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De cuentos y realidades

El último libro que he leído, El cuento de la criada, me ha dejado –además de asombrada por la prosa aguda y en apariencia sencilla de Atwood– pensando en cómo un mundo distópico que parece aberrante e imposible de reproducirse en la sociedad en que vivimos, que se mueve hacia la igualdad entre hombres y mujeres, puede sin embargo tener ciertas similitudes con nuestra realidad.

En la novela, la sociedad está dividida en castas, los hombres según su riqueza y las mujeres según sus capacidades reproductivas. La protagonista, Defred, es una criada, una mujer fértil que se ha convertido en un útero andante, una vasija donde guardar fetos fecundados por sus dueños, los comandantes, que son los hombres más ricos, los que ostentan el poder en la sociedad, y tienen derecho a una esposa –o cuidadora de bebés–, una criada –o esclava sexual– y sirvientas. El día que esos bebés nacen son dados a otras mujeres, las esposas de los comandantes, para que los cuiden junto a las sirvientas, todas ellas estériles por culpa de una epidemia de infertilidad, derivada de la polución, los vertidos tóxicos y otros factores que ahora no vienen al caso.

Se trata de una sociedad teocrática muy puritana con una doble moral. Existen prostíbulos, que se saltan las normas y están protegidos por los comandantes. A algunos de ellos les gusta llevar a sus criadas, vestirlas con ropas provocativas y violarlas –imaginándose que el sexo es consensual. Como muchos de los comandantes también son estériles, hay una red clandestina de favores de otros hombres de menor rango –médicos, guardianes, sirvientes– que se ofrecen a fecundar a las criadas, una iniciativa secundada por algunas esposas de los comandantes para obtener el preciado bebé.

En el cuento todo el sistema de la sociedad gira alrededor de la posesión del cuerpo de la mujer y su única función en la vida: procrear. Se trata, como digo, de una sociedad distópica con unas prácticas que nos pueden parecer descabelladas, pero están construidas sobre escenarios reales de nuestro mundo. En España, sin ir más lejos, existen los roles de género por los que las mujeres son las que se ocupan a menudo de niños y mayores, y los hombres son los que trabajan con más frecuencia fuera de casa y los que mayoritariamente deciden sobre temas que nos afectan a todos o solo a las mujeres, existe la violencia machista en muchas y diversas formas, existe la explotación de la mujer en el terreno laboral y existen también los prostíbulos.

Por suerte, en España, mientras sigue habiendo una cultura y algunas leyes que mantienen la desigualdad entre hombres y mujeres y someten los cuerpos de las mujeres utilizándolos como herramienta de control de la sociedad, hay muchas personas promoviendo la igualdad de género. También hay medidas políticas que han apoyado la igualdad de género como la Ley de Igualdad de 2007 –aunque en este momento está estancada por falta de voluntad política–, o que intentan frenar la violencia machista como el nuevo Pacto de Estado contra la Violencia de Género –que aún no se ha puesto en marcha por falta de financiación.

Y mientras, tenemos mucho por hacer: los hombres solo tienen cinco semanas de baja de paternidad –esta medida no se implementará hasta que se aprueben los presupuestos generales de este año– y la mujer dieciséis semanas. La brecha salarial entre hombres y mujeres es de 22,86% comparando los salarios anuales brutos a nivel nacional, y Cantabria la lidera con seis puntos más que la media española (28,92%). La violencia machista segó la vida de 49 mujeres en 2017. Los prostíbulos están dispersos por todo el territorio español disfrazados de hostales o clubes de alterne –algunos incluso se intentan promocionar en eventos a favor de la igualdad género, como el reciente caso de la velada de boxeo de Camargo.

Con frecuencia me preguntan, por aquello de que vivo en Reikiavik, si es verdad que Islandia es el mejor país para vivir si eres mujer. Para ser sincera, hay días que respondo que sí y otros que no –es como cuando me preguntan si hace mucho frío en Reikiavik; depende de con qué lo compares, así que intento ser creativa–.

En Islandia también hay estereotipos, también hay roles de género. Hay más igualdad que en España, sí, pero los hombres y las mujeres siguen sin estar totalmente equiparados. En Reikiavik hace frío, sí, definitivamente más que en Alicante en cualquier época del año, pero menos que en la provincia de Guadalajara en invierno. Es cierto que es una sociedad en la que los derechos y las obligaciones están más a la par para hombres y mujeres y esto es gracias, en gran parte, a las leyes y medidas que tratan de avanzar al mismo ritmo que la sociedad. Las leyes son una forma muy poderosa de transformar la sociedad, de generar el progreso necesario que, junto con otras acciones sociales, fomente la igualdad entre el hombre y la mujer, es decir, avance en el camino del feminismo.

¿Qué han hecho los islandeses con sus leyes para acortar estas diferencias entre hombres y mujeres? Puesto que tanto los hombres como las mujeres quieren participar en el cuidado de sus bebés –al fin y al cabo, son padres los dos– la ley de baja de paternidad/maternidad en Islandia tiene una duración total de nueve meses. Tres meses intransferibles para cada integrante de la pareja y tres meses que se pueden repartir. Puesto que el Gobierno se ha tomado en serio equiparar los salarios de hombres y mujeres –vieron que si no actuaban la brecha salarial, que en 2016 estaba alrededor del 16% de media al mes, no se cerraría hasta dentro de 122 años– acaba de aprobar una ley de igualdad salarial con la que esperan cerrar esta brecha en 2022. Islandia también tiene casos de violencia machista –alrededor de 650 de violencia denunciados cada año y un feminicidio en 2017. Desde 2012, cuando una mujer llama a la policía por un caso de violencia doméstica, un equipo de policías, abogados, trabajadores sociales, médicos y trabajadores de protección infantil se desplaza inmediatamente a su casa para apoyarla. Con esto están consiguiendo que haya más mujeres que denuncian los malos tratos porque se sienten con más confianza para hacerlo. Finalmente, pagar por sexo es ilegal en Islandia, en vez de penalizar a las trabajadoras sexuales –que en muchas ocasiones se ven forzadas a ejercer la prostitución– la ley criminaliza a aquellos que pagan por sexo y a terceras partes implicadas. Además, los prostíbulos son ilegales, es decir, ilegales de verdad, no se disfrazan como establecimientos hosteleros, simplemente no existen. Tampoco los clubes de striptease.

Cada vez somos más mujeres y hombres los que nos respetamos mutuamente y queremos igualdad, por eso, exigimos un desarrollo efectivo de nuestras leyes que asegure la equidad de derechos y obligaciones de todos los ciudadanos, sean hombres o mujeres, y un futuro más igualitario para las siguientes generaciones. “Pensábamos que haríamos que todo fuera mejor”, le dice el comandante a Defred refiriéndose a la nueva sociedad que han creado. “¿Mejor?”, repite ella en voz baja. “Mejor nunca significa mejor para todos, para algunos siempre es peor”, responde él.

Ni mejor ni peor, queremos que nuestra sociedad sea justa, que sea igualitaria.

El último libro que he leído, El cuento de la criada, me ha dejado –además de asombrada por la prosa aguda y en apariencia sencilla de Atwood– pensando en cómo un mundo distópico que parece aberrante e imposible de reproducirse en la sociedad en que vivimos, que se mueve hacia la igualdad entre hombres y mujeres, puede sin embargo tener ciertas similitudes con nuestra realidad.

En la novela, la sociedad está dividida en castas, los hombres según su riqueza y las mujeres según sus capacidades reproductivas. La protagonista, Defred, es una criada, una mujer fértil que se ha convertido en un útero andante, una vasija donde guardar fetos fecundados por sus dueños, los comandantes, que son los hombres más ricos, los que ostentan el poder en la sociedad, y tienen derecho a una esposa –o cuidadora de bebés–, una criada –o esclava sexual– y sirvientas. El día que esos bebés nacen son dados a otras mujeres, las esposas de los comandantes, para que los cuiden junto a las sirvientas, todas ellas estériles por culpa de una epidemia de infertilidad, derivada de la polución, los vertidos tóxicos y otros factores que ahora no vienen al caso.