Problemas sin nombre
En 1963, durante la segunda ola del feminismo, la teórica y activista feminista Betty Friedan escribió un ensayo titulado The Feminine Mystique que, posteriormente, sería traducido como La mística de la feminidad. En sus páginas, la autora reflexiona sobre “el malestar que no tiene nombre”, refiriéndose a la situación vivida por las mujeres norteamericanas de clase media-alta en relación a las estructuras dominantemente patriarcales que obstaculizaban su participación activa en la sociedad. En su libro, Friedan señala que las mujeres experimentan una sensación de vacío al sentirse definidas por las funciones que ejercen –madre, esposa–y no por lo que son, lo que denomina “el problema que no tiene nombre”.
En la actualidad, este relato en torno al feminismo blanco es problematizado por diversas teóricas contemporáneas, como bell hooks o Sara Ahmed. Ellas apuntan que no se tiene en cuenta que cuando otras personas (otras mujeres de clase baja y, generalmente, de colectivos racializados) tienen que trabajar para liberar a esas mujeres del trabajo doméstico, esas personas pagan el precio de su libertad. En esta posición, el “problema sin nombre” de ciertas mujeres blancas se convierte en los “problemas sin nombre” de muchas mujeres racializadas. El singular se desplaza hacia el plural, un plural que, hoy en día, sigue sin ser nombrado.
Cuando a una situación no se le puede dar nombre parece que esa circunstancia carece de importancia o plantea un dilema previo que no puede ser racionalizado, disipándose, de esta manera, entre los supuestos del conflicto teórico. Aquello que no se nombra, no existe; aquello que no se nombra, se termina convirtiendo en la sombra de todo lo que sí es nombrado. Aquello que no se nombra se mantiene en la oscuridad de lo invisible, de lo indecible. El silencio conceptual y relacional que sufre la figura de la mujer es respaldado por los procesos políticos, económicos y culturales de una sociedad discursivamente machista. El silencio estructural ante los problemas causa aún más problemas, darle voz al silencio desde el relato femenino se debe volver nuestra causa y prioridad.
La sombra silenciosa de todos los motivos por los que existe y sigue siendo necesario un día concreto para reivindicar y conmemorar la lucha de las mujeres es una razón más para visibilizar todos los “problemas sin nombre” que caen sobre la figura de la mujer desde el día de su nacimiento, cuando a su madre le dicen: “enhorabuena, es una niña”. El lenguaje y el peso que este ejerce sobre la niña empieza a afectarle desde la niñez, desde el breve instante en que conceptos como: sexismo o machismo, comienzan a rozarla o tocarla sin su consentimiento, a seguirla e incomodarla por la calle, a mirarla lascivamente, a cosificarla y tratarla con propiedad. El lenguaje y su peso encuentran a la niña sin siquiera tener la madurez para entender esas “palabras adultas”. Durante la infancia, la niña le da sentido a muchas de esas “palabras adultas” sin haberle dado un nombre, ni una definición a su significado.
Esta carencia nominal sigue la vida de la niña mientras trata de sobrevivir a las consecuencias de todo lo que combate; mientras su cuerpo y su memoria es, muchas veces, el único testigo de los mecanismos autodefensivos que genera a medida que sufre pérdidas de su integridad física y seguridad personal. Este silencio innombrable sigue la vida de la niña hasta su adolescencia y su adultez, volviéndose un eco insostenible bajo el retumbar de la expectativa de la feminidad y de la felicidad. La dinámica de la felicidad afecta a la niña y a la mujer direccionándola hacia un cierto camino, independientemente de lo que pueda querer o no. La dinámica de la felicidad, en la vida de la mujer, se traduce en la expectativa de la maternidad, en una labor emocional para dulcificar y compensar cualquier posible síntoma de infelicidad o asertividad. Sonreír se vuelve un logro femenino.
Los actos coercitivos del habla social funcionan como una herramienta instrumental que orienta las aspiraciones, funciones, comportamientos y deseos de la vida cotidiana de la mujer hasta su vejez. La construcción mediada del habla social dirige nuestro andar y nuestra voz hacia un lugar de senderos unidireccionales, de relatos únicos, de caminos hechos de huellas pasadas, de pisadas que continúan repitiendo las normas y convenciones que tratamos de dejar atrás. Por nuestra parte, necesitamos darle nombre propio a nuestra historia, pero, sobre todo, llamar a los problemas por sus nombres: el sexismo tiene nombre, la desigualdad tiene nombre, el machismo y el patriarcado tienen nombre. Nos vemos en las calles para levantar nuestra voz, para gritar nuestro nombre y para reescribir nuestro camino. Para construir una narrativa de esperanza y revolución feminista que celebre el día que nos digan: “enhorabuena, es una niña”.
0