“En la guerra te encuentras al ser humano en el sentido más puro”
Paco Gómez Nadal (Murcia, 1971) es un periodista y ensayista especializado en derechos humanos con una larga trayectoria en América Latina y El Caribe. Ha trabajado y publicado en los principales medios de España, Colombia, Panamá o Nicaragua y ha colaborado en redacciones de Venezuela, Bolivia o Brasil. A lo largo de los próximos días estará en Santander, Pamplona, Zaragoza, Murcia y Madrid para presentar su último libro, titulado 'La guerra no es un relámpago', una extensa crónica periodística construida con los testimonios de más de 80 entrevistados y en base al trabajo de campo que el autor lleva realizando en el departamento colombiano del Chocó desde 1999.
La masacre de Bojayá, en la que murieron 79 personas, 48 menores de ellas menores de edad, conmovió al país suramericano en mayo de 2002 y sirve como punto de partida de una obra en la que el autor aborda las complejidades de las relaciones de la Colombia rural con la urbana, el factor racial que excluye a millones de colombianos, la guerra y sus relaciones perversas con la economía y la política, los elementos subjetivos de los actores armados y el giro político que ahora permite hablar de temas como la reconciliación, el perdón o la paz.
¿Cómo fue su desembarco profesional en América Latina?
Llegué precisamente a Colombia. En el año 1996 estaba haciendo el máster de Periodismo de El País y había que hacer prácticas. No las quería hacer en España y no las quería hacer en el Grupo Prisa. La única condición que tenía era que las prácticas fueran pagadas, así que como en aquella época no había correo electrónico, mandé un montón de cartas a medios de comunicación en Latinoamérica, y me contestó un periódico de Medellín, El Colombiano. Pagaba poco, pero algo pagaba, así que vendí mi ordenador, vendí un fax, y con ese dinero me compré el billete de avión.
Caí en Colombia con tan buena suerte periodísticamente hablando y tan fuerte en lo personal, porque era un crío de 25 años, que había una plaza en la sección de Derechos Humanos. Comencé directamente a cubrir el conflicto armado en una zona muy violenta, en la que había exterminios impresionantes. Ese fue mi primer contacto con América Latina y, después de cuatro meses allí, me fui con la sensación de que tenía que regresar lo antes posible. La guerra me rompió la cabeza, cambió todo mi imaginario, todos mis conceptos de buenos y malos cambiaron para siempre. Me fui alucinado, así que me he pasado veinte años volviendo.
Son dos décadas a medio camino entre Europa y Latinoamérica. ¿Cómo ha influido eso en su carrera?
Totalmente. Eso fue en 1996. Al año siguiente, trabajando en plantilla en El País, llegó un personaje muy peculiar, un millonario nicaragüense, que tenía un periódico muy cutre y que quería convertirlo en algo así como en El País de allí, un periódico de la transición de Nicaragua. Nos fichó a tres periodistas de El País. Como la vida hace cosas muy locas, a los tres meses de llegar, ya estaba dirigiendo ese periódico. Fue una experiencia complejísima, tanto en lo periodístico como en lo personal. Y en seguridad, porque atentaron contra mí un par de veces con tan solo 26 años. Mi entrada en Latinoamérica fue muy bestia, muy emocionante, me cambió para siempre. Todas mis lógicas, todo mi pacifismo teórico, todo mi internacionalismo, todo ello fue mutando, porque la realidad me iba cambiando la visión y tumbando los prejuicios. He cambiado mucho como persona.
¿Cómo se puede evitar la simplificación de buenos y malos cuando se cubre un conflicto armado?
En la guerra te encuentras al ser humano en el sentido más puro, en la bondad y en la maldad, aunque suene muy duro decirlo. Eso luego puedes aplicarlo a los conflictos sociales, a tu día a día en la ciudad, a cualquier situación, da igual que sea en Cuenca, en Colombia o en Argelia. Lo que te das cuenta es de que los buenos son malos y los malos son buenos. Recuerdo entrevistar a paramilitares alcoholizados, que por la mañana habían estado cortando cabezas con motosierra, y que te hablaban llorando de su mujer, de sus hijos, de la seguridad de su familia. Te das cuenta de que todo es más ambivalente de lo que pensamos.
Una vez que te niegas a encasillar, a poner etiquetas, es muy fácil hacerlo. El problema es que nos educan para poner etiquetas y los periodistas seguimos haciéndolo toda la vida. Cuando llegas a Colombia con un imaginario muy idealista, la guerrilla es lo mejor, porque luchan contra el poder. Luego encuentras a unos canallas inconmensurables que tienen otra cara muy distinta, así que empiezas a matizar. La víctima o el líder social que es un superhéroe alucinante resulta que pega a su mujer, así que tienes que matizar. Eso, que suena muy bestia hablando de la guerra, he intentado aplicarlo siempre al resto. Yo no me creo que todos los políticos son malísimos, corruptos y buscan el mal o que todos los líderes sociales son divinos. No hay que enamorarse de la fuente ni machacarla tampoco. Hay que recuperar una cosa tan básica del periodismo como es sospechar y matizar siempre. Como dice un periodista colombiano, en los detalles está la credibilidad de la historia. No digo sacar los trapos sucios, pero sí dejar la puerta abierta. Nos gusta demasiado el titular contundente.
¿Y cómo ha sido el trabajo de campo para escribir 'La guerra no es un relámpago'?
Los años de experiencia y conocimiento de un tema te aportan un bagaje impresionante que tú no eres consciente de que lo tienes. Los periodistas, por desgracia, tenemos que entrar continuamente en temas que no controlamos. Por eso nos quedamos muchas veces en la superficie, porque no tenemos más elementos. Sobre Colombia, sobre conflictos armados, sobre derechos humanos, sobre política latinoamericana, acumulo más veinte años de trabajo y formación.
Además, fue una gozada volver a hacer trabajo de campo puro y duro. Me he tirado tres meses caminando por comunidades en la selva, pateando ciudades, hice casi 90 entrevistas a campesinos, líderes, curas, guerrilleros, militares, políticos, analistas… Y la escritura del libro la hice en 45 días, clavado diez horas al día en la silla. Es el sueño de cualquier periodista: tenía material en cantidades industriales. Había que ordenarlo, buscarle un tono y una narrativa. Para mí, el libro es una gran crónica, donde mezclo diversos géneros periodísticos que permiten ir navegando desde algo muy concreto hasta intentar explicar un país. Ha sido muy intenso pero muy satisfactorio.
Ha tenido la posibilidad de presentarlo sobre el terreno, ante las propias comunidades que son protagonistas del libro. ¿Cómo ha sido esa experiencia?
Este libro ha tenido cosas muy especiales. Ha sido la primera vez que puedo “devolver” el libro. La primera presentación fue en Bojayá, en la comunidad de Bellavista, con muchas de las fuentes. Pude decir que el libro lo he escrito yo, pero que es suyo, que son sus voces las que están ahí. Fue muy emocionante comprobar que ellos se veían reflejados. El resto de presentaciones en Colombia, en ciudades como Bogotá, Cali o Medellín, han tenido muy buena acogida. No es un libro frío, porque yo me mojo, analizo, saco conclusiones. No se queda en lo simplemente descriptivo.
¿Qué ha sido lo más complicado del proceso que culmina con la publicación de este nuevo libro?
Lo más complicado ha sido hablar con las FARC. Hubo dos intentos fallidos, con dos bombardeos incluidos. Eso en lo periodístico, en la parte logística. En lo humano, lo más difícil ha sido ser fiel a esa cantidad de voces de las víctimas. A mí me daba mucho miedo el cambiar el sentido de una declaración o dar una interpretación dramática de lo que dicen, o construir personajes en lugar de hablar de personas.
Entre cada capítulo hay una historia que se repite, que es la de Leiner Palacios, que es una víctima, pero es un líder. Da la casualidad y la suerte de que ahora es miembro de la candidatura al Premio Nobel de la Paz. Hice una historia de la vida de Leiner Palacios que está escrita en primera persona, porque lo que hice en realidad fue ordenar y cortar, respetando sus palabras. Tenía mucho miedo porque es su vida puesta ahí, sobre el papel. Da respeto, pero él está muy contento y yo también. Esa parte da mucho pudor. Tuve la suerte de que las fuentes me conocían o sabían de mi trabajo previo, por eso hablaron.
¿Y hablaron con absoluta libertad?
Les costó soltarse, pero una vez que abres la lata, tienes una doble responsabilidad. Los has llevado hasta ahí y tienes que saber tratarlo periodísticamente. Incluso, en temas en los que hay que ser muy cuidadoso. En Colombia, la seguridad es muy precaria. Hay testimonios en los que tenido que poner un nombre que no es tal, localizar a las fuentes en un lugar diferente. En el año 99 viví una de las experiencias más duras de mi vida, cuando después de entrevistar a un personaje, del que no puse ubicación, pero sí su nombre real y demás, lo mataron al mes siguiente. Me sentí culpable, me sentí de todo. Recuerdo que su mujer me decía: “Usted qué ingenuo es. Él sabía que lo podían matar, pero habló porque quería”. En el libro he utilizado muchas técnicas para proteger a las fuentes, aunque es bastante directo porque la gente ha sido tremendamente valiente.
¿Cómo ve el futuro de Colombia estos días, con las conversaciones de paz en marcha?
El futuro es esperanzador y muy complicado. El posconflicto de una guerra es mucho más conflictivo que el conflicto en sí. Parece un juego de palabras, pero es así. La guerra tapona muchos conflictos sociales, personales, laborales… Todo es la guerra y la excusa de todo es la guerra. Hay una cosa que la gente no suele saber de Colombia, y es que solo el 15% de las muertes violentas son atribuibles al conflicto político, cuando el mito es que la guerra es política. Los demás muertos son causa de la violencia social, del narcotráfico, de la pobreza, de la desigualdad… Si finalmente se firma el acuerdo de paz, el problema no acabará ahí.
Tienen grupos paramilitares muy potentes en el país y ya tras la firma del anterior acuerdo, en alianza con el narcotráfico y el estado, exterminaron a más de 5.000 personas. Y luego está el hecho de que todos esos otros conflictos larvados van a aflorar. La pobreza brutal, la desigualdad entre el mundo urbano y rural, el extractivismo… Si la élite está apoyando este acuerdo de paz en Colombia es porque quiere entrar en todos los territorios controlados por la guerrilla para poner en marcha megaproyectos económicos que tienen que ver con minería, petróleo, gas, electricidad… que van a generar nuevos conflictos. Creo que el momento es muy esperanzador, porque la gente necesita que acabe la guerra, pero hay que aprender de lo que pasó en Guatemala o El Salvador, porque no es firmar y ya está, sino que ahí es donde empieza el trabajo complejo, que no es ni fácil ni rápido, y que puede prolongarse durante décadas.
¿El acuerdo debe basarse en la necesidad de reconciliación?
Hay varias patas. La reconciliación es una y es importantísima. El propio estado reconoce unos siete millones de víctimas, que ya están dando lecciones tremendas de reconciliación. Incluso las FARC lo está haciendo. Será un proceso lento, eso sí. El tema está en que debe de haber espacios políticos suficientes y, en estos momentos, no los hay. Si el posconflicto no conduce a un proceso político que permita nuevos espacios de expresión, que el disenso no sea penalizado, si no se cambia la doctrina de seguridad nacional, eso no se va a conseguir. Colombia es heredera de una cosa terrible que ocurrió en América Latina cuando Estados Unidos implantó esta lógica de que los ejércitos no son para defenderte solo del exterior, sino también para combatir al enemigo interno. Esta percepción está muy enquistada en Colombia. Si no extirpas esa doctrina militar, da igual.
De alguna manera, Colombia se aboca a un proceso constituyente amplio, largo. Se está hablando de refundar el país, la sociedad, y eso es algo muy complicado. La tercera pata sería la justicia social y económica. Es el séptimo país del mundo más desigual y, mientras no cierres esa brecha, seguirá el quiste. La última idea que subrayaría es el papel de la comunidad internacional. Hasta ahora, Colombia solo se ve como un lugar potencialmente bueno para los negocios. Las inversiones de Estados Unidos, de la Unión Europea o de España están muy encaminadas a hacer dinero. Eso es de una ceguera brutal. No digo que no se puedan hacer negocios, sino que los intereses no pueden estar en función de ese parámetro. Hay que tener en cuenta que allí están todas o casi todas las multinacionales españolas. Está todo el mundo ahí y se mueven unos intereses económicos brutales. Me preocupa un poco la independencia de la política exterior española y europea con respecto a los intereses financieros y económicos españoles y europeos. No veo altura de miras.
¿Qué opinión le merece el papel del Gobierno español en este proceso de paz?
El Gobierno español debería ser protagonista en este proceso y no lo está siendo. España ha renunciado a su papel diplomático y cultural en América Latina hace muchos años. Es más activa la Alianza Francesa o el British Council que el aparato diplomático español. Esa renuncia es terrorífica. De hecho, el país mediador en las negociaciones de paz es Noruega. España está jugando un papel muy triste, de dejación de responsabilidad. Primero, porque somos la ex metrópoli, y ahí tienes que participar por mil razones, desde culturales e históricas hasta de responsabilidad por lo que hiciste. Y segundo, desde el punto de vista egoísta, parece evidente que es el sitio natural de España. En el caso de Colombia, ha habido momentos dulces cuando hubo un embajador maravilloso como Yago Pico de Coaña, que empujó al Gobierno hacia allá, pero hace una década que nadie se preocupa y no pintamos nada en estas conversaciones de paz.
¿Hay riesgo de que el olvido a las víctimas se imponga tras el conflicto armado?
Sí, claro. Tengamos en cuenta que el acuerdo que se está firmando es entre el Gobierno y las FARC. Punto. La mesa de negociación en La Habana es entre ellos. La presión de la sociedad civil ha hecho que tengan que abrir un poquito la mesa a una representación de 60 víctimas, pero no tienen una voz autorizada. Simplemente han intentado influir. O las víctimas son protagonistas en la gestión de la paz o no habrá ningún camino. Estamos hablando de siete millones de personas en la versión más optimista. Además, la postura del Gobierno de la paz territorial, que es bien interesante, tiene que contar con las víctimas sobre el terreno. La situación no es la misma en un lugar del país que en otro. La guerra de Colombia es una guerra rural. Va a depender de la capacidad de influencia política que las víctimas sean capaces de realizar.
¿Hay margen para el optimismo, entonces?
Hay margen para el optimismo por la propia posición de las víctimas. Es preocupante que el Gobierno y las FARC quieran arreglar esto entre ellos. Ahí comparten cierta soberbia, porque consideran ambos que saben lo que conviene al país sin contar con el pueblo. Tendrán que entender que no es así.