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OPINIÓN | 'En el límite', por Antón Losada

CREED

Mi querencia hacia el personaje viene desde el día que asistí a ver una película que, aunque no estaba calificada para mi edad, logré ver sin mayores problemas. Rocky es la historia de un “don” NADIE, con mayúsculas, un matón de tercera categoría que un día soñó con ser boxeador, pero que la vida real se encargó de vapularlo lo suficiente como para que se olvidara de ello. Sin comerlo ni beberlo, el don nadie de buen corazón, pero cortas entendederas, será invitado a participar en un combate contra el campeón de campeones, el GRAN Apollo Creed, afroamericano que busca devolverle a un caucásico “del arroyo” la oportunidad que tuvo él, a pesar del color de su piel.

Por si no les salen las cuentas, hacía poco menos de una década que la ley de derechos civiles se había aprobado y aún resonaban las palabras del reverendo Martin Luther King Jr., tras la marcha en la ciudad de Washington, en agosto de 1963. Tener un campeón del mundo afroamericano, recién terminada la contienda del Vietnam, era un símbolo del cambio en la Norteamérica de 1976, por mucho que a la mayoría más conservadora les molestara, y vaya que sí les molestaba.

Aquella película -la cual arrasó dentro de la comunidad afroamericano y caucásica casi por igual- le supuso al actor ser nominado al mejor actor y mejor guionista, para sorpresa del personal. Con el tiempo se ha convertido en una de las mejores producciones sobre el mundo de boxeo, de cuantas se han rodado en estas últimas décadas.

Con el transcurrir de los años, Rocky Balboa tuvo tiempo de volver a pelear contra Apollo, lograr tener de nuevo aquella “mirada del tigre” -invocada, primero, por Creed cuando el potro italiano se vio las caras contra Mr-T en la tercera entrega y, luego, por el sin par “Fiti” de los Serrano nacionales-, reivindicar el mundo libre frente al decrépito e impersonal bloque del Este europeo, tratar de ser padre, entrenador, boxeador y dueño de un restaurante, “Adrian´s”, y, por último, ayudar al hijo de su mejor amigo, Apollo Creed, a ser tan buen boxeador como lo fue su progenitor.

Creed, la última película de la larga saga, arranca cuando Adonis “Donnie” Johnson, hijo ilegítimo de Apollo Creed, toca en la puerta de Rocky para que éste le ayude a ser boxeador, y no un pelele que sobrevive en un circuito alternativo de mala muerte y sin mayores expectativas que no ser noqueado por cualquier de los animales contra los que pelea. Adonis no tiene ni la actitud, ni la preparación física, ni mental necesaria para lograr su empeño y termina por ser consciente de un hecho incontestable: si quiere lograr su sueño, debe pasar por el tamiz de un hombre que antaño lo fue todo sobre el ring, pero a quien la vida ya ha colocado en furgón de cola. De ahí que sus primeras conversaciones se salden con sendas negativas por parte de Balboa.

Rocky, el potro italiano, es ya un caballo viejo y ajado, sin la chispa de antaño y cuya vida gira alrededor de su pequeño restaurante -llamado Adrian´s en memoria de su esposa- a quien visita en el cementerio, de manera regular. Los recuerdos de un pasado que lo encumbró hasta lo más alto llenan las paredes de su restaurante, lugar en el que Apollo Creed ocupa un lugar de honor y privilegio. Por añadidura, Rocky lleva años sin tener relaciones con su hijo y Adonis le recuerda esa relación que un día se quebró, dejándolo un poco más solo y enfrentándose a una vejez que, inexorablemente, nos persigue a todos los seres humanos, antes o después.

No me interpreten mal. Rocky sigue siendo aquel armario ropero de tres puestas, cuya presencia en el ring a pesar de su baja estatura imponía respeto y temor, a partes iguales. No obstante, ni su cuerpo ni su cerebro están ya para muchas aventuras, circunstancia que explica por qué el campeón termina en una habitación del hospital recibiendo tratamiento contra un cáncer.

Y es en esa degeneración, paulatina, real, sincera y sin mayores adornos en donde reside el genio de Sylvester Stallone. Su personaje ha envejecido, engordado. Ya no es aquel fibroso luchador, sino un hombre cercano a los setenta que quiere vivir sus últimos años de la mejor manera posible, como cualquiera de nosotros. Se podrá argumentar muchas cosas en contra del actor italo-estadounidense, pero no se me ocurre nadie mejor que él para interpretar la ascensión y caída de un don nadie, que como Ícaro, un día toco el cielo con la punta de sus dedos y, un segundo después, se dio de bruces contra la dura realidad.

Resultan impagables las secuencias en las que Rocky, sentado en la ya mencionada silla del hospital mientras recibe su tratamiento, entrena al futuro campeón, como si no pasara nada. Al final, Adonis le devuelve la esperanza a quien parecía que se le había acabado el tiempo y la gloria, tras las derrotas sufridas en su periplo vital. En otro cualquiera, todo esto sonaría vacío y artificial, pero en Rocky Balboa, no. Es lo mismo que cuando Adonis le presenta a su “novia”, Bianca. Ella, un tanto perpleja, replica, “¿Es tú tío? ¡Es caucásico!” Y Rocky replica “la mayoría del tiempo”. En boca de cualquier otro chirriaría, pero en boca del campeón…NO.

Rocky Balboa, como todos esos personajes que ya forman parte del imaginario de la cultura popular contemporánea -entre los que se incluye John Rambo, el veterano que le sacó las vergüenzas a un país que se apunta a todas las guerras, pero luego no se hace cargo de quienes regresan- ha logrado calar hondo en los corazones y las mentes de los espectadores por su tridimensionalidad, y por no tomarse demasiado en serio. La vida te enseña a valorar las cosas y dejar atrás todo aquello que termina por ser una carga inútil, un lastre impuesto por una errónea forma de pensar, actuar y comportarse, y que termina por anular a las personas.

Puede que, para los sesudos analistas, -siempre ávidos de alabar aquello que termina por aburrir hasta al más docto- personajes como Rocky Balboa merezcan ocupar la última fila en aquel sagrado Olimpo acuñado por la M.G.M, tan vano y artificial que ya nadie lo recuerda. Sin embargo, hace cuarenta años, Rocky Balboa demostró que hasta los “don” NADIE con mayúsculas podían tener los 15 minutos de fama a los que Andy Warhol hiciera alusión tiempo atrás. En realidad, han sido unos cuantos más y Creed, subtitulada “el legado de Rocky Balboa”, son la mejor prueba de ello.

Ignoro si los miembros de la Academia de Artes y Ciencias Cinematográficas Norteamericana tendrán las agallas de darle a Sylvester Stallone el Oscar al mejor actor secundario por su papel en Creed, y por toda una carrera. Sinceramente, lo dudo. No obstante, su personaje y su impronta permanecerán siempre en la memoria y en la retina de quienes creemos que el séptimo arte es algo más que el corralito de unos cuantos mamarrachos que se creen que sólo se debe ir a ver lo que a ellos les gusta. Me resultan tan obtusos como los hermanos Lumière, quien pensaban que su invento sería pasajero… Por eso siento tanta querencia por George Méliès, pues él SÍ supo ver las enormes posibilidades que aquel invento escondía.

© Eduardo Serradilla Sanchis, 2016

© 2016 Chartoff-Winkler Productions, Metro-Goldwyn-Mayer, Warner Bros & New Line Cinema

Mi querencia hacia el personaje viene desde el día que asistí a ver una película que, aunque no estaba calificada para mi edad, logré ver sin mayores problemas. Rocky es la historia de un “don” NADIE, con mayúsculas, un matón de tercera categoría que un día soñó con ser boxeador, pero que la vida real se encargó de vapularlo lo suficiente como para que se olvidara de ello. Sin comerlo ni beberlo, el don nadie de buen corazón, pero cortas entendederas, será invitado a participar en un combate contra el campeón de campeones, el GRAN Apollo Creed, afroamericano que busca devolverle a un caucásico “del arroyo” la oportunidad que tuvo él, a pesar del color de su piel.