Cuando el sol rebasa el risco de Amurga (Gran Canaria) cada 21 de marzo, sus primeros rayos iluminan en solitario un túmulo central de una de las necrópolis prehispánicas más importantes del archipiélago. Es el equinoccio, que pone en marcha los calendarios solares de los antiguos canarios.
La necrópolis de Arteara, situada junto al caserío del mismo nombre, en San Bartolomé de Tirajana, no ocupa un lugar cualquiera, ni en la geografía de Gran Canaria, ni en la historia de las sociedades que habitaron el archipiélago hasta la conquista.
Emplazada sobre un gigantesco derrumbe del barranco de Fataga, a unos 400 metros sobre el nivel del mar, consta de un millar de túmulos funerarios que se extienden por dos kilómetros cuadrados y cuyo valor se ha mantenido vivo hasta hoy en la tradición oral.
Los antiguos canarios utilizaron este cementerio durante centurias; de hecho, el carbono 14 atestigua que en ese lugar los aborígenes de la isla despidieron a sus seres queridos, al menos, desde el siglo VIII hasta el XV y de forma casi ininterrumpida.
“Eso son unos 700 años de utilización en época prehispánica. Se puede decir que cerca de treinta generaciones de los antiguos canarios fueron enterrados aquí”, explica el arqueólogo Xabier Velasco, del servicio de Patrimonio del Cabildo de Gran Canaria.
Como afirma este especialista, por sí solo, eso ya revela que este era un lugar especial para los aborígenes, que además dejaron allí uno de sus más espectaculares ejemplos del dominio que desarrollaron sobre la astronomía y los calendarios.
Solo dos días al año, hoy y el 22 o 23 de septiembre, los primeros rayos de sol que sobrepasan la montaña de Amurga se cuelan por una hendidura natural en forma de “V” e iluminan de lleno la tumba central de la necrópolis, a la que durante generaciones los lugareños han llamado “El túmulo del Rey”.
Son los dos equinoccios del año, que marcan la llegada de la primavera y el comienzo del otoño, fechas a las que algunos autores atribuyen una carga mística o religiosa (porque los antiguos canarios adoraban al sol, “Magec”), pero que, sobre todo, señalan momentos relevantes que marcaban el ritmo de una sociedad dependiente de la agricultura y la ganadería.
“Desde el Paleolítico, las poblaciones trataron de controlar el paso del tiempo, de las estaciones, algo que solo puede hacerse tomando como referencia fenómenos recurrentes, como el recorrido del sol y las estrellas”, explica Xabier Velasco.
En este caso, colocaron con precisión la tumba del “Rey” -en realidad, allí reposa desde hace trece siglos un varón de unos 18 años, amortajado con juncos- para que los primeros rayos del sol de la primavera y el otoño la iluminaran solo a ella, mientras el resto del cementerio aborigen permanece algunos minutos más en penumbra.
El fenómeno no solo es de una exactitud pasmosa -no ocurre ni un día antes, ni uno después-, sino que en Gran Canaria existen varios enclaves prehispánicos más así, “yacimientos con estrella” donde ese tipo de alardes astronómicos se repiten, tanto en los dos equinoccios del año, como en el solsticio de verano.
El observador de la Agrupación Astronómica de Gran Canaria José Carlos Gil, estudioso de la cultura aborigen, cita algunos, como la cueva de las Cuatro Puertas, en Telde, o el almogarén del Roque Bentayga, en la cumbre.
El primero es una cueva excavada en una toba volcánica donde los rayos del sol entran en el atardecer del día más largo del año y van formando una flecha que recorre el interior hasta tocar un punto horadado en la roca justo antes de desaparecer; y el segundo, un lugar sagrado (almogarén), donde la luz del amanecer se cuela en los equinoccios por una muesca en la montaña y va incidiendo sobre una serie de cazoletas abiertas en suelo.
O el más espectacular de todos, la cueva de Risco Caído, en Artenara, también en la cumbre, todo un observatorio solar, donde los rayos del sol marcan los dos equinoccios y el solsticio de verano en unas pareces decoradas con grabados en forma de “V”, que algunos expertos consideran alegorías de la fecundidad, explica Gil.
Como su colega arqueólogo, este estudioso de la astronomía subraya que el control del tiempo no era baladí: de él podía depender la supervivencia, saber cuándo había llegado el momento propicio para sembrar, acertar con el comienzo de la cosecha o estar preparado para el inicio de la época de celo del rebaño.
Esa habilitad ha pervivido hasta solo hace unas décadas en los pastores de Canarias, capaces muchos de ellos de decir sin titubear la hora del día o el momento del año con solo mirar al sol. O a las estrellas de los limpísimos cielos del archipiélago.