Espacio de opinión de Tenerife Ahora
Acto de fe
La cuarta acepción en el Diccionario de la Real Academia de la Lengua Española sobre la palabra talento es la de “moneda de cuenta de los griegos y de los romanos”. Traemos a colación esta definición no por la relación que hay entre la destreza y el valor, sino por la mera existencia de una unidad de cuenta que se forjó necesaria para simplificar, a la vez que incrementar, el número de intercambios de bienes y servicios, con o sin naturaleza comercial, que se han llevado, se llevan y se llevarán a lo largo y ancho del mundo.
Pero no se entiende el dinero sin comprender el trueque. Este surge a partir de la especialización y del excedente, porque la primera condición para que exista intercambio es la capacidad de producir remanentes, al no ser necesario su consumo, pero sí pensar que puede ser necesario para adquirir otro tipo de bienes a modo de intercambio porque las economías de subsistencia solo permiten eso, la subsistencia. Es la posibilidad de almacenamiento lo que permite el comercio. Ahora bien, habría que ponerse de acuerdo respecto al valor de cada uno de los bienes y servicios para establecer un intercambio justo que deje a ambas partes satisfechas. Incluso con la incorporación de la plusvalía como margen corrector de las diferencias.
Con el transcurso de la historia, las sociedades ganan en complejidad y, con ellas, las actividades productivas, lo que origina una progresiva división del trabajo. Menudo lío estar referenciando cada bien o servicio sobre el resto de bienes y servicios, de ahí que la sociedad tuvo que crear un instrumento que permitiera homogeneizar todos los intercambios. Además, no siempre la otra parte necesita aquello de lo que tienes como excedentario. De esa forma se pudieron establecer intercambios cruzados entre cada vez más partes. Ya no solo eran acuerdos bilaterales, sino multilaterales.
Para ello se debiera crear algo que fuera aceptado por prácticamente todas las partes, que fuera un objeto resistente al tiempo, que pudiera ser transportado con cierta facilidad y que exigiera un respaldo en valor. Con anterioridad a la existencia del dinero en sí, se utilizaron determinados tipos de metales como medio de cambio. Incluso las monedas denominadas de curso legal terminaron por tener un respaldo en valor sobre metales preciosos en cada una de las autoridades monetarias, algo que terminó por caer, con la consabida suspensión de la convertibilidad de las monedas en oro, convirtiendo al dinero como un acto de fe sin más sostén que la confianza.
Sobre este aspecto, surge el ecosistema de las monedas virtuales, que tiene en vilo a todas las organizaciones, ya sean de naturaleza financiera, meramente administrativa o reguladora. Las criptomonedas son monedas digitales descentralizadas de un poder o región en concreto, donde su sustento, como dinero que pretende ser, se basa en la confianza telemática. Hay varias (bitcoin, ethereum, ripple, litecoin...) y se diferencian en el coste y tecnología que las sustentan. Aun así, todas las criptomonedas juntas solo constituyen apenas, y a día de hoy, el 0,2% del dinero en circulación. Pero, si siempre se colocan como ventajas su coste y privacidad, la volatilidad e insuficiente protección corrigen la efervescencia de su demanda.
En fin, no consiste en que las transacciones y especulaciones transcurren con normalidad porque un poder sobrenatural evita los males que nos acechan. Hay organismos reguladores equipados de personas. El acto de fe que llevamos a cabo con la tenencia y uso del dinero consiste en generar la confianza necesaria para arbitrar reglas comunes que ofrezcan un perfecto entendimiento porque, sobre los medios de pago, se puede ser más o menos adverso al riesgo, se puede tener más o menos información, pero recuerden que nadie da, como se dice ahora, euros a noventa céntimos. Y si no se dice, también vale.
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