Estar vacío de emoción
Durante la niñez, la vida se presenta como una aventura a descubrir cada día, como un acertijo que ir descifrando a modo de juego inofensivo. En la infancia, la vida, misteriosa y única, no para de sorprender, de inquietar, de emocionar. Durante la adolescencia, la vida empieza a tornarse menos inocente y el juego toma tintes macabros. La vida se convierte, así, en un juego creado por adultos, un juego para adultos que no quieren jugar, un juego que sitúa a la juventud en la casilla de salida todo el tiempo y que les coloca como fichas incompletas, como humanos a medio hacer. La incertidumbre que antes asombraba, que emocionaba, ahora frena, cabrea y confunde. Durante la adultez, la vida juega con nosotros, sentimos que no podemos entrar en un juego que, aún sin intentarlo, damos por perdido. Cualquier atisbo de sentimientos ha desaparecido, ya no hay cabreo o confusión, tampoco sorpresa ni emoción, reina la apatía. Durante la vejez, la vida termina perdiendo la partida y nosotros con ella.
Actualmente nos preguntamos dónde se perdió la emoción, en qué momento concreto el juego de la vida nos arrebató la sensación de diversión, las ganas de sentir, en qué lugar se encuentra la inocencia de la infancia, en qué tiempo se coloca la confusión de la adolescencia, en qué espacio estamos nosotros. Parece que nuestra sociedad tiene miedo a sentir demasiado, asocia el sentir con la vulnerabilidad, con la flaqueza. Hoy en día, somos capaces de quitarnos la ropa, rápidamente, en privado, pero nunca somos capaces de desnudarnos, la desnudez del alma sólo toma forma de gran metáfora en la poética vital. El abrirse a sentir, a amar, nos parece un mecanismo de control emocional, un medio de coerción de la libertad individual. Parece que en eso del querer somos unos cobardes sin causa.
Así que en este mundo de valientes fingidos, de felicidad virtual, de sentimientos comprados, nos hemos coronado como los bufones del espectáculo. El mundo se ha artistizado, el espectáculo se ha colado en todos los espacios, incluso en los que antes eran privados volviéndolos públicos. Todo es visible, nos hemos convertido en parte de la cultura popular, contribuimos con nuestras publicaciones y fotos a la gran maraña de mentiras digitales. Las redes sociales, la tecnología y la digitalización han colonizado nuestras emociones, diciéndonos qué sentir y cómo sentirlo, diciéndonos cómo ser y estar, obligándonos a “vivir” a través de aquellos que seguimos en Instagram, vemos en series o programas televisivos, leemos en novelas y libros de autoayuda…Diciéndonos cuándo sufrir con sus desamores, escandalizarnos con sus engaños, reír con sus chistes o sus desgracias y, olvidando así, nuestra propia vida y lo que sentimos con respecto a ella.
Nuestras emociones personales han sido relegadas a un lugar de ausencias que es inseparable de la cultura de consumo y la industria comercial. Nuestras emociones individuales han sido arrojadas en el cajón desastre de los sentimientos que callamos. Hemos cerrado con una llave perdida todo lo que lleve delante el verbo sentir, y eso nos hace “sentir” falsamente seguros, a salvo en el arresto autoimpuesto. En este espacio de autoengaño, nos sentimos esclavos de nuestros sentimientos y dueños de nuestro silencio, así que, simplemente, le quitamos la voz a cualquier atisbo de vínculo afectivo.
Para aliviar la sensación de silencio y encierro, hemos empezado a hacer lo que mejor se nos da, comprar y gastar. Hemos empezado a comprar emociones instantáneas pensando, ingenuamente, que de esta manera podremos darle un placebo a nuestra necesidad intrínseca. Así que nos hemos vuelto compradores y consumidores compulsivos: ir de compras es adquirir una emoción efímera en forma de ropa nueva, comer en un restaurante se canjea por un vale de emoción adulterada nutricionalmente, ir al cine o al teatro es conseguir un talón reembolsable de emoción momentánea camuflada en un beneficio culturalizado. El dinero empieza a hablarnos sobre el placer fugaz y ese lenguaje capitalista se entiende universalmente.
Consumimos emociones a la misma velocidad que gastamos en ellas, esperando que siempre haya alguna nueva en oferta. Pero nuestra vida, ese juego vital que nunca quisimos jugar, experimenta la ausencia significativa de la emocionalidad y la comparte a través del significado de sentir. Las ausencias individuales y sociales empiezan a configurarnos y sus consecuencias se encarnan en nuestra piel desprovista de contacto. El “yo” en la actualidad, ese “yo” carente de emoción y sentido, trata de compensar aquello que ha perdido, pero la búsqueda frenética para saciar esa pérdida no le permite pararse a contemplar su verdadero problema: está vacío.
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