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El baúl de los espejos rotos

El otro día iba andando por Madrid cuando un señor que vendía collares me paró instándome a que me quitara los cascos. Yo le había visto de lejos con cerveza en mano y pensé en él mientras me acercaba. Imaginé que le había atraído. Había quedado a escasos metros y, como es habitual en mí últimamente, llegaba tarde. Tampoco demasiado. Me dijo que haría una flor con los restos de metal que guardaba sobre el banco y que yo tenía que adivinar cuál era. Le contesté que no sabía nada de flores, y que aquel juego sería una pérdida de tiempo para él y para mí. Insistió. Lo dejé. Cuando terminó me dijo: “Venga, adivina, es muy fácil”. Ante mi silencio replicó: “Es un trébol de cuatro hojas”. “Pero eso no es una flor”, contesté. Se rió con entusiasmo, quizás más debido a la cerveza que a mi ingenio; me colocó el trébol en el cuello, y me animó a pedir un deseo.

Lo pensé durante un rato y recordé aquello de que cuando deseas mucho algo a veces se cumple. “Ten cuidado”, me dije. Luego medité sobre uno que no fuera egoísta, como cuando de pequeña, ilusa, soplaba a favor de la paz en el mundo. Al final caí en la tentación de mirarme y desearme un poco de felicidad, por qué no.

No sé cuál es el plazo de los deseos cumplidos, pero el mío desde luego quedó en aquella calle de poetas con vino y cerveza de por medio. La razón principal es que las aspiraciones que se solicitan en pleno invierno tienen el mismo potencial que un folio en blanco: toda una vida para escribirse y acabar en las tinieblas.

Ya no me importa aquel anhelo. He dejado de darle vueltas para centrarme en la memoria fallida de todos quienes hacen daño. Me asombra que casualmente sean ellos quienes olvidan con mayor facilidad, como mecanismo para no almacenar todo lo que son. Estoy harta de los hombres y las mujeres que se refugian en su ausencia de intencionalidad para justificar lo que arrasan a su alrededor. Habría que plantearse si el no querer es más bien sinónimo de no saber afrontar las consecuencias y si vivimos rodeados de niños en cuerpos adultos.

La ausencia de repercusiones ha llegado incluso a la vida pública; ahora cualquiera puede pedir perdón y continuar sus labores sin que eso repercuta en nada más allá que en su conciencia, si es que la tiene. Ese es el ejemplo ha hecho que la sociedad en su conjunto piense: “Si ellos lo hacen, yo también puedo”. Y entonces la estupidez más grande abarrota las calles, las plazas, los bares y las oficinas.

Cuántas veces me dijeron que la puta realidad era esto y cuántas veces lo desmentí con alguna sonrisa extraviada. Pero ahora sí puedo decir sin miedo: “Bienvenidos al baúl de los espejos rotos”.

El otro día iba andando por Madrid cuando un señor que vendía collares me paró instándome a que me quitara los cascos. Yo le había visto de lejos con cerveza en mano y pensé en él mientras me acercaba. Imaginé que le había atraído. Había quedado a escasos metros y, como es habitual en mí últimamente, llegaba tarde. Tampoco demasiado. Me dijo que haría una flor con los restos de metal que guardaba sobre el banco y que yo tenía que adivinar cuál era. Le contesté que no sabía nada de flores, y que aquel juego sería una pérdida de tiempo para él y para mí. Insistió. Lo dejé. Cuando terminó me dijo: “Venga, adivina, es muy fácil”. Ante mi silencio replicó: “Es un trébol de cuatro hojas”. “Pero eso no es una flor”, contesté. Se rió con entusiasmo, quizás más debido a la cerveza que a mi ingenio; me colocó el trébol en el cuello, y me animó a pedir un deseo.

Lo pensé durante un rato y recordé aquello de que cuando deseas mucho algo a veces se cumple. “Ten cuidado”, me dije. Luego medité sobre uno que no fuera egoísta, como cuando de pequeña, ilusa, soplaba a favor de la paz en el mundo. Al final caí en la tentación de mirarme y desearme un poco de felicidad, por qué no.