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La costra

No pude abrir los ojos.  Al principio pensé que seguía dormido y que era una de esas pesadillas en las que parece que te has despertado aunque, en realidad, aún estás soñando. Tras pellizcarme en varias ocasiones tuve que aceptar que estaba despierto. Con cierto temor acerqué las manos a mi cara y comprobé que sobre mis párpados había dos costras. Mis ojos han segregado algún extraño fluido por la noche y  se ha solidificado, recuerdo que pensé, una conjuntivitis aguda, seguro que es eso. Me levante con cuidado de la cama y palpando las paredes logré alcanzar el baño.  Abrí el grifo y me lavé la cara con abundante agua caliente intentando reblandecer esa sustancia. No fue posible. Era como si dos lapas se hubiesen adherido firmemente a mi cara. Traté de calmarme. No podía dejar de acariciar mis ojos y de preguntarme qué habría sucedido.  Decidí que debía ir con urgencia al hospital.

Acostumbraba a dormir desnudo, así que abrí el armario, busqué a tientas entre mi ropa y creo que me puse un pantalón azul oscuro y una camisa blanca.  Localicé unos calcetines de color indeterminado y unas playeras que intuía azules. Pese a la gravedad de la situación me apetecía ir bien conjuntado, no conviene nunca descuidar el aspecto.  Por otra parte, soy un hombre que rara vez pierde la calma. Carecía de teléfono fijo y localizar el móvil me llevó casi una hora, ya que tiendo a dejar las cosas cada día en un lugar distinto.  No puedo describir la sensación de impotencia que sentí cuando me percaté de que era imposible, sumido en una total oscuridad,  marcar número alguno sobre la pantalla táctil de mi smartphone. Además, como acostumbraba a quitar el sonido por la noche no podía saber si estaba recibiendo alguna llamada entrante que viniera a mi rescate. Cosa, por otra parte, poco probable porque no tengo mucha relación con mi familia, me relaciono lo justo con mis compañeros de trabajo y no tengo amigos.

Hundido y desolado por no poder llamar con un mínimo de dignidad a una ambulancia tuve que asumir la decisión de salir a la escalera y avanzar con cuidado hasta la casa de algún vecino y pulsar discretamente a su timbre pidiendo auxilio, algo que me daba una vergüenza espantosa. No me hacía ninguna gracia tener que mostrar mi rostro cubierto por unas costras cuyo aspecto desconocía. Avancé con cierto titubeo hacia la puerta de la casa.  Pero se hallaba cerrada, las llaves no estaban en la cerradura y no recordaba en qué lugar de la vivienda las había dejado al entrar de forma descuidada, como siempre, el día anterior al regresar del trabajo.

Desesperado, comencé entonces una penosa búsqueda por todas las estancias: recorrí  a gatas el salón, la cocina, el baño y las habitaciones, tratando de cubrir con mis manos cada centímetro cuadrado. Pero las llaves no aparecieron. Estaba incomunicado y encerrado y necesitaba ir al médico con urgencia.  Pese a la angustia me entró hambre y pensé que era mejor tener el estómago lleno antes de tomar cualquier decisión. Alcancé la nevera y encontré queso y chorizo. No me atreví a utilizar el cuchillo, por miedo a desangrarme, y comencé a alimentarme dando grandes mordiscos, como si fuera un animal.  La fatiga y el apetito saciado dieron lugar a un ligero sopor así que me tumbé en la cama con la esperanza íntima de que al despertar la sustancia que cubría mis ojos hubiese desaparecido.

No sé cuánto tiempo permanecí dormido pero recuerdo que me desperté sobresaltado porque me faltaba el aire. Me llevé las manos a la cara y comprobé con horror cómo las costras se habían extendido por mi rostro y comenzaban a taponar mis orificios nasales. Presa del terror salté de la cama y golpeándome con los muebles logré alcanzar el balcón y comencé a gritar cómo un loco: “¡Ayúdenme! ¡Ayúdenme!” Podía imaginar a los viandantes arremolinándose en la acera y mirando hacia arriba. “¡No se tire!”, dijo uno. “¡La vida es hermosa!”, dijo otro. “¡Ayúdenme!”, seguía gritando yo presa del pánico mientras intentaba arrancarme la costra, que comenzaba a parecer ya una máscara, con mis propias manos.  

Pasados unos minutos comenzaron a aporrear la puerta. “¡Abra, somos la policía!”, escuché.  “No puedo, no puedo”, sollozaba yo totalmente dominado por el pánico. “Estoy ciego, me ahogo, me ahogo, dense prisa”, me lamentaba mientras las lágrimas se quedaban retenidas entre mis pupilas y los párpados generando una presión que no podía soportar. Fue entonces cuando escuché un gran estruendo e intuí que habían forzado la cerradura.  En ese momento me encontraba arrodillado frente a la puerta, levanté la cabeza como si pudiese mirar agradecido a mis salvadores. “Qué asco”, no pudo evitar decir uno de ellos nada más verme. “Por Dios”, exclamó otro. Me levanté con dificultad y me dirigí hacia al lugar del que procedían las voces. “¡No se acerque!, ¡que no se acerque!”, me advirtieron. Pero yo no era capaz ya de detenerme.  De pronto, sentí un golpe terrible en la cabeza que me hizo perder el equilibrio y con el que estuve a punto de perder el conocimiento. “Puede ser contagioso”, escuché.  Y después percibí cómo cerraban de nuevo la puerta dejándome encerrado en mi propia casa.

Han pasado un par de semanas y aquí me encuentro. De cuando en cuando me dejan un poco de comida. Un policía vigila al otro lado para que ningún loco que quiera ayudarme pueda romper el precinto. En este tiempo he podido comprobar cómo la costra crece solo mientras estoy dormido, así que trato de permanecer despierto todo lo posible. Durante las cabezadas que no he podido evitar la máscara ha progresado hasta cubrir los oídos y la nariz. Ya roza la comisura de mis labios. No veo nada y nada escucho. Respiro por la boca y tengo la garganta reseca. Me toco de forma obsesiva la costra y a veces me quedo delante del espejo del baño como si de alguna forma pudiera adivinar mi aspecto. Abatido, he encontrado un cuaderno y un bolígrafo. Rezo para que sus páginas estén en blanco, me esfuerzo para que los renglones no se tuerzan. Escribo a ciegas.

No pude abrir los ojos.  Al principio pensé que seguía dormido y que era una de esas pesadillas en las que parece que te has despertado aunque, en realidad, aún estás soñando. Tras pellizcarme en varias ocasiones tuve que aceptar que estaba despierto. Con cierto temor acerqué las manos a mi cara y comprobé que sobre mis párpados había dos costras. Mis ojos han segregado algún extraño fluido por la noche y  se ha solidificado, recuerdo que pensé, una conjuntivitis aguda, seguro que es eso. Me levante con cuidado de la cama y palpando las paredes logré alcanzar el baño.  Abrí el grifo y me lavé la cara con abundante agua caliente intentando reblandecer esa sustancia. No fue posible. Era como si dos lapas se hubiesen adherido firmemente a mi cara. Traté de calmarme. No podía dejar de acariciar mis ojos y de preguntarme qué habría sucedido.  Decidí que debía ir con urgencia al hospital.

Acostumbraba a dormir desnudo, así que abrí el armario, busqué a tientas entre mi ropa y creo que me puse un pantalón azul oscuro y una camisa blanca.  Localicé unos calcetines de color indeterminado y unas playeras que intuía azules. Pese a la gravedad de la situación me apetecía ir bien conjuntado, no conviene nunca descuidar el aspecto.  Por otra parte, soy un hombre que rara vez pierde la calma. Carecía de teléfono fijo y localizar el móvil me llevó casi una hora, ya que tiendo a dejar las cosas cada día en un lugar distinto.  No puedo describir la sensación de impotencia que sentí cuando me percaté de que era imposible, sumido en una total oscuridad,  marcar número alguno sobre la pantalla táctil de mi smartphone. Además, como acostumbraba a quitar el sonido por la noche no podía saber si estaba recibiendo alguna llamada entrante que viniera a mi rescate. Cosa, por otra parte, poco probable porque no tengo mucha relación con mi familia, me relaciono lo justo con mis compañeros de trabajo y no tengo amigos.