Con la sublevación militar en marcha a partir del día 17 de julio de 1936, el territorio peninsular español quedó dividido en dos partes a medida que fueron decantándose los lugares que se mantuvieron fieles a la República y aquellos en los que triunfó el alzamiento militar golpista.
A su vez, aquel que permaneció en manos republicanas también quedó partido y sin posibilidades de comunicación por tierra, dado que el espacio que conformaban las provincias de Guipúzcoa, Vizcaya, Cantabria (entonces Santander) y Asturias en la franja septentrional resultó aislado del resto de las áreas leales al gobierno legítimo.
Por su parte, en este contexto, la ciudad de Oviedo, al triunfar allí la rebelión militar al mando del Coronel Aranda, igualmente se transformó en una solitaria isla dentro del territorio republicano del norte, que soportaría durante meses el acoso de las milicias asturianas afines a la República hasta que tropas rebeldes llegadas desde Galicia pudieron romper el cerco.
Establecido así el Frente Norte tras la toma de Irún y San Sebastián por las tropas navarras del General Mola en septiembre de 1936, cerrado con ello el paso terrestre hacia Francia, con la presión del ejército franquista desde el oeste por Galicia y desde el sur por Burgos, Palencia y León, y bloqueado por mar por barcos de los sublevados como el Almirante Cervera o el Acorazado España, la cornisa cantábrica resistió el avance rebelde a duras penas hasta finales de octubre de 1937 en que caen las ciudades de Gijón y Avilés.
Una gran mayoría de estudiosos coinciden en que durante ese periodo cada uno de los ejércitos republicanos del norte hizo la guerra por su cuenta. El teórico mando militar único fue encargado inicialmente al General Llano de la Encomienda, que rápidamente se vio sustituido por el General Gamir Ulibarri, debido a la desconfianza que desde el primer momento se generó entre el primero y el Lehendakari José Antonio Aguirre, pero lo cierto es que las tropas republicanas actuaban en cada provincia de forma sumamente autónoma.
Mientras que en Asturias y en Cantabria se adscribían ideológicamente al Frente Popular, en Vizcaya pertenecían mayoritariamente al Partido Nacionalista Vasco, de carácter conservador y católico, lo cual no hacía que la confianza y la colaboración fluyeran. En la práctica, la fuerza militar en Asturias estuvo dirigida por el sindicalista Belarmino Tomás y la montañesa por el Comandante, de ideología izquierdista, José García Vayas, mientras que las columnas vascas se pusieron al mando directamente del Estado Mayor constituido por José Antonio Aguirre y el propio gobierno vasco.
A mediados de junio de 1937, ante el empuje de las brigadas navarras, cayó el Cinturón de Hierro de Bilbao (una serie de fortificaciones que rodeaban a la capital vizcaína. Con ello, las divisiones vascas, que apoyadas por columnas asturianas y montañesas habían defendido la ciudad sin apenas artillería y aviación, no tuvieron más remedio que emprender la retirada hacia el oeste en dirección a Santander.
En Santoña y sus alrededores acabaron concentrándose varios miles de combatientes republicanos en retirada, y es entonces cuando se produce a finales de agosto de 1937 el que se denomina Pacto de Santoña, según el cual el gobierno del PNV negocia con los italianos, aliados de Franco, e independientemente del gobierno de la República, la rendición y evacuación por mar de los gudaris vascos. Este acuerdo acaba frustrándose por varias razones, entre las cuales destaca el hecho de que los barcos ingleses que habían de transportar a los soldados no llegan a tiempo y que la comandancia franquista desautoriza las negociaciones llevadas a cabo por el mando italiano. Lo que empezó siendo un acuerdo para respetar la vida de los soldados vascos finalizó como una rendición incondicional, lo cual supuso un desastre para sus propios intereses y un debilitamiento muy considerable para la República en el Frente Norte.
En los mismos días, concretamente el 26 de agosto, con un retraso de casi un mes por la ofensiva republicana de Brunete, las tropas sublevadas al mando del General Fidel Dávila entran en Santander, continuando el avance posteriormente a lo largo de la provincia hacia Asturias. Con la caída de Santander y los hechos ya mencionados de Santoña, aproximadamente unos cincuenta mil combatientes republicanos se rindieron. Nunca antes el ejército rebelde se había encontrado con una cantidad tal de prisioneros.
Alejadas las tentaciones, gracias a la amplia y escandalizada repercusión en la prensa internacional, de repetir sucesos tan terribles como los de la toma de Badajoz, en los que el ejército franquista al mando del General Yagüe ejecutó entre los días 14 y 15 agosto de 1936 a no menos de cuatro mil personas con el objeto, según propias palabras de Yagüe, de no dejar por detrás de su avance a posibles combatientes enemigos, para el ejército victorioso se imponía una gestión necesaria y urgente del enorme contingente de detenidos con los que se encontró tras la finalización de la Campaña del Norte.
Si para entonces ya existían por la geografía española en poder de los fascistas un rosario de centros improvisados de detención, fue a partir de este momento cuando el mando franquista tuvo que aplicarse en la implantación de una red formalizada de campos de concentración de prisioneros que duraría hasta mucho más allá del final de la guerra. Sin embargo, la improvisación siguió siendo en gran medida la tónica general.
En la entonces provincia de Santander, al igual que en el resto del país, se habilitó cuanto recinto o edificio fue posible: campos de fútbol, plazas de toros, fábricas, colegios, explanadas… Lugares todos en los que la masificación se impuso y las condiciones de vida para los derrotados se convirtieron en un muro difícilmente salvable, más allá de la lógica preocupación personal por sus inciertos destinos. España, que ya era un inmenso cementerio, empezaba a ser también, y durante muchos, muchos años, una cárcel descomunal.