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Amberes es una revista digital volcada en la divulgación de contenidos culturales y con un especial interés en los nombres y eventos de la escena santanderina.

Emulando la vocación comercial de la ciudad que le da nombre, nuestra revista aspira a transformarse en un polo de intercambio no ya de bienes tangibles, sino de una serie infinita de ideas cuyo anclaje se encuentra en las manifestaciones culturales más dispares. Nuestro propósito es acercarnos a éstas sin miedo para mediar entre ellas y nuestros lectores.

Una civilización en harapos. Del vestirse como una de las bellas artes

Aurelio Campal cosiendo en la sastrería Hermanos Campal (Nava-Asturias). | Alex Zapico

Michel Suárez

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Empeñada en reducir toda su creatividad al afán de medir y de contar, nuestra civilización permanece ciega ante un hecho ético y estético fundamental como es el de vestirse. Para muchas personas, el día no comienza como oportunidad para el ejercicio de los sentidos, como ocasión para el despliegue de una saludable vanidad que les arrime un poco de optimismo para afrontar las rutinas cotidianas. Por el contrario, como escribe Allison Laurie, «la tarea diaria de elegir la ropa que se van a poner es tediosa, opresiva o incluso espantosa».

Esta desgana generalizada se ha convertido en uno de los signos definitorios de nuestro tiempo. Pocos están por la labor del mínimo esfuerzo que no prometa una recompensa práctica inmediata. Incluso parece haber un cierto regocijo en el rechazo a la reflexión simbólica de las ropas que usamos. Lo lamentable no es la ausencia de coherencia o de unidad, de armonía o de sensibilidad, sino la deliberada delectación de vivir en un «vacío estético», no tener la sensación de estar perdiéndonos una vida más elevada (Scruton).

Como en tantos órdenes de la vida social, en la vestimenta masculina se ha impuesto un espíritu de masa que ha lastrado el libre vuelo de la personalidad. Ahora, basta con ser famoso y más moderno que nadie para atraer legiones de admiradores que aceptan sin grandes cuestionamientos la reproducción de cualquier monstruosidad. Imitando los aullidos visuales que han tomado prestados de los ídolos del espectáculo, los jóvenes, y los no tan jóvenes, han renunciado a un cultivo de sí que no cede fácilmente a las sensaciones del último grito ni a las consignas sin ton ni son lanzadas por el último influencer. Nada de autoconocimiento y estudio de las particularidades de nuestra geografía y nuestro carácter; lo que impera es el de siervo albedrio luterano a los mandamientos de los dioses de una moda fungible y antojadiza. ¿Para qué admirar a los hombres elegantes y de gusto apurado del pasado que permanecen como ejemplos al margen del tiempo y las modas? ¿Para qué dominar los códigos clásicos, los cortes, los tejidos, las teorías sobre los colores, las reglas de la composición, ahora que por fin nos hemos liberado de todas esos engorros y las combinaciones imposibles multiplican los seguidores en las redes sociales?

Veblen afirmó que cuanto más rápido se sucedían los estilos, más ofensivos eran para un gusto consolidado; así, redoblando el número de temporadas y acelerando la rotación de las tendencias, la industria de la moda se llena los bolsillos encarnizándose con fashion victims que se dan con un canto en los dientes por poder adquirir a precios escandalosos prendas que un buen conocedor no se pondría ni en carnaval.

Ningún atropello a los sentidos constituye un ya escándalo, ninguna negligencia voluntaria perturba el alma en pleno clasicismo del harapo. El resultado de esta alianza de la torpeza con la pereza y el seguidismo no puede sorprender a nadie; el esprit de finesse, el sentido pascaliano de la sutileza, ha sido devorado por la aegritudo, la tristeza de los antiguos griegos. Pero, parafraseando a Rousseau, ¿podría un panorama tan cruel “dejar de influir en el humor y en el temperamento?”

Hay que reconocer que en una época de «fans» y seguidores, la imitación, esa «hija que el pensamiento tiene con la estupidez» (Simmel), posee algunos atractivos. El más evidente es el de proporcionar al individuo «la seguridad de no hallarse sólo en sus actos», una garantía de que, pase lo que pase, siempre habrá un hueco para él en el redil. Cuando imitamos, observa Simmel, «no sólo transferimos de nosotros a los demás la exigencia de ser originales, sino también la responsabilidad por nuestra acción. De esta suerte se libra al individuo del tormento de decidir y queda convertido en un producto de grupo».

De acuerdo, pero convertirse en «producto de grupo» implica el abandono de toda esperanza de Aristeia como búsqueda de la excelencia individual, la renuncia a forjarse un nombre digo de ser recordado. Significa también ser un hombre a merced de criterios que otros deciden por él. El espectáculo de individuos permanentemente sujetos al reciclaje impuesto por las modas es, sin duda, reprobable, aunque es justo reconocer que no todos están dispuestos a descolgarse del mundo, el precio a pagar por disfrutar del más codiciado de los patrimonios: una personalidad sólida y una sensibilidad informada.

Todo esto nos conduce directamente al terreno del gusto, apasionante e inagotable discusión filosófica en la que no entraré. Citaré, no obstante, las palabras del siempre sobrio T. S. Elliot, que intentó, a su modo, arrojar luz sobre el asunto subrayando la estrecha relación entre el gusto y la calidad: «La noción de calidad fue oscurecida por la idea de que “todo es cuestión de gusto” y que el gusto sin formar del individuo se encuentra sólo moderado por el temor de ser excesivamente excéntrico o excesivamente vulgar». ¿Pero qué asidero nos resta cuando casi todo resulta «excesivamente excéntrico» o «excesivamente vulgar»? ¿Cómo hacer ver a una civilización que ha renunciado a la dimensión pedagógica de las bellas artes la superioridad de un vestuario que combina lo bello con lo útil?

Tal vez piensen que todo esto no son más que letanías de estetas desocupados y estériles censuradores. Pero el asunto reviste más gravedad de lo que parece a simple vista; por ejemplo, cabría preguntarse si esa carencia de gusto para vestirnos no nos incapacita para la formulación de juicios estéticos en otros dominios. Conozco profesores de estética y profesionales del arte que se presentan en público como si hubiesen acabado de salir de la cama. Ahora bien, «tome un hombre recién salido de la cama», observó Louis Huart en 1841, «encontrará a un individuo sin el menor valor real»; pero «dejadlo enfundarse sus ropas, y a medida en que entra en sus pantalones sentirá renacer su dignidad; al llegar al chaleco, comenzará a levantar la cabeza». Ciertamente, en nuestros días la apreciación de Huart ha perdido toda pertinencia; si el traje de tres piezas constituye una raridad, los teléfonos móviles nos conminan más a curvar la cerviz para poder hundir la cara en la pantalla que a levantar la cabeza.

Por el contrario, también he visto a individuos que se toman su tiempo para vestirse y cuidar de los detalles caer en la trampa de la superioridad moral. Son los mismos que doblan las mangas de sus chaquetas, un mensaje en clave destinado a informar a ojos educados de la procedencia artesanal de un traje cuyos ojales practicables permiten este tipo de pavoneo narcisista. «¡Cuántas cosas en el corte de un traje!», exclamaba Huart.

Y es cierto; el traje es siempre un reflejo fiel del espíritu del tiempo. ¿Podemos imaginarnos a Ticiano sugiriendo al joven aristócrata de El hombre del Guante posar en camiseta? ¿Acaso el atuendo del Retrato de Juliano de Médici de Botticelli no nos proporciona un valiosísimo testimonio sobre la suntuosidad de los banqueros florentinos del siglo XV? Y qué decir de las ropas del espléndido cuadro de Rafael, Retrato de Baltasar de Castiglione, autor, por cierto, de El Cortesano, una guía de estilo para el caballero renacentista en la que definía la sprezzatura, esa fusión de impasibilidad, gracia y desenvoltura en el vestir que los actuales caballeros italianos han llevado hasta las fronteras de lo burlesco.

Todos ellos eran hombres públicos, y, en consecuencia, conocían con exactitud el arte de la presentación, un arte del que también nos hemos desembarazado sin mayores remordimientos. Y cuando hablo de presentación no me refiero únicamente a las ropas, sino también a las pequeñas cosas de la vida cotidiana, desde la vajilla dispuesta para una cena familiar, hasta el papel en el que envolvemos el regalo de cumpleaños de un ser querido o el arreglo de las plantas en un pequeño jardín. Me refiero igualmente a esos objetos que nos vinculan con un universo material íntimo que en los momentos más críticos nos proporcionan una acogedora sensación de continuidad y estabilidad. En un libro maravilloso, Cecil Beaton rememoró los últimos momentos de la mundana Rita Lydig:

¿Qué haces? Le preguntó Mrs. con su voz velada ya por la agonía.

-Te estoy abanicando, le contestó su hermana.

- ¿Es un abanico español? Preguntó ella.

Y estas fueron sus últimas palabras. 4

Naturalmente, la señora Lydig fue considerada la «mujer más pintoresca de América». Sin embargo, no tenemos motivos para burlarnos de su actitud o tacharla de extravagante y absurda. La atención que la tradición clásica le ha prestado a la presentación pública demuestra que no se trata de un asunto menor. Isócrates exhortaba a Demónico a ser pulcro en el vestir, mientras que para Plinio el Joven el desempeño de los deberes públicos imponía «una cierta necesidad de brillo personal» que requería de la ropa adecuada. Erasmo aconsejaba no descuidar el atuendo para favorecer la relación social, y Schiller afirmó que «el interés por la apariencia de las cosas es un signo de libertad interior, porque evidencia una fuerza que es capaz de ponerse en movimiento por sí misma» .

En la actualidad, son pocos los que han retomado ese hilo de la tradición de los maestros clásicos. Uno de ellos, el escritor Gay Talese, remitiéndose a los chefs contemporáneos, ha elogiado su interés por la apariencia y el diseño de la comida, por la manera «arquitectónicamente interesante como se puede presentar la comida sobre el plato». El arte de la presentación, prosigue Talese, «tiene todo que ver con jugar con la comida, con divertirse con ella, darle nuevas formas, imaginársela de nuevo, metamorfosearla, hacer torres con ella como si fuese un montón de fichas de armar».

Curiosamente, el festival de imaginación, diversión y fantasía que celebramos en los chefs nos lo negamos a nosotros mismos en un dominio mucho más fecundo para la experimentación personal como es el de la indumentaria. Atiborramos a nuestros niños con clases de robótica y les enseñamos majaderías como confeccionar un curriculum, pero les privamos del aprendizaje de estas disciplinas del alma que, además, constituyen los pilares de la convivencia. Y por si fuera poco, las figuras públicas que deberían servir de guía y orientación se han convertido en modelos a evitar a toda costa. No perderé el tiempo refiriéndome a políticos, actores, deportistas o intelectuales. Pensemos por un momento en un icono cinematográfico como James Bond. Comparar a Roger Moore con Daniel Craig es un ejercicio altamente revelador; a pesar de algunas concesiones a la moda, especialmente los setenteros pantalones de campana, Moore permanece como un hombre fiel a un atemporal estilo clásico. Por su parte, el señor Craig ha confirmado el gusto del siglo enfundándose trajes a presión que realzan un modelo de masculinidad generosamente musculado que exuda testosterona y vulgaridad. Y no se trata simplemente de una mudanza estética, también es ética: si la ropa no viste el cuerpo, sino el espíritu, como pensaba James Laver, no es de extrañar que Bond haya abandonado el papel de refinado seductor encarnado por Moore para convertirse en un atleta sin escrúpulos embutido en una malla; en «un asesino», como apuntó el propio Roger Moore.

En definitiva, parece que hemos perdido de vista nuestra condición de Homo symbolicus, y con ella las dos grandes premisas, recíprocas e indisociables, del arte de vestirse. La primera nos advierte de que nos vestimos siempre para otros, para los demás, ya que no ofender la sensibilidad ajena constituye la base del decorum. En su De Officiis, Cicerón advirtió de que «no hay que pensar solamente en sí, sino también en los otros». Por eso, cuando nos encontramos con los demás en espacios públicos es preciso huir de «todo cuanto repugne a los ojos y a los oídos. El estar de pie, el andar, el sentarse, el recostarse en la mesa; el rostro, los ojos, el movimiento de las manos deben manifestar siempre su decoro».

Decencia mínima y testimonio de consideración por nuestros vecinos, el acto de vestirse con decoro supone además el cultivo de las virtudes cívicas que armonizan las relaciones en la polis. De modo que desatender la indumentaria constituye una falta grave contra la vida en común y contra el derecho ajeno a no verse expuesto a la grosería y la impertinencia.

La segunda premisa es más evidente; se trata de vestirse para sí, pero no en el habitual sentido narcisista, sino como búsqueda de la belleza y forja de la singularidad. Para la consecución de estos dos propósitos la «trastienda» de Montaigne, ese espacio interior donde es posible la reflexión sobre nosotros mismos, nos será de gran ayuda. Y es que solamente a partir del esfuerzo sincero por entendernos seremos capaces de expresar a través de las ropas, con naturalidad y firmeza, nuestro carácter y estado de ánimo.

En este proceso, la experiencia entendida como actividad introspectiva a la par que lúdica tiene un papel decisivo. Saber si unos zapatos viscerales o una combinación arriesgada traduce nuestra identidad demanda ensayo y error, repetición y atrevimiento. Sólo de esta forma mantendremos a flote nuestra personalidad, sin necesidad de torpedearla adoptando los estilos que imponen la publicidad, la moda y las celebridades del momento.

Lamentablemente, del mismo modo que no hemos sido educados en la tradición de lo bello, tampoco hemos sido capaces de que la pedagogía del juego se alce sobre las presiones del rigor productivista y la conquista del beneficio a cualquier precio. Si la búsqueda de la belleza es el fin, el juego debería ser el medio. En su Homo ludens Huizinga demostró que el hombre no puede prescindir del espíritu festivo porque relativiza el absurdo de vivir y nos protege de la tristeza y el aburrimiento. Y el enorme Schiller apuntó que «despreciar la apariencia estética significa despreciar todas las bellas artes cuya esencia es la apariencia», ya que «sólo ella es juego».

¿Seremos capaces de recuperar este sentido profundo del juego que en el arte de vestirse fusionaba el respeto por los otros con el deseo de singularidad y exuberancia? A juzgar por nuestras calles, la realidad se presenta poco halagüeña. «En la vida real, los harapos no se pueden ‘atravesar’ con la mirada buscando algo bonito debajo porque en sí mismos ya expresan y también crean un estado harapiento de alma», confiesa Ann Hollander. No hace demasiado tiempo las ropas delataban al hombre industrioso, al aventurero, al recatado, al arrogante; dejaban entrever si se dirigía al trabajo, a una ceremonia o a disfrutar de una tarde al aire libre. Hoy, la ropa permanece muda; el gobierno del harapo, universal y incontestable, revela nuestra incapacidad expresiva, nuestra soberana indiferencia. Nos infantiliza y nos invita a «renunciar a nuestro derecho de libertad de expresión en el lenguaje del vestido». Sintomáticamente, son raros los que consideran el arte de vestirse una cuestión de libertad de expresión, es decir, de derechos cívicos. Esta es una autocensura que nos podríamos ahorrar fácilmente: bastaría un pequeño esfuerzo por conocernos mejor y aplicarnos con esmero a esa lúdica y ancestral actividad de adornar el cuerpo.

Mucho me temo que esta es la única salida que nos resta ante un panorama tan deprimente; en realidad, este pequeño esfuerzo por desprendernos de nuestras inercias y timideces constituye un gesto verdaderamente heroico. Y es que, como sabía Oscar Wilde, no reconciliarse con el mundo y alegrarnos por romper con la mansedumbre de la civilización del harapo exige el más alto de los heroísmos: la voluntad de ser nosotros mismos.

SIMMEL, George, Filosofía de la moda, Revista de Occidente, Moda. El poder de las apariencias, N. 366, Fundación Ortega y Gasset, Madrid, 2011, p. 70.

ELLIOT, T. S., Criticar al crítico, Madrid, Alianza, 1978, p. 201.

HUART, Louis, Psysiologie du tailleur, Vignettes par Gavarni, Paris, Aubert et Compagnie, La Vigne, 1841, p. 10.

BEATON, Cecil, El espejo de la moda, Parsifal, Barcelona, 1990, p. 141.

PLINIO EL JÓVEN, Cartas, VI, 32.

SCHILLER, Friedrich, Cartas sobre la educación estética de la humanidad, carta XXVI.

TALESE, Gay, Vida de un escritor, Madrid, Alfaguara, 2012, p.108.

CICERÓN, Sobre los Deberes, I, 39-139 - I, 35-128.

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