«Además de producir cosas hermosas, la pasión rectora de mi vida ha sido y sigue siendo el odio a la civilización moderna»
Cómo me hice socialista, William Morris (1894)
William Morris es una figura histórica tan fascinante como poco conocida. Reseñar su variado currículo puede dar una idea aproximada del alcance de sus inquietudes y de por qué es interesante recuperarlo aún hoy. Morris es recordado -y ampliamente reconocido- por su faceta de diseñador en tanto que miembro destacado del Arts and CraftsMovement, que atravesó la segunda mitad del siglo XIX en Inglaterra y que tenía entre sus propósitos reivindicar el trabajo artesanal con materiales sencillos, en el que la concepción y la producción (arte y oficio) fuesen unidos,frente al industrialismo triunfante de la era victoriana y sus funestas consecuencias en la vida de las gentes.
Sin embargo, William Morris fue mucho más que el decorador de los motivos florales de inspiración medieval que tanto gustaban a la burguesía media-alta de su época. Fue, al mismo tiempo, un poeta tempranamente reconocido por The Earthly Paradise (1868-1870); fue un embelesado traductor de las sagas nórdicas islandesas, pero también de Homero y Virgilio; fue un novelista interesante, cuya utopía Noticias desde ninguna parte(1890) es de las más hermosas del género; fue pintor, aunque apenas se conserva un lienzo al óleo de su mano; creó una imprenta, la KelmscottPress, en la que, acorde con su ideario, se implicó activamente en todo el proceso de producción, haciendo labores incluso de tipógrafo; y fue, en fin, un activista social y político tenaz e incansable, primero preocupado por la conservación de los edificios antiguos, luego abrazando la causa del socialismo, ideal político que, según creía, haría posible las condiciones para el desarrollo integral de las personas, entonces reducidas a meras máquinas, alienadas y embrutecidas en el sistema fabril que ni siquiera perseguía «la producción de bienes sino la de beneficios para los privilegiados que viven de los demás».
Ante una figura tan polifacética es difícil hacer una semblanza que rinda justicia, pues no hay un momento en toda su biografía en el que no esté con los pies en múltiples lugares a la vez. William Morris nació en 1834 enel seno de una típica familia acomodada inglesa. Su vida transcurrió en paralelo a la época victoriana, lo cual dibuja un contexto marcado por la consolidación del gran capitalismo industrial y el apogeo del Imperio británico, así como de la emergencia y desarrollo del movimiento obrero inglés. En palabras del propio Morris, se trataba de una época en que «la gente inteligente estaba bastante satisfecha con la civilización (…). Esta era la mentalidad whig [liberales burgueses], propia de los modernos hombres prósperos de clase media quienes, de hecho, no tenían nada que reivindicar».
Ese contexto es clave para entender el pensamiento y la acción de Morris, a quien debemos inscribir en la tradición de pensamiento crítico de la sociedad industrial que había germinado,mezclado con una acusada sensibilidad romántica, a lo largo del siglo XIX en Inglaterra. Es el propio Morris quien nos señala algunas de sus influencias más importantes, entre las que destaca dos nombres: Thomas Carlyle (1795-1881), filósofo e historiador convencido de que la historia es el producto de las hazañas de los grandes hombres transmutados en héroes; y John Ruskin (1819-1900), artista, filósofo y crítico de arte responsable, en buena medida, del revival medievalista neogótico y soporte teórico de la Hermandad Prerrafaelita y del movimiento Arts and Crafts que, como avanzamos ya, tuvo en Morris uno de sus principales promotores. Ambos autores articulaban su crítica desde una contraposición entre la decadente y corrompida sociedad moderna y una Edad Media idealizada, plena de armonía y nobles ideales caballerescos que tristemente sería irrecuperable.
Sin renunciar a la línea estética de tintes medievales, muy presente en su poesía y sus diseños, Morris extrae las consecuencias del examen de la sociedad de su tiempo y, en lugar de refugiarse en paraísos perdidos y ensoñaciones bucólicas, dota a la crítica de contenido práctico, llevando a su taller las formas de trabajo artesanales que las fábricas de producción masiva estaban arrasando.Porque, para Morris, no se trataba sólo de crear productos de buena calidad y belleza, sino que el taller, a diferencia de lo que ocurría en las naves industriales, debía ser un lugar para la camaradería y cooperación en el que el trabajador no era un mero obrero que se fundía con la maquinaria, sino que era un artesano al estilo antiguo, implicado en todo el proceso de creación y producción de objetos. La idea era restituir la unión entre arte y trabajo que el industrialismo había escindido, impidiendo que obrero tuviera la oportunidad de ejercer sus capacidades creativas, lo que hacía de su labor algo funesto en vez de, como esperaba Morris, una fuente de arte y de felicidad.
Carlyle y Ruskin inspiraban una vez más a Morris en su concepción del trabajo. El primero hablaba de la chispa divina que ennoblece toda labor del hombre; el segundo entendía que en la satisfacción del trabajo reside la consumación de la capacidad creativa humana. La pieza que faltaba en la explicación de por qué no era posible la realización de tales ideas la encontró Morris en su lectura, hacia 1883, de El Capital, de Karl Marx, cuyo análisis social le convence de que la explotación capitalista y la degradación del arte tienen la misma raíz económica.Además, incorpora los conceptos de alienación y de fetichismo, este último clave en su análisis de lo que dio en llamar «sucedáneos», aquellos productos inauténticos de baja calidad que venían a suplir necesidades artificiales creadas por la publicidad.
Merece la pena detenerse un instante en el punto relativo a los sucedáneos. Morris dedicó una de sus más célebres conferencias a esta cuestión, que quizás sea una de las más interesantes para un lector de hoy: La Era del Sucedáneo. En primer lugar, hay que anotar que la producción de sucedáneos está directamente ligada al modo en que se trabaja en las fábricas (no artesanal), así como al creciente consumismo incentivado por la abundancia de información cifrada en clave publicitaria, aunque no sólo. Por otra parte, Morris no duda en señalar a las clases menos pudientes como principales consumidoras de estos productos porque, sencillamente, no pueden acceder a otra cosa, mientras lo que antes era lo corriente pasa a ser un producto de lujo para los ricos. Es interesante, asimismo, el hecho de que el sucedáneo no sólo se reduce objetos manufacturados, sino que es un fenómeno que se extiende a la comida («casi nadie tiene acceso hoy al pan»), las bellas artes y la literatura («abundan a tal punto que me faltaría tiempo para repasarlos») o la educación («por ahorrar dinero renunciamos a mejorar la educación pública») y la política. Así se refiere Morris, por ejemplo, al teatro:
«Me parece muy grave que la calidad de los teatros sea tan baja y que se nos impongan algunos penosos sucedáneos aun a costa del esfuerzo de muchas personas honradas y a menudo brillantes. (…) Conozco la triste explicación de este declive: la mayor parte de los ciudadanos lleva unas vidas tan tristes, desempeña labores tan mecánicas y aburridas y sus momentos de reposo son tan vacuos y casi siempre tan agotadores por culpa del exceso de trabajo que cualquier cosa que le presenten como entretenimiento servirá para atraer su atención».
Sin mucho esfuerzo podríamos cambiar «teatro» por «televisión» y el texto de Morris parecería escrito ayer y no en 1894, o en los tiempos en que Marcuse perfiló al hombre unidimensional. Al final, lo que ocurre es que
«El actual sistema basado en el sucedáneo seguirá haciendo de todos ustedes unas máquinas (…): comen como máquinas, les atienden como a máquinas, les hacen trabajar como a máquinas y les desechan como a máquinas cuando no pueden seguir funcionando».
Sólo hay dos productos que escapan a la tendencia: los «instrumentos para destruir riqueza y asesinar hombres» y «la enorme cantidad de máquinas-herramientas» destinadas a producir sucedáneos. Porque la misma civilización es un sucedáneo, pues su enfermedad es la pobreza, que es la que, a su vez, lleva a tolerar todos esos fetiches que sustituyen a los productos auténticos.
Morris no ofrece grandes soluciones más allá de reclamar el derecho a ser tratados como ciudadanos y a invocar un futuro socialismo que sentará las bases de una sociedad igualitaria en la que ni la producción ni el consumo de sucedáneos serán necesarios. Esta invocación nos permite, por otra parte, retomar el hilo donde lo habíamos dejado antes del sucedáneo.
Así pues, por las mismas fechas en que «se atreve» con Marx, Morris se hace «socialista práctico», o «socialista declarado, o sea comunista», cuando se afilia a la Federación Democrática, partido de ideas radicales que preconizaba la revolución. A pesar de su generosa y muy activa entrega a la causa, tiene desavenencias con los moderados y abandona el partido. Crea, junto a otros compañeros, la Liga Socialista, a la que representó en el Congreso de París en el que se fundó la II Internacional en 1889, en lo que constituyó el hito más destacado de su quehacer político. Su incursión en la política hay que entenderla, como antes su apuesta por recrear los modos artesanales de producción, como una consecuencia de la crítica de la sociedad industrial, como otra vía para conjurar «la maldición de sangre y hierro de nuestra época».
Como ya hemos mencionado, Morris compaginaba múltiples labores: al tiempo que participaba en mítines y manifestaciones, ejercía como conferenciante sobre diversos temas, que van desde el arte o la arquitectura hasta la tapicería. La Morris & Co., su empresa de artes decorativas, era exitosa, lo cual le garantizaba unos ingresos estables que, en buena medida, destinaba a financiar las actividades del partido. Seguía escribiendo poesía y, tras la publicación de la utopía El año 2000, de Edward Bellamy, se lanzó a componer su Noticias de ninguna parte en respuesta a lo que consideraba una exposición errónea y nociva de que habría de ser la futura sociedad comunista. En esta obra, Morris deja constancia una vez más de su concepción política, que Estela Schindel ha explicado como un «socialismo libertario a mitad de camino entre el marxismo y el anarquismo, [que] aporta al primero una concepción del arte ajena a la noción de “superestructura” e intrínseca a la producción y se distancia del segundo al promover una forma de organización mínima a través de comunas y de la cooperación».
No cabe duda de que William Morris fue un hombre de su tiempo, una de esas figuras capaces de condensar el sentir de una época a la par que marcan una considerable distancia con sus contemporáneos, tanto por cómo sintetiza la tradición recibida como por la originalidad de su legado. Morris es considerado uno de los pioneros del diseño modernista, cuya influencia se puede rastrea hasta la Bauhaus de Walter Gropius y L. Mies van der Rohe. En alguna parte se ha dicho que la variedad de facetas que desempeñó Morris han suscitado ciertas distorsiones a la hora de reclamar su legado, que se presenta desgajado del conjunto de su pensamiento social y político y, por tanto, desdentado. Es posible que se dé lo que Alberto Santamaría ha denominado «paradoja de lo cool», esto es, la «operación (nostálgica-posmoderna) basada en lo que podemos entender como estética del centro comercial», en la que, una vez limadas las aristas políticas, la apropiación de lo deseado se hace tranquilamente, eligiendo aquí y allá en la ruleta de escaparates. Sería, en este caso, convertir a Morris en un sucedáneo de Morris.