“Un grano de alegría, un mar de olvido…’ Reflexiones en torno al amor

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Como es bien sabido, una de las funciones de la Lengua es la de nombrar, definir, delimitar, construir un universo de significados que son los que constituyen el mundo tal cual lo concebimos. No obstante, además de establecer clasificaciones y elaborar conceptos, la bendita Lengua posee otra virtud que es precisamente la de cuestionar y entrar en contradicción con las realidades semánticas que ella misma crea.

Impulsados por estos afanes, vamos a concentrarnos en descubrir la posible duplicidad de usos y eventual contradicción interna de la palabra «amor» y su relación con el tiempo y el olvido, en un intento de seguir profundizando en esta ineludible labor de psicoanálisis o disolución del alma individual y colectiva que venimos ejerciendo.

Por un lado, cabe destacar un primer empleo referencial del término «amor» que alude a ese sentimiento vago e innominado que con frecuencia le lleva a uno a confesar: «no sé lo que me pasa». Este sentir amoroso suele manifestarse a través de expresiones concretas tales como alboroto, turbulencia, alteración del pulso, rubor, brillo específico de los ojos, sonrisa bobalicona, aumento de la secreción salival, movimientos de aproximación o huida, derretimiento recorriendo la médula de abajo a arriba, huella anémica especialmente viva y persistente, trastorno de la percepción general del mundo, distorsión de la visión normal del ser amado en lo que se refiere a un aumento del tamaño o de la hermosura, etc…

Si convenimos en llamar «amor» a todo este cúmulo de síntomas y sensaciones no condicionadas por el saber o la voluntad personal, entonces el amor sería literalmente «ciego», en cuanto carente de idea de sí mismo. Y en este amor no cabe hablar de tiempo futuro, puesto que estaría pasando aquí y ahora, en este instante pasajero y huidizo que niega toda estancia o permanencia. En efecto, el deliquio amoroso es, esté donde esté, infinitamente instantáneo y confunde la instantaneidad con la infinitud, poniendo claramente en entredicho esa vana aspiración de los hombres de «asir el momento» y «abarcar el todo» para así tener bien justificada la medida de las horas de sus jornadas laborales y de los años de sus vidas.

Frente a este insumiso rapto de amor que cuestiona de forma directa la noción de tiempo real e incluso la propia identidad de la persona (baste con recordar los versos de Santa Teresa «vivo sin vivir en mí, y muero porque no muero») cabe contraponer esa otro uso o aplicación del vocablo «amor» para referirse al Amor ideal, Uno y Eterno, un amor que ya ha encontrado un nombre y que se ha sometido a conciencia y a norma, renunciando a la peligrosa indefinición de posibles sentimientos o escarceos e instaurando, en ese puro trance de su denominación, la separación entre los dos sexos, hombres y mujeres.

¿Acaso no es el Amor mayúsculo otra cosa que un invento masculino, una institución patriarcal para dominar y someter la riqueza e infinitud de las mujeres que tanto a ellos les amenazaba con hacerles perder su estatuto de dueños y señores? Y sin embargo, ¡de qué forma tan sutil la Ley del patriarca ha conseguido imprimir en el propio aparato anímico de las mujeres la creencia férrea en la idea sagrada del Amor y en sus condiciones de «unicidad» y «eternidad» como indisolublemente ligada a su propia determinación y subsistencia como señoras o esclavas de un solo amo! Pero ¡cuidado! conviene no olvidar que el que esclaviza se esclaviza, y que hasta las riquezas inanimadas son las dueñas de su dueño.

He aquí cómo esta configuración definitiva o consagración del sentimiento «más o menos amoroso» en idea de sí mismo se da por medio de la declaración de amor, a través de la fórmula sacramental «Te quiero», cuya pronunciación introduce irremisiblemente el tiempo futuro en la relación, a la vez que instaura el compromiso (con su correspondiente «odi et amo») y la consecución de unos gestos amorosos como besos, caricias, etc… que poco a poco van estrechándose más y más convirtiéndose en meros signos lingüísticos carentes de un verdadero sentir enamorado.

De este modo el amor queda sometido a tiempo vacío que hay que llenar de las mil maneras ya consabidas, y el inicial arrobo se convierte en un trabajo, en un padecimiento, en un esfuerzo de consolidación y sostenimiento de la pareja ‒y por ende del individuo‒ a través de la voluntad personal que hace cada vez más difícil sentir esos impulsos pasionales o deseos subracionales venidos de un «no sé qué», de un «no se sabe dónde», aquella magia y fuerza que me impelía por los aires sin que yo lo supiera, y hasta en contra de lo que yo quisiera.

Pero ¡ay pobres de nosotros! es ese incurable miedo a abandonar nuestras señas de identidad, ese terror a quedarnos sin futuro, lo que en definitiva nos arrastra a resignarnos y aceptar el ideal del Amor mayúsculo como substituto de esa locura de amor sin nombre, ese suave bálsamo de amor y olvido, que era para Juan de Mairena, ya cerca de su muerte última, la última petición que le hace dirigir a la Madre Naturaleza: «La augusta confianza/ a ti, Naturaleza, y paz te pido,/ mi tregua de temor y de esperanza,/ un grano de alegría, un mar de olvido…». Sublime expresión de la relación de «eros» con «tánatos» y clara reviviscencia del recuerdo de ese amor paradisíaco, antehistórico, atemporal, en donde tú y yo –libres ya de nosotros‒ gozosamente nos perdemos.

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