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Manolo ‘El Kíkere’

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Ser un buen recuerdo en la vida de los amigos, es una forma de quedarse con ellos para siempre… Tal vez por eso, el óbito de Manolo ‘El Kíkere’, acaecido hace unos días, ha provocado en el espíritu mañanero de sus compañeros de tertulia una especie de rebeldía necesaria. Don Manuel Martín Pérez, alias ‘El Quiquere’, nos perturbó con su adiós, pero el hecho de su muerte, tan irrefutable y convincente, nos ha dejado en silencio. Hemos suavizado los comentarios y domesticado las opiniones en las que cada uno expresaba o pregonaba “su verdad”.

Yo que no creo en los superhombres que dictan normas y dan consejos, como únicos dueños de la verdad absoluta, porque funestos ejemplos hay en la historia como para saber que hasta los más inteligentes se equivocan. Voy a referirme en este escrito a un hombre que, al margen de sus ideas políticas, ante los disparates cotidianos que a los demás nos aturden y sorprenden, decía siempre su verdad a cara descubierta, y proclamaba que, en democracia, cada persona tiene el legítimo derecho a disponer libremente de sus adhesiones políticas. ‘El Kíkere’ me reafirmó en la idea de que la bondad, la inteligencia y la honradez no son patrimonio exclusivo de la derecha o de la izquierda; que a los hombres y mujeres nos los hacen buenos o malos los partidos políticos; y que la bondad y la maldad nada tienen que ver con ese tipo de adscripciones, por mucho que algunos pretendan apoderarse del bien y arrojar el mal al rostro de los otros. En Manolo, tras el orgullo de ser garafiano, se escondía un ciudadano del mundo con la honradez de decir las cosas como realmente son y no como políticamente interesaba que fueran.  

Aquel niño que, con cayado y alpargatas, cuidaba cabras por las veredas sinuosas de Garafía, al tiempo que miraba las gaviotas en el mar de La Fajana y soñaba con recorrer mundo para ganarse el pan. Como buen navegante supo aprovechar el viento, supo leer el mar, y siempre estuvo preparado para lo peor. Hasta hace pocos días se sentaba con nosotros, y se mostraba como una persona lúcida y reflexiva, al tiempo que una luz juvenil iluminaba su rostro y le salía por los ojos al recordar parte de una historia con un argumento de novela, que nos permitía asumir con admiración su grandeza, aunque, para ello, nos hubiesen bastado la actitud servicial y la humildad que tenía para ganarse nuestro afecto.

Había momentos en los que ‘El Kíkere’ hacía saltar por los aires el frío análisis de una situación que algunos pensábamos que, para entenderla, necesitaba de un esfuerzo intelectual que no siempre estábamos dispuestos a hacer. Sin embargo, a él le bastaba recurrir al ingenio y, con una imparcialidad serena de juicio, recordarnos en verso alguna que otra fábula de Samaniego o de Iriarte, para mostrarnos en “la moraleja” final donde estaba el problema o su posible solución. Es posible que al amigo Manuel, aquellos que tienen la manía de ponerse orejeras y mirar sólo al frente, no le perdonen algunas cosas. Entre ellas, el haber puesto en sus oídos, compartieran o no sus ideas políticas, la continua denuncia. Sobre todo, cuando se trataba de temas de su tierra: la Garafía profunda, siempre olvidada. Por eso, aun teniendo amigos de todos los partidos, en ocasiones sacaba a relucir el espíritu de Baltasar Martín y con él en su memoria, -decía- refiriéndose a los políticos de visión estrecha, encogida y miope, que algunos no encontrarían la manera de limpiar las llagas de su mala conciencia, por no haber tenido en cuenta, como debían, el norte de la Isla y en especial a su pueblo natal, el de los barrancos profundos y caseríos pintorescos: Franceses, El Tablado, Don Pedro, El Mudo, Juan Adalid, Llano Negro, Buracas, Las Tricias, El Castillo, San Antonio, Santo Domingo… Rincones de un paisaje que en sus recuerdos eran siempre entrañables. Sus reivindicaciones sobre Garafía fueron siempre una muestra tenaz de amor y fiel entrega.

Dicen que “kíkere” es un guanchismo que equivale a gallo peleón. Es verdad que, en ocasiones, cuando se molestaba por algo serio que le afectara, Manolo ni se mordía la lengua, ni escondía las vergüenzas ajenas… Se convertía, entonces, en un moscardón poco halagador, incapaz de tolerar la injusticia disfrazada. En esos raros momentos, mi alma se rebelaba en su defensa. Cuando por última vez subió al hospital, nos miramos y no nos despedimos porque teníamos la esperanza de que como navegante que había sido tuviera buen viento y buena mar, que en la jerga marinera era un deseo de buena suerte: vientos favorables y mar de popa. Ahora debemos caminar al final del muelle y brindar, bebiendo la mitad del vaso y vertiendo la otra mitad al mar por el amigo fallecido.

Por todo ello, se me ensancha el corazón al escribir este relato, que no deja de ser un acto de gratitud y justicia.

Julio Marante

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