muy gastada para taparse de arriba a abajo. Había hecho un nudo en lo que antes fue el escote y éste le quedaba como penacho en lo alto de la cabeza. El resto de la falda caía hasta el suelo. Poco más abajo del penacho oscuro, dos enormes agujeros dejaban asomar sus ojos, y a los dos lados de lo que antiguamente había sido probablemente una hermosa falda para ir al baile y que hoy día había adquirido el color desconsolado de los innumerables lavados a que la había sometido su antigua dueña, la mascarita había abierto dos agujeros por los que sacaba sus brazos. Era como un pequeño fantasma negro, como un negativo de esos elementos irreales que nos pintan en las habitaciones para que no durmamos tranquilos. Él también ululaba. Dando pequeños saltos delante de mí e intentando fingir la voz, insistía en que le diera caramelos. Sentí una emoción especial al recordar mi propia infancia.
Aquella mañana fui encontrando mascaritas hasta llegar al centro del pueblo. Los doce o catorce muchachos que aún quedaban en el pago, habían decidido, una vez más, cumplir el viejo rito. Habían abierto el baúl de la casa y se habían vestido con la ropa vieja que la madre guardaba dentro superponiéndose unas telas con otras, unos trapos con otros, hasta formar una imagen grotesca. Luego se habían cubierto el rostro para que nadie pudiera reconocerlos. Fingían la voz y llevaban todo el día corriendo detrás de los vecinos intentando sacarles unos duros. En la mayoría de los casos lo conseguían, porque todos los del pueblo intentaban sacarse aquella chiquillería de encima. Algunos hasta los habían invitado a entrar en su casa y les habían dado de comer almendras y miel como era costumbre desde muy antiguo sobre todo en algunas zonas muy ricas en almendros, lo que obliga a que en las casas durante los carnavales no falten las sopas de miel.
Desde tiempo inmemorial las mujeres de la casa han preparado este plato típico del carnaval que se elabora con miel de caña, almendras tostadas y pan. La receta es muy sencilla: la miga del pan duro se deja empapar en miel de caña durante un tiempo hasta haberla absorbido, se pelan las almendras y se tuestan. Una vez tostada la almendra, se machaca en un mortero sin llegar a triturarlas excesivamente y, a continuación, se mezcla con las migas empapadas en miel. En cocinas más sofisticadas el pan es cortado en rodajas no muy finas y dejado a empapar en una bandeja cubriéndolas de miel durante toda la noche e incluso varios días si el pan no es muy tierno, y la víspera de carnaval se prepara en un caldero, a partes iguales, miel y almendras, una pizca de canela y un puñado de granos de matalahúva, se lleva a un hervor y, todavía caliente, se empapa con ello los trozos de pan que aún permanecen en las bandejas. Esta última receta tiene mucho que ver con las torrijas típicas de algunos pueblos de Andalucía. Lo que sí es cierto, es que las sopas de miel encierran algo más que propiedades culinarias. Los poderes de la miel de caña y de las almendras unidos dan unos resultados que la iglesia podría tachar del triunfo de Don Carnal. Estas sopas desde el Imperio Romano ya eran recomendadas por los médicos de cabecera del emperador como remedio espectacular contra la impotencia y como solución contra la inapetencia sexual.
En algunas culturas la miel está considerada como un alimento tan rico que su consumo sirve para prolongar la vida muchos años. El hecho de que en la actualidad se sepa que era costumbre enterrar a los faraones de Egipto rodeados de la miel y del polen ha conducido a muchos manuales de dietética a recomendarlo como un alimento energético muy poderoso. El poder de la miel atraviesa, incluso, el tema alimenticio para entrar en el de la estética. Ya sabemos las facultades que tienen las máscaras de miel para el embellecimiento de la piel. En cuanto a las almendras toda la energía del mundo está contenida en ellas. En la Antigüedad los pueblos recolectores de almendras tenían asegurada la comida del invierno. Entre las cosechas de frutos secos que llenaban sus despensas (no importa si eran cavadas en la roca viva o tuvieran forma de alacena) el hombre primitivo y el hombre que trabaja la tierra sabe hasta qué punto las almendras guardan en su corazón, concentrada y condensada, la energía y las vitaminas necesarias para sobrevivir. En nuestra cultura los pueblos consumidores de almendras y que utilizan este fruto para elaborar sus alimentos, son los más ricos. La asociación de almendra y naturaleza provoca una especial reacción en los comensales: acogimiento, generosidad y amistad. He ahí por lo que los pueblos del mediterráneo recibían a los extranjeros con platos de almendras envueltas, cubiertas, rellenas de azúcar. Almendras confitadas, almendras garrapiñadas, almendras turronadas, etc., es el mejor recibimiento que se puede hacer al invitado a nuestra casa.
El que en las fiestas populares se vendan todas estas particularidades azucaradas de la almendra es una señal. El que las fiestas de invierno se celebren sacando a la mesa formas distintas de presentar las almendras es otra señal. No hay navidad sin turrones, no hay feria sin garrapiñadas y no hay golosina que se precie (azúcar, miel, chocolate) que no se cargue de almendras. La miel y la almendra son dos lujos de la naturaleza, el hombre lo sabe, y lo añade al pan que es el alimento más básico para alegrar un poco su vida. Cuando la iglesia dispone el miércoles de ceniza como una reproducción o memorando de lo que seremos en el futuro (polvo y sólo polvo), el hombre de la calle inventa los placeres: frente a la ceniza, la miel; frente a la muerte, la almendra. Poco antes de empezar la Cuaresma, la carne se permite los últimos lujos.
Me gusta recordarlo. Los días de carnaval se distinguían por el trasiego de telas, ropa usada de las tías y de la abuela que abría el enorme baúl de cedro que había traído de La Habana y que tenía dos pisos. Estaba forrado de tela dorada con ramos de flores del mismo tono. En la parte alta guardaba fotos, pedazos de cuentas de azabache, los velos negros del domingo y un par de alfileres de oro que nunca le vi usar. Cuando levantaba el primer piso todos se arremolinaban a su lado y metíamos la cabeza en aquel pozo de sorpresas. Y de allí salían mantones, peinetas, novelas de amor, horquillas de plata para el moño, monedas de oro, y, sobre todo, salían trapos. Miles de trapos de colores que en su día fueron faldas, blusas, enaguas, corpiños y saltos de cama. Corríamos a disfrazarnos delante del espejo y luego recorríamos la casa y el patio arrastrando largas colas y pañoletas. Eso sí que era una fiesta. Ella nos peinaba y nos llenaba la cabeza de lazos y turbantes y luego nos tapaba la cara con un trapo más fino y nos decía: “Hala, a la calle, a asustar a la gente”. Al alejarnos, oíamos su voz repitiendo “Mascaritas... Mascaritas... Ahí van las mascaritas...”
Bajábamos la cuesta y nos íbamos reuniendo con los demás niños del barrio hasta formar un grupo de seres estrafalarios cubiertos de telas viejas y con la cara cubierta. Así bajábamos hasta la ciudad y volvíamos a subir. En el viaje de ida y vuelta aporreábamos las casas y decíamos los nombres del dueño. Los vecinos nos abrían sonriendo y nos espantaban dando voces: “Me asustan, váyanse, que me asustan, Tomen una perra chica y a asustar al de al lado”. “Queremos miel, queremos miel y azúcar, —decíamos fingiendo la voz y dando pequeños gritos y saltos delante de la puerta—, y, si no, te hacemos miedos”. Algún vecino generoso nos daba caramelos envueltos en celofán y doña Pancha La Vieja que vivía en la última casa de aquella cuesta empedrada, nos ofrecía sopas de miel con almendras tostadas dentro de unos cucuruchos de papel de estraza.