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OPINIÓN | 'En el límite', por Antón Losada

Desgastados

Nadie regresa intacto después de adentrarse en su propia contradicción. Se trata de un trayecto de ida en el que se pierde el avión en bucle, en el que las esperas en el aeropuerto se hacen eternas e inevitables. Nadie regresa intacto cuando se trata de explicar a uno mismo que tal vez esa incoherencia es humana. Humana y catastrófica, como todo lo que algún día tuvo que ver con las entrañas desgarradas.

Un día conocí a un tipo que sí había regresado ileso de la guerra. No me dijo cuál fue su batalla, solo que había sido ya hace algunos años y que, aunque nadie le veía las marcas, las llevaba grabadas a fuego en sus tripas. La primera vez que encontró a alguien con quien merecía compartir esas heridas sintió tanto miedo que escapó a otra contienda.

También me contó que a su regreso no pudo más que arrepentirse. Su modo de solucionarlo fue encerrarse en una habitación vacía Y de paredes blancas durante días con la única compañía de un altavoz y una libreta de tapas negras.

Cuando me narró aquel pasado no pude más que comprenderlo. La huida se me presentaba como inexplicablemente obvia. A mí me abrumaba tanto mi propia existencia que a menudo tenía que dejar de pensarla. No sabía qué lugar ocupaba en el mundo ni como ciudadano ni como hombre; me parecía entonces imposible imaginar a alguien imaginándome, pensar en alguien pensándome, querer a alguien queriéndome. Eso le pasó a aquel soldado de corazón roído. Sintió pánico al ver que un amor tan desgastado como el suyo tuviera que reconstruirse a base de conveniencia.

Él sabía, igual que lo sabía yo, que había momentos en los que no se podía evitar que la desgana se instalara en un cuerpo casi inerte; era como un parásito que decide quedarse a vivir sin pedir permiso. Así la materia putrefacta iba infectando el cerebro hasta dejarlo exhausto de tanto entendimiento.

La verdad es que el recluta y yo solo compartíamos esa inquietud, pero nos pareció suficiente como para juntarnos, esta vez en un edificio vacío, también de paredes blancas, con más altavoces y más libretas que la primera vez, con más hartazgo, menos dinero y kilómetros de tiempo.

No diré que nuestro encierro salió bien. El bien y el mal estaban al otro lado de las ruinas y ni siquiera fuimos capaces de atisbar el final de la celda. Pero sí diré que tras mil palabras escritas y millones de sonidos ahogados entendimos que las buenas personas siempre sufren; al fin y al cabo es imposible luchar contra quien no tiene escrúpulos, porque no hay arma lo suficientemente dura como para provocarle la muerte.

Después de aquel tiempo creo que las peleas de las que nunca me habló el soldado las libró en el infierno; y todos sabemos que no hay quien vuelva indemne del averno.

Nadie regresa intacto después de adentrarse en su propia contradicción. Se trata de un trayecto de ida en el que se pierde el avión en bucle, en el que las esperas en el aeropuerto se hacen eternas e inevitables. Nadie regresa intacto cuando se trata de explicar a uno mismo que tal vez esa incoherencia es humana. Humana y catastrófica, como todo lo que algún día tuvo que ver con las entrañas desgarradas.

Un día conocí a un tipo que sí había regresado ileso de la guerra. No me dijo cuál fue su batalla, solo que había sido ya hace algunos años y que, aunque nadie le veía las marcas, las llevaba grabadas a fuego en sus tripas. La primera vez que encontró a alguien con quien merecía compartir esas heridas sintió tanto miedo que escapó a otra contienda.