La lenta elegía de los almendros
«A las aladas almas de las rosas del almendro de nata te requiero, que tenemos que hablar de muchas cosas, compañero del alma, compañero». Miguel Hernández (1910-1942).
Cuando era un niño, entre la época del cobre y la del hierro, machacaba con el basalto de una piedra la cáscara, tierna aún, con que proteges tu semilla en forma de drupa; amarfiladas por tus almendras verdes, lechosas, sutiles y de un sabor furtivo, las mañanas o las tardes se conjugaban al pie de tu tronco agrietado. Muy cerca del hogar, bajo tus ramas grises y tus hojas lanceoladas, los pequeños dioses se adentraban en los misterios del mundo.
De la familia de las rosáceas, con tu flor temprana, blanca o rosa, precedes la primavera y rompes en mil pedazos la desnudez vacía del invierno; “joven almendro erró la primavera/ y, anticipado, a florecer se atreve”, escribía Lope de Vega. Cinco pétalos soldados entre sí y cinco pétalos libres e iguales, ligados por la base. De una forma o de otra, tu hermosura y fortaleza han acompañado a la historia del ser humano. Procedes de las estepas y las praderas de Oriente, de las altas llanuras de Asia Central; de manos nómadas y dejando atrás el rigor helado que baja de las grandes cadenas montañosas, descendiste hasta las tierras de la costa. Donde mueren los ríos caudalosos en un remanso de olas, fuiste entregado a manos fenicias; el viento henchido en las velas y también, por otro camino, el lento paso de las caravanas, te transportaron a zonas más cálidas o templadas. ¡Oh Prunus Dulcis!, tus primordios seminales se insertaron en los márgenes de las huertas de Persia; tus sacos polínicos se alojaron en el hipanto de las tierras cálidas de Palestina; tu carpelo único y blanqueado, tus estambres y antenas, fueron la flor de los sirios que como buenos hortelanos, aprendieron a cultivar tu drupa ovada y tormentosa. Mucho más tarde, a finales del siglo XV, los castellanos te trajeron en carabelas desde el norte y llegaste al clima templado y subtropical de esta isla atlántica. Sin frío, en las medianías te acostumbraste a vestir una piel más fina, y si te cuidaban y podaban cada dos años, si mantenían tu suelo removido y libre de maleza, solías ofrecer una semilla grande y sabrosa.
El almendro estaba presente en el Paraíso y fueron halladas almendras en la tumba de Tutankamón; en el Antiguo Testamento, el patriarca Abraham utilizó varas de almendro para construir el cerco de sus rebaños; el bastón que Aaron levantó ante el faraón para teñir de rojo el Nilo, era de su misma rama. Los griegos primero y los romanos y árabes después, extendieron su cultivo por el Mediterráneo, incluyendo el norte de África al sur, y los valles de Los Balcanes, al norte. A finales del siglo XVIII, unos misioneros españoles sembraron en San Diego, California, almendros llevados desde la Península Ibérica. Hoy, Estados Unidos acapara el 75% de la producción mundial y España ocupa, a mucha distancia, el segundo lugar. En la dureza de los años cincuenta, la almendra de las medianías de la isla de La Palma, más pequeña que la californiana, pero de excelente calidad, alcanzó su apogeo y se llegaron a exportar 3.500 toneladas, en cáscara, a Reino Unido. También se enviaban a Mónaco, a Alemania y a Las Palmas, para la fábrica Tirma. En “Almendreros” (2013), el excelente corto documental de Rafael Lorenzo, que pueden ver en YouTube, uno de los entrevistados, Armengol Rodríguez, cuenta que en el mejor año que recuerda, su familia llegó a recolectar 12.000 kilos. El cultivo de secano de la almendra, que se da bien entre 200 y 600 metros de altitud, a mediados de siglo XX era la economía principal de El Castillo y de Las Tricias, en Garafía. De ahí venían los ingresos y si tenías la suerte de criar ganado, de la venta de una vaca cada dos años. “Vender almendras para comprar el pan”. Otro de los entrevistados, Braulio Rodríguez, apunta que hoy sobreviven sólo una cuarta parte de los almendros que había antes. Armengol, sin rodeos, expone razones: “La juventud se fue y los viejos no podemos hacer mucho”. Puede ser, como apunta Juan González, de Tijarafe, que “la burbuja se está rompiendo” (era 2013), porque “da tristeza ver como los ratones se comen las almendras”. En 1960 sólo se exportaban 10 toneladas; y en el presente, no llegan a cuatro; su cultivo languidece inexorablemente como una señal más del abandono generalizado del campo palmero. Mientras tanto, la administración insular y municipal, celebra fiestas en su honor y los fotógrafos y las redes sociales, se entusiasman con su belleza temprana en el verdor oscuro de febrero. “No veo claro el camino”, terminaba diciendo Juan González. Pero lo cierto, es que el baile continúa en esta Babilonia insular y contemporánea; cada día se inventa una fiesta nueva a costa de las vacías arcas municipales y todo ello, sin darnos cuenta que las murallas de la ciudad están siendo asaltadas por las tropas persas de Ciro. Primero perdemos las cosas; después las embalsamamos; y una vez al año, le damos brillo y nos sentimos orgullosos de un pasado con un lejano esplendor. El presente, del que nadie quiere hablar, es pura amnesia de sí mismo.
El poeta español de origen británico, Ben Clark (Ibiza, 1984), en “Revolución” de su libro de poemas, “Los últimos perros de Shackleton” (Sloper 2016), nos advierte: “Contra todo florecen los almendros. Protesta radical e inquebrantable. Este siglo veloz sin concesiones ya no tiene talón visible; más que un ojo tiene mil y no hay David que pueda ya vencerlo. Escasean los héroes en esta era de plasma y, con todo, florecen los almendros. Creer en el amor tampoco sirve -contra el amor las flores han marchado-, de amor están repletas las cunetas; entre los vivos solo persiste el verde amor por el dinero. Mienten las dependientas el catorce y por eso florecen los almendros. (...) En este florecer tan subversivo se han ido las pasiones de otros años, se ha ido la esperanza con la escarcha de enero y con el agua que tímido se adentra en un febrero que es testigo del cambio y del combate: contra todo florecen los almendros”.
Suena una sonata de Schumann en Radio Clásica; al apartar el rancho del fuego, compruebo que se ha metido viento en el mar, hace rato que una brisa racheada sacude las begonias del patio; más allá, tiemblan los nísperos maduros; cerca, crujen las ventanas y canta el gallo; me adentro en la lenta elegía de los almendros, acuden imágenes a la mente y pienso en el viento sacudiendo sus ramas ahora verdes. Algún almendro de Sorolla y los de Van Gogh, ramas llenas de savia, retorcidas sobre un azul imposible; los almendros del país que hemos pintado en los cursos de óleo; y las fotografías de los viajes al norte en enero o febrero, los archivos donde sus flores desbordan la imagen. Las hojas lanceoladas se mueven, las hojas del calendario pasan y la flor del almendro, símbolo del amor eterno, siempre vuelve. Sin embargo, a Borges ya no le alegraban los almendros, porque eran el recuerdo de su amada perdida. En fin, si el laurel tiene una historia mítica, para aclararnos un poco y a falta de perspectiva ante la desolación de su decadencia, el almendro también. Una de las versiones cuenta: Al caer Troya y regresar la flota ateniense, Filide, princesa de Tracia, enamorada de Acamante, hijo de Teseo, acudió a Eneodes a esperar a los griegos, pero ninguna de las naves era la de su amado, que se había desviado por los desperfectos que una tormenta había causado en su embarcación; las aguas, que siempre tienen la culpa cuando ocupan un lugar no destinado, habían alejado a Acamante de Filide, y ésta, desesperada, después de nueve días de infructuosa espera, muere de tristeza. La diosa Atenea, compadecida, la convirtió en almendro. Al día siguiente, al llegar el héroe, sólo pudo abrazar la corteza áspera y gris del árbol. En respuesta a sus caricias y como si fuera un prodigio, de las ramas del almendro brotaron flores en lugar de hojas. Los atenienses lo celebran todos los años.
Después de mucho tiempo, nueve días esperó Filide; nueve meses tarda el largo proceso de maduración de la almendra; nueve meses dura la gestación del ser humano. ¿Cuánto tiempo tardaremos en volver a cuidar y a querer a los almendros? Sin diosas que nos protejan, ya que todas, al parecer se han ido a Roma o a Alejandría, moriremos de tristeza en esta lejana provincia contemplando su lenta agonía entre las zarzas. Ni siquiera a los ayuntamientos se les ocurre, ajardinar con ellos nuestras plazas y vías de comunicación que, sin duda alguna, embellecerían de un modo considerable. Preguntar sin esperar respuesta, siembra de elegías los campos ante la pérdida de su propia existencia. Los tiempos dorados, si comparamos con ahora, no van a volver. Se fueron todos, los indios y los vaqueros; y en la diligencia, sólo se encuentran turistas de paso y algún vendedor de biblias desorientado. “Hablar sólo retrasa el castigo”, decía Apolo a “la de ojos glaucos”; nada es en vano. Los almendros en respuesta al abandono sometido por los humanos, han reaccionado haciendo amargo su fruto; como si fuera un castigo de los dioses. Si los almendros se dejan de podar parcialmente y no se limpia y remueve la tierra que los alberga, su tristeza inunda de amargor la codiciada fruta. El descuido hace proliferar a los hongos y a las bacterias y éstas se adueñan de las raíces del árbol. Todo es una partida de ajedrez entre la química y la biología, incluso el olvido. La almendra amarga cruda es venenosa, pero el patrón amargo para injertar, es el más vigoroso aunque ya no se utiliza. Hay en la isla más de treinta variedades posibles. Un árbol suele vivir sesenta, ochenta, e incluso, más años. Por cada frutal se pueden recoger de 23 a 30 kilos de almendras. En la dieta de nuestros abuelos y en la de nuestros padres, las almendras, los higos secos y las pasas, tenían mucha importancia. En mi memoria también. La Cooperativa Agrícola Virgen del Pino, en Puntagorda, las comercializa. Y en el mismo lugar, la alemana Birgit Ana Morasch-Ketterle, desde hace muchos años, confecciona una excelente crema de almendras. Los palmeros consumen dos kilos al año por persona, muy por encima de la media nacional, y aunque se aprecia mucho la almendra del país, con el tiempo, si no queremos comer almendras amargas, tendremos que adquirir almendras de California; más grandes, pero menos sabrosas.
Sobre un patrón amargo, que es más resistente, se injertan los almendros; sobre la decadencia que cede al olvido, se desangra el legado humano; “no hay vacío total, sino desdicha que colma el vaso”, decía el viejo Quinlan en la película “Sed de mal” (1958), de Orson Welles, que estuve viendo anoche. Seremos extraños en una tierra sin almendros, “desterrados en la memoria, en el germen de la historia” de nosotros mismos, al decir de Unamuno. Tal vez, sólo se pueden ofrecer las cenizas de lo verdadero. Lo demás es humo. Ver los campos desde la carretera, es como intentar oír con los cascos puestos. La energía no se destruye, se transforma en nube.
Cuando era niño y estaba enfermo, mi madre hacía horchata de almendras; era una delicia, y por ello me gustaba caer en la cama. La repostería palmera, que también es cristiana, mora y judía, tiene sus almendrados, sus bienmesabes, sus quesos de almendra, y se añaden picadas en las sopas de miel de caña. La mitad del pan de higos es almendra sin pelar. El turrón de trigo y los alfajores llevan almendras. Se hacen truchas de almendras. Las saladas de los bares y las garrapiñadas de las romerías de San Pedro. Las que estaban dentro de una lata de leche Lita en la despensa de la Casa del Monte, cuando iba con mi padre a Marcos y Cordero. Abría un higo seco, ponía una almendra dentro y lo volvía a cerrar. Los hombres que trabajaban en el monte, metían la mano en el bolsillo y sacaban un puñado de pasas y almendras. Una mezcla ideal, uno de los sabores de la infancia. Era una de las mercancías de la antigua ruta de la cumbre entre Puntagorda y Los Sauces. Hacia dentro, como decimos cuando nos referimos al norte, las bestias llevaban boniatos, pimienta seca o ñame; se hacía noche en casa de algún conocido y a la vuelta, regresaban con vino de tea en folas, higos secos, uvas pasas de las negras y almendras. Mi padre me describía el camino y yo, un niño, soñaba con ese viaje de ida y vuelta. Al lado de una caja de tea, donde se guardaban higos, pasas y almendras, dormían y se amaban mis abuelos. Con pollo, a base de almendras machacadas con pan frito en aceite de oliva y tres hojas de laurel verde, recibían algunos conventos españoles a los peregrinos. Van bien en ciertas cazuelas de pescado. Cada uno de los almendros que veo desde mi casa, tienen aún un nombre que yo conservo, y multitud de recuerdos bajo sus ramas; ahora, bajo su abandono. En “El Libro de Sara” (Ediciones La Palma, 2021), el almendro y su flor, están presentes en más de un poema. Damos lo que hemos recibido.
Hace tiempo que los hombres y las mujeres descubrieron todas las verdades; y no les ha servido de nada; ganan desolación como los almendros que al no ser tratados con cariño, turban su semilla ofreciendo amargura en lugar de dulzor. Nuestra vida es más cómoda, la salud y la enseñanza se han generalizado, pero a cambio de una cierta esclavitud a lo nuevo, hemos perdido por el camino algunas cosas; yo diría que demasiadas; entre ellas, hemos perdido población: la isla se halla estancada. Esa ausencia ahora vislumbrada, tiene graves consecuencias y no nos permite encontrar un equilibrio. Emigrar es perder el centro. Empezamos a saber lo que ya no podemos alcanzar y va a llegar un momento en que podemos afirmar, que nuestros padres vivían mejor que nosotros. Unas diosas nos compadecen para soportar nuestra presencia, y otras nos censuran para silenciarnos; callados nos retiramos a desperdiciar nuestra suerte en el fondo de las soledades, donde contemplamos el falso olvido que rebota en las cosas. En las cosas que ya no tenemos. Amores y almendros, todos regresados a los rastrojos, a la gran llanura de secano de la noche. “Propósito de espuma y ángel eres/ víctima de tu propio terciopelo,/ que sin temor a la impiedad del hielo/ de blanco naces y de verde mueres”, nos recordaba Miguel Hernández en un poema.
En las ruinas que era el Coliseo de Roma en 1855, Ricardo Deakin registró 420 variedades de plantas que allí crecían: había romero, tomillo, salvia, ciclamen, margaritas, jacintos, violetas, fresas, caléndulas y espuelas de caballero. En majestuosas cornisas, donde antes los romanos -para lavarse la conciencia ante los dioses-, cubrían el rostro de las estatuas con mantos si iba a correr la sangre en la arena, ahora, tras la decadencia, florecían árboles como higueras, cerezos, perales y olmos. Yo quiero pensar, que en una lenta elegía, también florecían almendros.
ÓSCAR LORENZO
San Andrés y Sauces Isla de La Palma 22-02-2023
0