Dos segundos para morir

Existen rincones en este planeta donde se guardan secretos, semillas, tesoros o la alternativa subterránea para sobrevivir al Apocalipsis. 

El Área 51, en el Desierto de Nevada, dicen, esconde los restos de naves alienígenas y a alguno de sus tripulantes.

En una de las islas del archipiélago Svalbard (Noruega) la humanidad construyó hace años un silo bajo tierra con todas las semillas cultivables por el hombre para, en caso de necesitarlo algún día, disponer de ellas para repoblar vegetalmente el planeta, tras el inevitable harakiri que nos estamos haciendo. La Bóveda del Fin del Mundo, la llaman. 

Los mormones han enterrado en una montaña de granito de Salt Lake City millones de películas en microfilm con sus historias de vida, las de sus familias. Su historia misma. 

A lo ancho y largo del planeta existen lugares en donde los gobiernos decidieron construir búnkers donde sobrevivir a las distopías de la extinción, cada vez menos distópicas: Rusia, EEUU, China...

Pero nadie ha reparado todavía en esta construcción, inaccesible desde tierra salvo para personal autorizado, visible desde el cielo de Fuerteventura, como si de una urbanización abandonada, recién terminada de construir, se tratara. Parece la mismísima nave Enterprise asomándose a la superficie como un submarino emergiendo. 

Ayer, tras varios meses calculando la mejor fórmula de acceso, salté en paracaídas sobre el centro mismo de su noche. Vestido de negro, embutido en unas mallas de ninja, como recién salido de la fábrica de Michelin, pude moverme camufladamente por esta nave del misterio echada que aparenta ser, desde el aire, esta superestructura. 

Y descubrí el pastel de lo que allí se esconde. Nadie me creerá cuando lo cuente y lo único cierto es que en cuanto revele el secreto no tardaré más de dos segundos en morir, pues quienes allí custodian la piedra filosofal, el eje de todo, las respuestas que nos faltaban, la verdad de mi hallazgo, al detenerme, insertaron una bomba en el hueco de la única muela picada que aún mantengo, que se activará ni bien diga o escriba algo. Pero no les tengo miedo. 

Las piscinas están estratégicamente colocadas imitando la ubicación de las estrellas que conforman el cinturón de Orión, espejando en el cielo esa conexión interestelar que produce el milagro que ahora cuento. Cada una de ellas esconde en su parte profunda una inscripción que, en perfecto castellano, se revela brillante en la noche oscura, como cuando uno pasa una de esas lámparas de luz ultravioleta que deja ver las huellas de un crimen o los restos de suciedad en un tejido. Así lo vi yo. Así lo leí yo. 

Fue casualidad que estuviera en el lugar y el momento adecuado para verlo, pero mi suerte es la de ustedes. Y eso es impagable. Anoche las piscinas hablaron...

Lo que allí vi resuelve el misterio de los cráteres de Siberia, el secreto de los templarios y los iluminatti, quién mató a Kennedy, por qué terminó la civilización Maya o desapareció la Atlántida, los goles que no mete la Unión Deportiva, por qué los Moais de la Isla de Pascua miran solo hacia el interior, dónde están todos los calcetines perdidos o qué esconden los agujeros negros y los bolsillos de los abrigos que van de invierno a invierno. 

Y todo eso se responde con un simple...

... me arde la boca... esto seguro es pa más calor... ¿qué es ese pitido?

¡BOOOOOOOM!

Mierda... ¡era verdad!... ni dos segundos. 

Si algo estaba claro antes de empezar es que no era ningún misterio saber cómo iba a morir. 

Moraleja: hay que mantener una buena higiene bucal. 

Y hay que ir a Fuerteventura.