Espacio de opinión de La Palma Ahora
Los correíllos
Los correíllos baratos donde la niebla y el óxido eran zapatos bajo las suelas del domingo, las que pisaban los mares de marasmos untuosos y campanas al sol de la soledad y el insomnio en el hueso de las maresías, el sextante enquistado a la quilla y la sangre suspensa de tanto detenerse a contemplar su estado. El traqueteo amarillo, el olor salitroso de la mar que, como hembra insaciable, invadía el olfato y el tacto de la eslora con su enorme gineceo de ballena procaz. La locura olfativa de la luz. La primera mujer que esparció su cabello sobre el lomo de un animal terrestre, la primera aspersión que consagró el canto de los delfines a los límpidos farallones del gusto. El movimiento desde el fondo hacia la textura de la carne. Fuimos esponja en movimiento, succionamos la mujer mar del deseo. Fue ahí donde todo empezó a ser viaje. Ahí donde subimos los tarecos para ir a otra parte sin conciencia de límites ni de definiciones.
Viajaba en correíllos con billete de segunda, el vómito en las literas. Cajas de cartón que encerraban los sueños. Los envolvían hasta llegar a la Ítaca de enfrente con la esperanza de hilar la apetencia de conocimiento lejos de los tapices que la orilla deshilaba. Partir desde la ciudad donde un viejo noray con maromas y líquenes te tiraba pañuelos de burbuja desvaída. Ciudad agrisada de niños descalzos con los dedos del pie desollados de no poder ir más allá de las gaviotas por la escala acuciante donde la vida es una jaula cerrada de cinemascope en blanco y negro. Ciudad soñada donde una inmensa nariz fluía de los piquetes que se hacían los niños en sus juegos de guerra. Una costra de olvido cauterizaba heridas, taponaba los ecos manados de aquella Caldereta. Los disparos callados eran muestra de que un llanero solitario salía de las películas de las tres de la tarde de los sábados mustios. La olla del cierzo donde se cocinaba el frío silenciado con mistelas y dulces, con sopitas de miel y violines de gloria desde el ardor de la tribu. Lo cierto fue que mucho tiempo atrás moríamos fusilados o nos enterraban vivos por no callar que el mundo era una naranja girando al compás de los sentidos y que la humanidad era un gajo apenas perceptible en el árbol de la vida; pero seguíamos muriendo aun después cuando de nuevo nacimos con el diablo asomando a nuestro asombro. Así encontrábamos nuestros cráneos rojos bajo los terraplenes que cavábamos para encontrar la voz y echarla al desasosiego y al marasmo dominantes. Y el cadáver se levantaba a deshojar la primera flor que le llegara al hueso para vestirse de niño. Ese carnaval blanco donde a veces la cal hinchaba las pupilas de las palomas y la harina quedaba en sustratos debajo de la piel con un río de sangre que manaba de noche desde las pituitarias ingenuas. Se dilatan las narices de tanto oler los girasoles, su carne interior es tan tierna como el sexo de las nubes, que al tocarlas el sol, llueven sobre la tierra y debilitan los ríos del cielo. Esa mitología audaz del impúber y aquella que inventaba la madre para trazar un paraíso de acuerdo a la angostura de la cesta del pan y la textura del hambre de horizontes. Esas mentiras pequeñas que trajeron la metáfora al pie de una ventana, donde siempre estuvimos los sordos y donde los ciegos dijeron la realidad adulterada de mirar hasta el cielo cada vez que la gazuza trinaba en el pájaro audaz.
No sé cómo llegamos a esa borda. Desde un fotograma kodakrome o con el daguerrotipo del abuelo estallando en los ojos. La imbecilidad del vacío. La borrachera de la imbecilidad de tener esperanza y forjarla en los tablones de cubierta para echar hasta el último milímetro cúbico de la indigestión, para que los peces también comieran y nadaran al son de nuestra arcada hacia la estela espumosa que iba dejando el barco, hacia la lejanía de lo próximo. No sé cómo llegamos al vapor de las horas sin salir de la infancia eterna del silencio.