La maravilla del ‘mysterium simplicitatis’

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Permítanme, queridos lectores, que en estas nuevas celebraciones de la natividad comparta con ustedes algunas reflexiones acerca de la noción de «verdad» tomando como referencia aquellas inolvidables e iluminadoras palabras que proclamó el Cristo acerca de sí mismo: «Yo soy el camino, la verdad y la vida. Nadie llega al Padre sino por mí».

Conviene antes que nada subrayar que, tanto en las conciencias de los sujetos como en el uso corriente del lenguaje, el término «verdad» suele aparecer confundido con el término «realidad». Se piensa y se cree que la realidad es la verdad, y escuchamos de vez en cuando a algunos padres decir con firme convencimiento a sus hijos: «Hijo mío, la realidad es la realidad», como si en efecto se tratase de la verdad. Incluso, encontramos ocasiones en el habla coloquial en que ambas palabras son utilizadas como sinónimos: «en realidad/en verdad, él no tuvo culpa de nada».

Aquí intentamos hacer ver que «realidad» y «verdad» no sólo no son una misma cosa, sino que, por el contrario, son incompatibles la una con la otra. Para ello nos proponemos en primer lugar aclarar a qué nos estamos refiriendo cuándo utilizamos estos conceptos.

¿Qué es la realidad? Cabe preguntarse al modo socrático. Si acudimos a la etimología de las palabras para tratar de encontrar el significado más fiable del término, «realidad» deriva del latín «res-rei», y se utilizaba preferentemente para referirse al asunto, al tema que se estaba debatiendo en los tratos comerciales o jurídicos de los individuos del momento. Por tanto, podemos decir que la realidad es aquello de lo que se habla, y que no hay otra realidad más que la construida lingüísticamente por las palabras del vocabulario semántico de una tribu determinada, cualquiera que sea el idioma que ésta emplee. Como decía la diosa de Parménides: «pues es concebirlo/saber algo lo mismo que serlo».

Siguiendo con este razonamiento, descubrimos a través de la lógica que la realidad es una falsificación, pues es el resultado de la imposición de una definición sobre algo que era indefinido y que escapaba a conciencia o voluntad. La realidad es falsa en su pretensión de ser verdadera, de declararse ella toda, una y eterna. No, no puede ser: el sentido común desvela que ninguna cosa es del todo la que es, que no hay nada cerrado, concluido, ya que constantemente están entrando nuevos significados y continuamente están perdiéndose y alterándose otros.

¿Y qué es entonces la verdad? Pues precisamente, eso que queda sometido o subyugado bajo el nombre o concepto de la cosa, eso que hay por ahí latiendo por debajo de su significado, y que se hunde en lo desconocido, en lo que no tiene definición ni, por ende, fin. La verdad no nos pertenece, es algo puramente negativo como su acepción griega «Alétheia» (correr el velo) indica, y si acaso se nos da, es por vislumbres. Vislumbres de la falsedad de aquello que se nos entregaba como verdad sin serlo: esos tristes substitutos de vida, amor, razón y sentimiento.

¡Amigos! No corramos, por tanto, el peligro mortal de intentar ofrecer una definición de la verdad, ni tampoco aspiremos a llegar a una especie de verdad consensuada acerca de lo que es auténtico o bueno para el común, que eso ya lo sabe de sobra el pueblo. No, no se trata de establecer una nueva ley o una moral que nos permita seguir estando confortablemente instalados en las cárceles de nuestras teorías y doctrinas. Huyamos de esas vanas tentaciones, que para dar explicaciones del mundo y encontrar respuestas a preguntas que nadie ha formulado, para eso ya están los doctores de la Iglesia o de la Ciencia. Aquí bástenos con reconocer que no sabemos qué es la verdad, y que ésa es justamente su gracia, que no se sabe.

Y es precisamente porque no se sabe lo que es, por lo que decíamos al principio de estas líneas que la verdad es incompatible con la realidad, que sí se sabe, ¡y bien! lo que es. La realidad sí se sabe lo que es. Y si a alguien le quedaba alguna duda de que cómo es la realidad, ahí te vienen todos los días los medios de formación de masas a confirmártela a base de bombos y platillos. No obstante, por mucho que intenten convencernos de que «zagal, las cosas son así», siempre siguen infatigablemente naciendo niños cualesquiera que traen la razón al mundo y vienen a decirla, a balbucearla, en lucha contra la mala idea de sus progenitores y de la sociedad entera. Eso lo hacen los niños gracias a que el lenguaje no es de ellos, ni de nación ninguna, de ahí que en ellos trate de hablar el lenguaje mismo, que es el único que sabe hablar y el único que puede decir «no» a los saberes que vienen de lo Alto.

«Y el Verbo se hizo carne y habitó entre nosotros». Quizá en estas señaladas fechas navideñas logremos callarnos un poco y escuchar la maravilla de este mysterium simplicitatis que vuelve a sonar una y otra vez para recordarnos que ninguna imaginación puede abarcar el cielo, ninguna ideación puede encerrarnos.

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