Nadie conserva en su memoria el instante de su primera luz. Es un alumbramiento sí, para todos menos para quien sale de la oscuridad del vientre materno y aún tarda unos segundos, a veces días, en obturar lo necesario para que esa luz no duela. Por eso nuestra mirada anda perdida esos primeros instantes en los que la vida te nace como un destello, paradójica y musicalmente, una luz cegadora, un disparo de nieve...
Descubrimos la intensidad de todos los sentidos muy pronto y somos, con el tiempo, dueños de esa magia que sucede al ver, oler, sentir, oír y saborear la vida. Pero hay que aprender a manejar y combinar semejante maquinaria pues en esa habilidad está el secreto de casi todo. Para casi todo.
“¿Qué dedo me corto que no me duela?”, decía mi abuela Juana. Se lo contaba hace algunos domingos a Ildefonso Aguilar, artista incontestable de sensible y educada mirada, afinado oído y dueño de una privilegiada conexión con la isla que habita, que es el mundo que habita. Hablábamos sobre la posibilidad de prescindir de uno de nuestros sentidos y nos fue imposible sacarnos uno. Lo que dice mucho del mérito y resiliencia de quienes, por azares de la vida, carecen del disfrute de alguno de ellos.
Pero vuelvo a la primera luz. Esa que, con la demora de la órbita de un cometa, a veces, regresa.
Regresa el destello con el primer amor. Y con el quinto. Regresa al despertar tras un largo y hospitalario sueño. Regresa e ilumina tu cara desde las páginas de un libro. Volverá con el abrazo después de la pandemia.
Pero es la del Faro de la Entallada, en la isla de Fuerteventura, la primera luz que vieron durante años, quienes desde la profundidad de sus miedos embarcaron sus vidas en la más oscura de sus noches. Ninguna oscuridad es tan grande como las de luna nueva en el océano. Ningún miedo es tan voraz como el que te consume en esas horas.
Y ninguna esperanza es tan grande como la que debieron sentir tantos seres humanos al ver aquella primera luz de la Entallada, tras las largas e incontables noches de penumbra.
Una primera luz que se repite, intermitente, en todos los faros del mundo y que en su parpadeo da pistas del rumbo a trazar a navegantes, de la altura del suelo al comandante y de la esperanza de llegar al migrante.
Esa nueva primera luz, repetida en su secuencia de latido, rescató la ilusión también de la última barcaza que puso rumbo a la isla. ¿Pero cuántas no habrán naufragado y hundido su esperanza en la abisal negrura de ese lecho?
Quién no alcanza a entender esto es que no tiene sangre en las venas... o, simplemente, le faltan luces.