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Un desalojo exprés, 16 años de lágrimas y el derribo de un edificio vendido “por tres perras”

Calle Alta de Santander, con algunos de los edificios pendientes de derribo.

Olga Agüero

Santander —

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Los visillos blancos siguen detrás de los cristales. En el fregadero quedaron las tazas del café del desayuno. El mantel sobre la mesa y las sábanas puestas. “Hace 16 años nos echaron de nuestras casas. Nos dijeron que era temporal, que a los tres meses podríamos volver”. María del Carmen López recuerda nítidamente aquel invierno de 2008. Sonó el teléfono mientras estaba trabajando y alguien le citó con urgencia en su propia casa, en el portal del número 9 de la calle Alta de Santander. Cuando llegó allí estaban el alcalde, la policía y los bomberos. Les dieron 15 minutos para sacar sus cosas. “Fíjese, un cuarto de hora para meter toda nuestra vida en una maleta. Yo iba de una habitación a otra muy nerviosa sin saber muy bien que llevarme”, suspira.

El edificio sigue en pie casi dos décadas después, pero la vida de sus 13 vecinos se desplomó de repente. Echaron la llave y dejaron atrás muebles, electrodomésticos, fotografías de boda y de primeras comuniones colgadas de las paredes, vajillas y pertenencias que nunca han podido recuperar. Acababan de hacer una reforma del edificio, ubicado en el decadente centro histórico de Santander con unas espectaculares vistas sobre la bahía. No entendían nada del sorprendente y repentino desalojo. “Desde entonces nos han estado engañando”, afirma con impotencia María Gómez, otra de las vecinas afectadas.

A raíz del desplome de una casa que causó tres muertos en diciembre de 2007 el Ayuntamiento inspeccionó el estado de 65 edificios del Cabildo de Arriba, un barrio decrépito de viejas construcciones. El número 9 de la calle Alta estaba en el nivel 2 de riesgo junto a otros 39 inmuebles: no presentaba “problemas de estabilidad”, según el informe oficial. Pero aun así se desalojó, y fue el único que se precintó con esa calificación. El resto, otros cuatro, tenían nivel 1: riesgos estructurales que afectaban a su estabilidad, pero ni siquiera todos ellos fueron desalojados ni acabaron sucumbiendo a la piqueta. El número 25 de la calle Alta, en peor estado de riesgo 1, se ha estado rehabilitando en su totalidad durante estos años y solo queda reformar la escalera.  

Es decir, el número 9 no corría peligro inminente de colapsar según la propia valoración de los técnicos municipales, pero el Ayuntamiento consideró que podría afectarle el deterioro del número 11, un edificio vacío en la ladera sur sobre el túnel del Pasaje de Peña y con vistas a la Plaza de las Estaciones al que se accedía por un pasadizo. Así que el entonces alcalde, Ínigo de la Serna (PP), ordenó un desalojo 'exprés' del 9 y del 13. Pero, un año después, cuando aquella casa problemática se derribó, tampoco se permitió volver a sus propietarios. La presunta maniobra de prevención temporal se fue dilatando y acabó por hacerse permanente, arruinando el edificio y la vida de sus propietarios. Todavía sigue en pie, pero tras 16 años deshabitado y cerrado, su derribo se ejecutará en los próximos meses.

El principio del final

Detrás de esta condena a muerte a golpe de piqueta está la biografía de quienes lo habitaron y la decepción, las lágrimas, la ruina económica y la impotencia de unos vecinos que se sienten engañados y que se consideran víctimas. “No teníamos dinero para abogados y nos destrozaron la vida”, suspira María del Carmen López. “Nos echaron por la cara y de malas maneras de nuestras viviendas, y nuestras casas no se estaban cayendo, estaban arregladas”, añade Áureo Gutiérrez, otro de los propietarios afectados que tuvo que abandonar su piso en aquellos momentos.

Nos echaron por la cara y de malas maneras de nuestras viviendas, y nuestras casas no se estaban cayendo, estaban arregladas

“Había pasado aquella tragedia, al Ayuntamiento le debió entrar miedo y nos echó, aunque nuestros pisos estaban bien”, es la única explicación que encuentra María Gómez, propietaria del tercer piso. Ella y su marido Áureo compraron el piso en el año 1990 por seis millones y medio de pesetas de la época, aunque luego gastaron bastante más dinero en reformar la vivienda de 110 metros cuadrados con vistas a la bahía. 32 años después cogieron los 30.000 euros que les ofreció Inmobiliaria Güemes para quitarse problemas de encima.

Al poco del citado desalojo, un incendio en el edificio colindante del antiguo Palacio del Mueble –irónicamente, hoy sede de la Consejería de Vivienda de Cantabria–, perjudicó severamente el inmueble. “Nosotros ya no estábamos viviendo allí y tampoco nos dejaban entrar, así que no nos enteramos hasta tres meses después de los desperfectos que causó el agua que emplearon los bomberos para apagar el fuego”, narra María. “Las paredes de color claro de mi casa estaban verdes, los techos de todas las cocinas se habían desplomado… ahí es donde se arruinó todo”, asegura.

Todos estos años desde entonces han sido de mucho sufrimiento para estos vecinos alejados del que fue su hogar. “Se metió gente en nuestras casas y no hicieron nada. Mi marido y yo veíamos las ventanas de mi casa desde las Estaciones. Yo había dejado la persiana cerrada y ahora estaba abierta”, recuerda. “Y allí estábamos, mirando cómo otros vivían en nuestro piso cuando a nosotros no nos dejaban entrar”, afirma con pesar.

Hacía cuatro meses que Maruja Gómez, la propietaria del primero, había acabado de pagar la hipoteca de su piso, donde vivía con su marido y uno de sus cuatro hijos. “¡Con lo que me había costado, con el esfuerzo que hicimos para pagarlo!”, recuerda hoy con casi 80 años desde el apartamento de 58 metros cuadrados en El Alisal en el que fue realojada.

“Nos dijeron que era poco tiempo y nos engañaron: primero nos contaron que íbamos a volver y después que nos iban a dar un piso”, rememora. “Mi marido dijo: 'Yo he nacido en la calle Alta pero, morir, no muero aquí', y así fue, me dejó sola hace unos años”. Otros propietarios también han fallecido ya. Todos han seguido en contacto entre ellos porque fueron a vivir a pisos cercanos donde, en esta adversidad, han mantenido los lazos de otra pequeña comunidad.

Cada vez que había elecciones venían a decir que nos iban a ayudar y que ya habían mandado el dinero de Europa para nuestras casas

En el quinto piso, de 116 metros cuadrados, vivía María del Carmen López. “He echado muchas lágrimas. Me destrozó la vida. No puedo pasar por la calle Alta porque me echo a llorar”, lamenta esta madre soltera con tres hijos que, como otros propietarios del número 9, fue realojada en otro piso de 50 metros cuadrados en el barrio de El Alisal, en la periferia de Santander, donde sigue viviendo 16 años después. Habitando en esa dilatada provisionalidad, pagando un alquiler. “¡Con todo lo que me tuve que sacrificar para pagar el piso!”, suspira.

“Me cambió la vida radicalmente y nadie se preocupó de nosotros”, confiesa. “Nos decían que nos iban dar un piso nuevo pagando poco dinero, hicieron varios proyectos de reforma que tengo guardados”. Pasaban los meses y los años sin solución. “Cada vez que había elecciones venían a decir que nos iban a ayudar y que ya habían mandado el dinero de Europa para nuestras casas”, recuerda. En otro momento les presentaban un presupuesto con una presunta rehabilitación que costaba más que tirar el edificio. Mientras tanto seguían pagando casi 400 euros de IBI “sin poder vivir en la casa”. “Al final tuve que vendérselo al Ayuntamiento por tres 'perras'. Me dieron 39.000 euros”, concluye.

Su antigua vecina, María Gómez, lo tiene claro: “Yo solo pido que ahora realojen a mis vecinos en los pisos sociales que van a construir en nuestras antiguas casas. ¿Para qué meter a otras personas? Más derecho tienen ellos”, defiende, tras hacerse público el último plan de la Administración local y autonómica, que pasa por convertir los inmuebles en un solar para posteriormente edificar de nuevo un bloque de viviendas sociales.

Recelos en el barrio

Hace solo unas semanas que la alcaldesa de Santander, Gema Igual (PP), y el consejero de Vivienda del Gobierno de Cantabria, Roberto Media (PP), anunciaron el derribo de este edificio y del número 13 para construir viviendas sociales. Para ellos era una buena noticia. Para sus antiguos propietarios, una derrota. Los planes municipales despiertan recelos en un barrio que desconfía de los gestores políticos y de los promotores después de décadas de abandono y promesas de regeneración incumplidas. Los vecinos de la zona hablan de “sabotajes, intimidaciones, presiones, sospechas de incendios malintencionados y de personas conflictivas” que metían en los pisos para tratar de echar a los residentes.

Dieciséis años después, tras muchas lágrimas, los dos edificios desaparecerán en los próximos meses. Ahora son propiedad del Ayuntamiento de Santander, que lleva dos años comprando inmuebles en la zona a propietarios individuales y promotoras privadas que habían adquirido propiedades con la esperanza de hacer negocio. El Consistorio ha gastado al menos medio millón de euros en comprar todos los pisos y locales de los deshabitados portales 9 y 13 para forzar su demolición. Con Inmobiliaria Güemes, dueña de varios pisos en los números 9, 11 y 13, ha firmado un acuerdo de compra-venta para adquirirlos en lote y que se formalizará en las próximas semanas. Demoler el edificio le costará al Ayuntamiento casi 300.000 euros más. En total, se invertirá en la operación casi 800.000 euros de dinero público.

Yo solo pido que ahora realojen a mis vecinos en los pisos sociales que van a construir en nuestras antiguas casas. ¿Para qué meter a otras personas? Más derecho tienen ellos

Hace unos días sonó el teléfono del propietario de un pequeño piso en el barrio, muy cerca de donde se planea construir el nuevo bloque. Alguien que ni siquiera se identificó le ofreció 20.000 euros por él. “Nos presionan para vender por dos duros, derribar nuestras casas y hacer negocio ellos”, lamenta un vecino que en los últimos años ha invertido mucho dinero en derramas para arreglar su edificio. Ahora están reparando el tejado, aunque se muestra cauteloso: “No sabemos si cualquier día también querrán tirar nuestra casa, porque no hablan claro”, explica.

Todos los edificios tienen una historia que es la suma de las biografías de quienes los habitan. Las desdichas del número 9 de la calle Alta no son únicas. Un poco más arriba, en esa misma acera, los vecinos del número 15 temen por su futuro. Solo unos metros les separan. Aunque su edificio está arreglado y ha superado la inspección técnica los propietarios están inquietos. El barrio está acostumbrado a vivir en la incertidumbre, pero eso no ahorra sufrimiento ni preocupación. “Yo sigo viviendo aquí, pero he visto mucho dolor y muchas lágrimas que no le han importado a nadie y todavía nos piden que confiemos. ¿En quién?”, lamenta Pilar García, consciente de que la historia siempre se repite.

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