Sólo queda aplaudirlas. Y callar

Elsa López.

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Mi buen amigo Francisco Castaño, escribe desde hace mucho tiempo unos versos llenos de sabiduría que son música y uno puede cantarlas como si fueran coplas o leerlas como si fueran burla o menosprecio contra todo un sistema que nos cerca y obliga y que él pone en solfa para hacernos sonreír. Así lo hago. Y cuando las recibo, sin apenas quererlo, me pongo a tararearlas y me imagino, como siempre, con bata de cola, oye tú, cantando por esos tablaos de mi España de pandereta. Hace unos días me llegó esta última de sus 'Meditaciones Póstumas (o no)'.

A nuestros chicos les costó llegar

(Con mil apoyos épicos, retóricos,

De una rancia raigambre patriarcal)

Ochenta años al partido último

Que diera opción al título mundial.

 

A las chicas tan solo veintitantos

(Casi desde la clandestinidad)

Llegar a ese partido que dé el título.

No importa lo que pase en la final,

Ya nos han dado una lección a todos.

Sólo queda aplaudirlas. Y callar.

Y entonces yo, puesta en pie, he comenzado a declamar los versos con la misma euforia y la misma rabia con que gritaba a mis chicas durante el partido de semifinales. Me hubiese gustado estar allí y abrazarlas y contarles que yo, hace ya setenta años, jugaba al fútbol en los campos de mi isla. Me llamaban 'Machona', 'Elsita, machona' me llamaban, porque era buena, qué caramba, y no podían soportar la idea de que una chica hiciera lo mismo que hacían ellos y era necesario darme esa categoría a la que ellos pertenecían, o porque, sencillamente, no les gustaba perder cuando era una niña la que corría con el balón y les metía los goles y preferían verme como si fuera uno más de su género. Yo era la única chica que se atrevió a jugar con aquella pandilla compuesta por la mayoría de chicos del barrio y me imagino que les daba rabia que jugara con ellos, pero, al mismo tiempo, no podían dejar de quererme en sus batidas futbolísticas porque era rápida y segura. Luego, en mi periplo por la península ibérica, hacía lo imposible porque me aceptaran en algún equipo. Fue en vano. A lo más que llegué fue a jugar al baloncesto o en algún futbolín cerca del colegio con mis compañeros de clase que me admitían porque ellos eran muy progres, hijos de progres y, además, listos, y sabían que si contaban conmigo yo los ayudaría a conseguir el triunfo.

Por eso, ahora, juego con ellas, lucho con ellas y me identifico con ellas. Ellas son las chicas de la selección española de fútbol femenino. Me hincho como un pavo real cuando hacen jugadas maestras, cuando corren y regatean y burlan y llegan y meten un gol o paran un balón que iba derecho a la red. Me levanto del asiento y grito. Grito mucho y siento que estoy allí, en mitad del campo, sudando, agitada, nerviosa, resoplando contra el cielo mientras miro de reojo los asientos llenos de muchachos que no se creen lo que están viendo cuando lo que están viendo es una realidad que levanta a las madres de sus apacibles asientos y les hace olvidar los manteles y los cubiertos sobre la mesa de la cocina para poder seguir la guerra que se está celebrando allí mismo en el televisor delante de sus ojos. Esas jugadoras son ellas mismas. Podían haber sido ellas mismas con esos cuerpos saludables, esas coletas al viento, esas risas unas en brazos de otras celebrando el último triunfo que las lleva a la gran final del mundial de fútbol femenino. Si. Podíamos ser todas nosotras. Por fin. Los celos que nos comía la sangre al verlos sucios, las rodillas matadas, los codos reventados, el labio partido y ese aire de triunfo calle abajo cuando llegaban de golear al enemigo del barrio cercano, se apaga lentamente al verlas a ellas sudando, ganando, liderando un deporte que parecía pertenecerle sólo a ellos.

Así era. No lo olvidemos. Ellos tan soberbios, tan llenos de heridas sufridas en la última batalla en el campo enemigo, y ellas sentadas en el muro de la calle de piedra acunando muñecas y fregando platillos de aluminio llenos de sopas imaginarias. Ellas allí, derrotadas, envidiosas, sin coronas que colocarse en la cabeza. Ellas con esa sensación de inútil espera. Y yo, soberbia, 'Elsita machona', con la frente herida igual que ellos, descalza, y los muslos amoratados de las patadas. Así éramos. Así fuimos siempre. Y ahora, ellas, están ahí, de pie, demostrando sin discursos ni retóricas que estamos vivas, que podemos hacerlo igual o mejor que ellos, sencillamente, sin alharacas ni programas que hablen de compras, ventas, traspasos millonarios, entrenadores fallidos. Sí. Ellas están ahí jugando en la pantalla de colores en un país que ni siquiera sabemos bien por dónde cae. Y nosotras con ellas. Sin leyes ni discursos de igualdad mostrando que las leyes se hacen así, con el balón en los pies corriendo de un lado a otro de un campo de piedras y retando con la mirada a todos los niños que gritan tu nombre con entusiasmo o con la rabia de perder. `Elsita machona', sí, pero entusiasmados al verme meter goles frente a una portería defendida por un cachorro de veinte kilos más que yo que no sabía cómo colocarse para evitar mis carreras, mi puntería y esos goles que resonaban barranco arriba.

Ellas no están en parlamento alguno, en ninguna reunión donde se debaten temas de género, pero han mostrado a millones de personas, ignorantes y frustradas, que ser mujer no es impedimento ni carga para hacer lo que una quiera hacer en esta vida: desde el deporte hasta la política. Ellas son un ejemplo de cómo se pueden cambiar las cosas con entusiasmo, con disciplina, con tesón y con valor. Da igual que ganen o pierdan mañana. Ya han ganado y con ellas hemos ganado todas.

Elsa López

19 de agosto 2023

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