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Falta derribo

Definitivamente los domingos son las noches de las pesadillas eternas, de las carreras sin retorno, de la angustia injustificada. Otro domingo más me vi atrapada y sin aliento entre dos cuerpos iguales que terminaron por lanzarme a la muerte. Tras el intento de salvar a uno de ellos, este me confesó, entre risas, que, de nuevo, había caído en la trampa. Que me había arriesgado por quien no debía y que ahora no solo sería yo el cadáver, sino que arrastraría conmigo a quien había querido socorrer. Lloré mientras me empujaba por unas escaleras impolutas en las que solo quedaba el rastro de mi sangre y le pedí una oportunidad más para la maldad. Hasta que desperté.

Hay otros días que no son domingos, como los martes y los jueves, por ejemplo, que no recuerdo lo que sueño y que únicamente me despierto de madrugada cada hora con una sensación de ausencia. Es como la huella de todas las aspiraciones que me atormentan y de todos los errores que me persiguen. También hay noches, normalmente los miércoles y los viernes, que me despierto después de seis horas de sueño y dudo durante unos instantes si mi felicidad casi in(finita) fue merecida o si simplemente se me premia de la única forma que sabría asumirlo: efímera y fugazmente.

Muchas veces cavilo sobre los sueños mientras estoy despierta e imagino cómo sería escribir cartas sin destinatario ni remitente. Yo simplemente me dirigiría a quien no le dije todo lo que hubiera querido, o a quien no se lo dije de la manera en que debía, y echaría al buzón sobres con la promesa de volver a por mis letras. Aseguran en The Handmaid's Tale que lo normal es solo aquello a lo que se está acostumbrado, y con el tiempo lo habitual pasa a ser anormal. Puede que eso suceda con las palabras ausentes y las cartas trotamundos.

Puede además que ellos hicieran referencia a la capacidad que tiene el poder de darle la vuelta a la vida a través del miedo. Del talento de la autoridad para poner la verdad del revés y convertir en desierto todo lo que un día fue poema. Tal vez ellos solo hablaban del pánico que produce el abandono forzado o la falta de amor, las mentiras previas al dolor y la muerte que produce la desconfianza. Puede que solo exclamaran con pánico que ellos son como nosotros. Hasta que despierten; hasta que dejen de serlo.

Definitivamente los domingos son las noches de las pesadillas eternas, de las carreras sin retorno, de la angustia injustificada. Otro domingo más me vi atrapada y sin aliento entre dos cuerpos iguales que terminaron por lanzarme a la muerte. Tras el intento de salvar a uno de ellos, este me confesó, entre risas, que, de nuevo, había caído en la trampa. Que me había arriesgado por quien no debía y que ahora no solo sería yo el cadáver, sino que arrastraría conmigo a quien había querido socorrer. Lloré mientras me empujaba por unas escaleras impolutas en las que solo quedaba el rastro de mi sangre y le pedí una oportunidad más para la maldad. Hasta que desperté.

Hay otros días que no son domingos, como los martes y los jueves, por ejemplo, que no recuerdo lo que sueño y que únicamente me despierto de madrugada cada hora con una sensación de ausencia. Es como la huella de todas las aspiraciones que me atormentan y de todos los errores que me persiguen. También hay noches, normalmente los miércoles y los viernes, que me despierto después de seis horas de sueño y dudo durante unos instantes si mi felicidad casi in(finita) fue merecida o si simplemente se me premia de la única forma que sabría asumirlo: efímera y fugazmente.