Y Agwe sigue esperando a su padre: contracrónica de unas horas en La Restinga sin llegada de cayucos

Nichos con migrantes sin nombres y solo un numero y su fecha del entierro en el cementerio de La Frontera

Álvaro Morales

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Resulta chocante, pero desde las 17:30 horas de este viernes, cualquiera que llegara a La Restinga por primera vez en su vida y por la causa que fuera podría preguntarse si realmente ese es el punto más álgido y crítico de la migración desde África a Europa por mar en estos tiempos, eso que algunos ultras llaman “invasión” y siguen sintiéndose cristianos y otros describen como “crisis humanitaria” sin atender a que, más allá de las terribles muertes en el implacable Atlántico, lo crítico, en realidad, son los motivos por los que seres humanos dejan atrás a sus familias y países, arriesgando la vida simplemente para tener esperanza frente a guerras, persecuciones, miseria, hambre… Es más, por simples Derechos Humanos o esa palabra tan oxidada por algunos que casi pierde sentido: libertad.

Si no fuera por evidencias aplastantes como la presencia de dos embarcaciones enormes de Salvamento Marítimo, las carpas en el brazo principal del puerto y los dos ejemplares espeluznantes de cayucos llenos de ropa en el fondo que se exhiben en la parte sureste de este muelle de la punta sur de El Hierro, algunos se llevarían una sorpresa y casi una decepción si venían expresamente a ser testigos de algo que sale casi todos los días en los telediarios españoles. Pero sí, si el fenómeno migratorio refleja los desequilibrios y las sangrantes injusticias en este mundo de contrastes, el día a día en La Restinga también sirve de inmejorable ejemplo de los choques existenciales entre los que se hospedan en este, otrora, referente mundial del submarinismo (el anexo Mar de las Calmas, sí, ese del pretendido primer Parque Nacional acuático, es una joya más que reconocida dentro y fuera de Canarias), los que simplemente quieren disfrutar de su sol, océano dormido y sitios cercanos, como la espectacular cala de Tacorón, y los vecinos que, eso sí, saben que algo ha cambiado desde hace tiempo por estos flujos de gente desesperada.

Junto a mi pareja y mi hija pequeña, ayer llegamos a La Restinga sobre las 17:30 horas. En la bajada desde El Pinar nos topamos con varios vehículos de Cruz Roja que venían de atender a las 215 personas, a esos 215 seres humanos que arribaron por la mañana. Sí, seres humanos, y no “migrantes”, como suele definírseles desde el principio -encima, con prefijo “in” y, pa’ colmo, con el añadido de “ilegal o ”irregular“, por mucho que algunos lleven siglos, milenios, desgañitándose diciendo que ningún humano es ilegal, que somos fruto de constantes migraciones por múltiples motivos (qué decir de los canarios o de los propios guanches)-. Es con esto con lo que ya surge o se recrudece el verdadero problema que deriva luego en ese racismo impresentable y creciente, en el que se escuchan cosas en el Congreso como que por qué no son acogidos en las casas de los ”progres tan solidarios“, sin aludir en ningún caso a que la migración africana en España (la marroquí incluida) supone el 1% del total y sin apelar nunca a lo que ocurre en los aeropuertos. Ah, pero, claro, es que hay migrantes buenos y malos, de América y de la negra África… En fin…

Contrastes sin parar

Por supuesto, esos vehículos de la ONG y la imagen en el puerto de La Restinga evidencian enseguida (y más en esta etapa de mar en calma en general) el fenómeno que está desbordando a las Islas por la insolidaridad de algunos, incapaces de aceptar la distribución en sus comunidades (se usa “reparto” y también da repelús instantáneo, como si fueran mercancía y, encima, de la “mala”) 6.000 menores por mucho que luego digan tener recetas perfectas para paliar lo de la “España vaciada”, la alarmante falta de natalidad (aquí y en gran parte de Europa), los posibles desequilibrios para mantener (ya no digamos reforzar) el estado del bienestar o simplemente ser coherentes con esas creencias que hablan de un solo dios, de un mesías y un único pueblo en el mundo llamado humanidad. Pero, claro, hay colores y no es lo mismo 6.000 menores blanquitos y ucranianos (y chapeau por esa solidaridad con un país invadido por un sátrapa, asesino y mafioso) que negros (si pongo negritos, seguro que me tachan de racista) que vienen a cambiar nuestra cultura y religión, a quitarnos los trabajos y casi a las mujeres (hay mentalidades así, y ahora siento molestar al más que imprescindible feminismo).

Y, sin embargo, durante toda la tarde y noche de ayer, apenas escuchamos a gente hablar de migración en La Restinga. Algunos apuraban los últimos baños en la playita del puerto (sobre todo, niños), se echaban unas copas en la avenida marítima o esperaban para disfrutar, al poco, de la gastronomía local (esos pescados de artes tradicionales que, como en La Graciosa, marcan la historia local). Algunos negocios, por cierto, con migrantes de América como regentes, otros repletos de turistas franceses, peninsulares de mediana edad que aún han podido darse un lujo en octubre para disfrutar del buceo y de este rincón, otrora famoso por el ya difunto mero Pancho, algunos “locales” viendo al Tete ser remontado injustamente por el Zaragoza y otros, residentes y turistas mezclados, disfrutando del ciclo de cortos que, bajo el programa cultural Insularia, se exhibía en el espacio para estos eventos de la calle que baja hasta la playa y la avenida principal. 

Las contingencias de la vida 

Por lo que sea, por esas contingencias que se pueden dar o no (los pragmatistas filosóficos saben que eso es la existencia, pura contingencia), llegué justo cuando acababa un corto sobre un francés que tocaba el acordeón en Lanzarote, que fue muy aplaudido al concluir, para conocer luego la historia de Agwe, un niño que aún crece en la barriga de su madre (Mirlande, 6 meses de embarazo) y cuyo padre (François) parte de la costa de Haití hacia EEUU simplemente en busca de un futuro mejor para los suyos. Da igual el sitio de partida, da igual el destino, es la historia de cada día, la de los que vienen de África o huyen ahora de Líbano, la de los que se van de China por el régimen o la de los que no pueden hacerlo y viven en la miseria y la frustración en cualquier sitio: es la resumida historia de la humanidad. 

Al acabar, también hubo aplausos para esta cinta dirigida en 2022 por Samuel Suffren –qué apellido más acertado en este caso-. Me fui de los cortos sin que acabara su exhibición pero, unos metros más abajo, en el célebre bar El Principal, donde poco antes había sufrido con el 2-3 del Zaragoza, la música y el karaoke llevaban los contrastes al infinito. El dueño de este negocio sempiterno presume, con razón, de voz, personalidad y letras de canciones (“aunque no tenga estudios”, como repite) y lo exhibe con el micro. Entre rumbas catalanas (había turistas de esa comunidad tan variopinta y de Huesca que se iban esta mañana en avión y que llevaban días disfrutando de este pueblo de contrastes), algún toro enamorado de esa luna (en fin, sin comentarios…), sones gitanos, Rafael (aún menos comentarios, aunque cierto respeto), Pimpinela con pique improvisado con una clienta y hasta la Pantoja, La Restinga demostraba que la vida sigue, aunque el océano se llene de víctimas de algo simplemente inaceptable, pero por todo lo contrario de lo que cree y escupe la ultraderecha y buena parte de la derecha.

Por más contingencias, me quedaba muy poco para terminar el libro “Provocadores y paganos”, de Sarah Bakewell, un extraordinario compendio del, como ella misma dice, “asombroso viaje del humanismo” desde la Antigüedad. Me faltaba solo la Declaración de Ámsterdam, de 2022, del Humanismo Moderno de Humanist International, acordada en Glasgow. Un texto adaptado a estos tiempos, apéndice complementario de los Derechos Humanos de 1947 y en el que, entre muchas otras cosas, se afirma categóricamente que “rechazamos todas las formas de racismo y prejuicio y las injusticias que surgen de ellos. En cambio, buscamos promover el florecimiento y el compañerismo de la humanidad en toda su diversidad e individualidad”. Lo leí en la punta del puerto que, seguramente en pocas horas o minutos, vuelve a coger a seres humanos que quieren vivir mejor y dejar esta especie de contracrónica en papel más que mojado. Algunos llegarán muertos (antes de llegar, visitamos los nichos con números o nombres en el cementerio de La Frontera y los muchos nuevos ya preparados) o se los llevarán corriendo al hospital; otros, desconcertados, no sabrán muy bien dónde están, algunos relatarán cómo tuvieron que lanzar cuerpos de otros viajeros (incluidos familiares) al fondo del océano (las figuras de los barcos y olas en este muelle son preciosas, pero dan grima si se relacionan con esto) y muchos pensarán que se han salvado y, con ello, a sus familias, desconociendo lo que pueden sufrir, como algunas “devoluciones” o deportaciones inmediatas, hacinamiento y muestras de racismo asqueroso.

Lo cierto es que acabé el libro frente a una carpa que ponía “Fondo de Asilo, Migración e Integración de la Unión Europea” y, no sé muy bien por qué, pensé en todo/as las Agwe del mundo que esperan por sus padres o madres y hasta, miren ustedes por dónde, me emocioné e ilusioné.

Como metáfora perfecta, nos dejamos el coche abierto hasta bien entrada la madrugada y, oye, que no, que ningún migrante robó nada. Todo seguía igual, incluso mi despiste de vaivén.

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