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Avispas

Hace unos días llamó mi atención una avispa que apareció revoloteando en el interior de la estufa de leña. Era enorme y agitaba sus alas al otro lado del cristal, como si me llamase para que abriese la puerta. En lugar de abrir acerqué una linterna y comprobé que la estufa estaba llena de avispas muertas, aquello era un cementerio repleto de pequeños cadáveres atigrados que se fundían poco a poco con la ceniza. Desde la calle pude comprobar que las avispas, que parecían helicópteros, entraban y salían por lo alto de la chimenea. Así que llamé a los bomberos. Creo que tengo un nido de avispas asiáticas en casa, dije. Vamos en veinte minutos, dijeron ellos. Respondieron a mi petición de auxilio de manera proporcionada: acudieron dos camiones, uno de ellos con escala, y unos diez bomberos. Me sentí tranquilo ante el despliegue pero un poco apurado por los vecinos que miraban desde las ventanas de sus casas como si en la mía se hubiese producido un asesinato y yo fuese el asesino.

Tras vestirse con los trajes protectores dos valientes subieron en la escala y pudieron comprobar que las avispas habían hecho un nido enorme dentro de la chimenea. El nido, tal y como está ubicado, no se puede retirar, así que lo mejor serán rociarlo con gasolina y quemarlo, me explicaron. Me dio un poco de pena por las avispas pero no tardé ni un segundo en decir que sí. Y fue entonces cuando los bomberos, en una paradoja maravillosa, me pidieron un mechero. Localicé el encendedor y ellos se encargaron del resto. Me consoló que las avispas no gritaran porque el sufrimiento que uno causa pero no ve siempre es más fácil de soportar. Los bomberos, que fueron amabilísimos, se fueron y cuando entré en casa me encontré con una treintena de avispas que habían huido del incendio y habían caído en la estufa de leña. Los bomberos me habían recomendado encender la chimenea pero no tuve valor de abrir la puerta y enfrentarme a ese pequeño ejército enfurecido. El primer día pensé en matarlas de hambre pero pasadas veinticuatro horas seguían allí zumbando con una energía prodigiosa. Las observé un rato y me llegaron a parecer unos seres sofisticados y prodigiosos. Pero aquello tenía que terminar. Con una mezcla de pena, miedo y asco, me propuse acabar con ellas, ya sin intermediarios.

Fui a por un insecticida, me protegí como si fuera a entrar en la zona prohibida de Fukushima, abrí ligeramente el cenicero y eché en el interior de la estufa medio bote de veneno. No voy a describir su sufrimiento porque tampoco me quedé allí para presenciarlo. Cuando estuve seguro de que todas estaban muertas encendí la chimenea para comprobar que el tiro estaba despejado. Eche unos trozos de leña seca, prendí el fuego y fue en ese momento cuando llegó lo peor. Centenares de avispas comenzaron a zumbar enloquecidas en el interior del tubo metálico. Salí a la calle para ver si salían por lo alto de la chimenea pero ninguna escapó viva de allí. Para quitarme el mal cuerpo de encima me fui a dar un paseo con mi perro pensando en cuántas veces las personas civilizadas nos comportamos como salvajes cuando sentimos que está en peligro nuestra civilización.

Hace unos días llamó mi atención una avispa que apareció revoloteando en el interior de la estufa de leña. Era enorme y agitaba sus alas al otro lado del cristal, como si me llamase para que abriese la puerta. En lugar de abrir acerqué una linterna y comprobé que la estufa estaba llena de avispas muertas, aquello era un cementerio repleto de pequeños cadáveres atigrados que se fundían poco a poco con la ceniza. Desde la calle pude comprobar que las avispas, que parecían helicópteros, entraban y salían por lo alto de la chimenea. Así que llamé a los bomberos. Creo que tengo un nido de avispas asiáticas en casa, dije. Vamos en veinte minutos, dijeron ellos. Respondieron a mi petición de auxilio de manera proporcionada: acudieron dos camiones, uno de ellos con escala, y unos diez bomberos. Me sentí tranquilo ante el despliegue pero un poco apurado por los vecinos que miraban desde las ventanas de sus casas como si en la mía se hubiese producido un asesinato y yo fuese el asesino.

Tras vestirse con los trajes protectores dos valientes subieron en la escala y pudieron comprobar que las avispas habían hecho un nido enorme dentro de la chimenea. El nido, tal y como está ubicado, no se puede retirar, así que lo mejor serán rociarlo con gasolina y quemarlo, me explicaron. Me dio un poco de pena por las avispas pero no tardé ni un segundo en decir que sí. Y fue entonces cuando los bomberos, en una paradoja maravillosa, me pidieron un mechero. Localicé el encendedor y ellos se encargaron del resto. Me consoló que las avispas no gritaran porque el sufrimiento que uno causa pero no ve siempre es más fácil de soportar. Los bomberos, que fueron amabilísimos, se fueron y cuando entré en casa me encontré con una treintena de avispas que habían huido del incendio y habían caído en la estufa de leña. Los bomberos me habían recomendado encender la chimenea pero no tuve valor de abrir la puerta y enfrentarme a ese pequeño ejército enfurecido. El primer día pensé en matarlas de hambre pero pasadas veinticuatro horas seguían allí zumbando con una energía prodigiosa. Las observé un rato y me llegaron a parecer unos seres sofisticados y prodigiosos. Pero aquello tenía que terminar. Con una mezcla de pena, miedo y asco, me propuse acabar con ellas, ya sin intermediarios.