Los riesgos de la mentira para mantener el poder

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En un momento en que la verdad y la transparencia parecen ser cada vez más esquivas en el panorama político, la mentira se ha convertido en una herramienta para mantener el poder o para quitárselo al contrario.

La manipulación de la verdad y la difusión de falsedades se han convertido desgraciadamente en estrategias comunes en la política contemporánea. A parte de eterno mal gusto, mala educación y muy poca responsabilidad, el riesgo principal es la erosión de la confianza pública provocada por la desinformación.

Los líderes políticos que emplean mentiras y medias verdades no solo están engañando a la ciudadanía, sino que están socavando las bases mismas de la democracia. La distorsión de los hechos y la presentación selectiva de información crean un entorno en el que los ciudadanos ya no pueden confiar en las fuentes oficiales ni en el propio sistema democrático. “Todos los políticos son iguales”, “yo no voto”, “no sirve para nada”, “los medios de comunicación están comprados” … son frases que oímos fácilmente y a las que estamos acostumbrados. Por normalizadas, nos parece que no son afirmaciones peligrosas, pero sí reflejan un hecho que sí lo es y mucho. Me explico.

La desconfianza generalizada debilita el tejido social y político, haciendo más fácil para los actores autoritarios manipular y controlar a la población (la versión light sería la de una mayoría absoluta y autoritaria y la peor versión, el totalitarismo). Se desvía la atención de problemas graves o se encubre actos de corrupción. Tenemos ejemplos a la vista claramente… Ayuso y su piso donde no pasa nada; la amnistía tema de conversación durante meses para ahora quedar en el olvido…o la socorrida falta de seguridad+miedo en versión okupas o en segunda opción: la inmigración que nos quita el trabajo o la seguridad, según sople el viento, pero sin apoyarse en hechos reales. En palabras de Orwell en su distopía del totalitarismo ‘1984’ cuando 2+2 pasan a ser cualquier número excepto el 4 tenemos un verdadero problema. Y en eso estamos.

Les recuerdo que, al inundar el discurso público con falsedades y distracciones, la mala política puede evitar la rendición de cuentas y desviar el foco de cuestiones importantes. Esta táctica no solo es ética y moralmente cuestionable, sino que también tiene consecuencias prácticas significativas. Cuando las mentiras se convierten en una práctica común, la capacidad de las personas para debatir constructivamente, para consensuar, se ve claramente afectada. La discusión pública se convierte en una batalla de versiones contradictorias, que polarizan a la sociedad, crea incertidumbre y mucha, mucha apatía. No se resuelven los problemas. La mentira es destructiva.

La democracia depende de la capacidad de los ciudadanos para acceder a información precisa y fiable. Sin esta información fidedigna no podemos votar, ni queremos participar en el sistema político, y, en consecuencia, somos manipulables, nos alejamos de la toma de decisiones y surge el riesgo inminente de regímenes autoritarios: alguien decidirá por nosotros. 

Ya ocurrió con el Nazismo. Empezó con una crisis de descontento posiblemente desde la crisis de 1929, llegó un salvador que propone un cambio radical, luego propaganda y control de la información apelando al miedo, luego la segunda crisis donde ocurre algo que justifica el control marcial (en este caso la quema del Reichstag, parlamento alemán) para luego llegar el control político de las instituciones y la exterminación del que piense distinto o el que sea distinto. ¿Queda esto lejos de la actualidad? Ojalá, pero no lo veo tan lejos.

¿Qué podemos hacer para que prevalezca la democracia?

Pues aquí una pequeña lista: reivindicar la importancia de la transparencia real. Reivindicar la honestidad en la política. No dejarse distraer: la política debe servir a los intereses del pueblo y no a los de unos pocos. Leer, informarse, no tolerar la mala prensa y mucha educación para ser críticos y tener herramientas para contrastar.

Y por favor, formación. La política no debe ser una profesión sino contribución a la sociedad. Por un tiempo. Pero se necesita formación. Para cualquier trabajo público se exige unos requisitos de experiencia y educación. Excepto para decidir el futuro de una comunidad. Para proponer, consensuar, votar y elegir no se requiere ni una mínima capacidad. Y desde luego, para dar cuenta no requiere sino el voto. ¿Lo prometido no es deuda? Porque está de moda mentir sobre el adversario, pero también prometer a la población algo que no se va a cumplir, sin que se mueva una tripa. A mí eso me rompe todas las expectativas para empezar, pero por el momento no la coherencia.

Y para acabar, este martes la ONU presentó su informe anual sobre la felicidad (World Happiness Report). En España a pesar del sol, de la comida mediterránea, de la sociabilidad, de ser uno de los países más ricos, de lo atractivos que somos para el turismo internacional, no puntuó en lo más alto sino en el puesto 32. Los primeros fueron los escandinavos. Y una de las razones es la confianza. La confianza en sus gestores y en el vecino. España puntuó en esto muy bajo. Por lo visto, la desconfianza, no solo mantiene el poder en manos de unos pocos y es el caldo de cultivo para un totalitarismo, sino que queda cuando menos, correlacionado, con la felicidad. A menos confianza, menos felicidad. A más confianza, más felicidad. Más claro no se puede decir. Y en este mundo cada vez más hedonista, por lo menos esto debería importar, ¿no es cierto?

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