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Juntos como hermanos

Parece que la última moda son las aglomeraciones. Esta nueva, o no tan nueva, inclinación social la llevo muy mal, yo, que amo la tranquilidad, la paz, el silencio de estar a solas con un buen libro o simplemente escuchando los pajaritos que viven alrededor de mi casa.

Por supuesto que tolero con agrado una charla compartida con un buen amigo frente a un café y me encanta juntarme con mi pandilla de amigas, pero cada vez me encuentro peor cuando tengo que meterme en un tumulto para hacer lo mismo que el resto de la gente. Siento que no encajo, me desespero. Pero ¿por qué diablos nos ha dado por masificarlo todo hasta hacer de las aglomeraciones un engendro infumable? ¿Tenemos que ganar por cantidad? ¿Es que la calidad no importa?

Como estamos en crisis, vamos y masificamos las aulas. Antes, en mis primeros tiempos de docente, ya era difícil dar una clase con once alumnos entre los cuales había uno o dos disruptivos o alguno con adaptación curricular.

Ahora ponemos veinte disruptivos en una clase de veinticinco, y el resto que está interesado en sacar sus estudios, ¡pobrecillos! Por no hablar de eso que llamamos PMAR (Programa de Mejora del Aprendizaje y el Rendimiento), que dicen que es para aquellos chicos a los que, siendo hormiguitas hacendosas, les cuesta llegar a los niveles que sus compañeros alcanzan más fácilmente y que por ello requieren atención constante e individualizada del profesor para que puedan dar su mejor fruto. Pero luego en la clase hay uno o dos alumnos con ese perfil y te la completan con quince disruptivos que ni comen ni dejan comer, lo que convierte el aula en una guardería para adultos que en nada mejora el aprendizaje ni el rendimiento.

Pero vamos a salirnos de la escuela, que si cuento lo que he venido viendo no acabo. Nos vamos a la carretera, por ejemplo, nuestra querida TF-5, “allí van a dar los señoríos derechos a se acabar e consumir”, como diría mi amigo Jorge Manrique. En una mañana normal de un día cualquiera, te puede llevar una hora o más hacer los kilómetros que van entre la gasolinera de La Matanza y el Padre Anchieta en La Laguna, que no serán más de veinte, pero nos apetece hacerlos en compañía de todos nuestros convecinos del norte.

Y si en vez de ir a trabajar, vas al hospital a un análisis, en la zona de extracciones a la misma hora pueden coincidir hasta quinientas personas (menos mal que no hay reservas en el banco de sangre, dicen). De las listas de espera de Sanidad no pienso hablar, no tengo el gusto de conocerlas siquiera, a Dios gracias.

Si vas al banco a pagar un recibo, en mesa o por cajero, más vale que te armes de paciencia, porque, entre los malos modos y las malas caras de quien tiene que atenderte, que parece que está más quemado que la pipa de un indio porque le han cargado más cometidos para sustituir su trabajo por el de una máquina, y la inmensa cola que generan algunos errores informáticos de la oficina del Consorcio de Tributos de turno (sí, señora, de esa mismita hablo), te puede pillar el Juicio Final en el intento.

Y si vas por un par de cosas al supermercado de la esquina, ves que la chica de la caja está pendiente de pesarte la fruta mientras va pasándote la compra por la cinta con una mano coordinadamente con su pie, a la vez que con la otra mano aprieta los botones del mando a distancia que abre la barrera de entrada y salida del aparcamiento (que eso lo he visto yo en mi pueblo, señora), y llama por megafonía a un compañero, que seguramente también ejerce de Superman. Mientras tanto, observamos anonadados en la cola preguntándonos si por semejante agilidad esta gente cobrará algún plus.

Pues se me hace que las colas nuestras de cada día nos parecen poco. Tenemos metido en el cuerpo un gusanillo de aglomerarnos con cualquier excusa o motivo. Una manifestación a favor de esto, una sentada en contra de aquello, una pitada denunciando lo otro, una cacerolada por lo de más allá, un escrache por lo de más acá, un entierro, una procesión, una romería, un partido de fútbol, un concierto…

Pues el pasado fin de semana tocó manifestación por el Día de la Mujer, este fin de semana toca pensionistas, estudiantes, venezolanos, interinos, mercadillos de saldos, ferias de artesanía y no sé cuántas cosas más. La gente sale a la calle con lazos de todos los colores, pancartas, banderas, estandartes, santitos, pitas, tambores, botas de vino, bufandas, plumas, hasta en cueros con tal de hacerse notar con sus reivindicaciones, que no sé si sirve o no sirve tanta aglomeración para solucionar algo, seguro que sí, y también tengo mi posicionamiento claro para mis adentros en todos los casos, pero hacer lo mismo a la vez que tanta gente y aglomerarme, es que me da una pereza…

Parece que la última moda son las aglomeraciones. Esta nueva, o no tan nueva, inclinación social la llevo muy mal, yo, que amo la tranquilidad, la paz, el silencio de estar a solas con un buen libro o simplemente escuchando los pajaritos que viven alrededor de mi casa.

Por supuesto que tolero con agrado una charla compartida con un buen amigo frente a un café y me encanta juntarme con mi pandilla de amigas, pero cada vez me encuentro peor cuando tengo que meterme en un tumulto para hacer lo mismo que el resto de la gente. Siento que no encajo, me desespero. Pero ¿por qué diablos nos ha dado por masificarlo todo hasta hacer de las aglomeraciones un engendro infumable? ¿Tenemos que ganar por cantidad? ¿Es que la calidad no importa?