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Una A es una vaca

Nunca faltan desgracias de las que condolerse ni, me temo, de las que sentirse parcialmente corresponsable. Ahora la de los sirios que huyen es tan dramática y próxima que cuesta pensar que se pueda hablar de otra cosa, como si no pasara nada. Pero, claro, pasan muchas otras cosas. Afortunadamente hay muchas voces que cuentan con claridad de la suerte de quienes claman a las puertas de un continente inclemente, y lo hacen con más lógica y acierto del que yo podría desplegar. Por ejemplo, recientemente y sin necesidad de salir de este medio, Paco Gómez Nadal ('Sobre lo insoportable'). Dicho abiertamente lo que es necesario decir, déjenme que argumente por los alrededores, por si a alguien le quedara una fibra a la que no se pueda acceder directamente, pero que resulte sensible a un acercamiento lateral.

Por el lado de Grecia han llegado muchas veces las mismas gentes a este continente que ahora los rechaza: fueron ellos quienes lo bautizaron con el nombre que todavía tiene, fueron ellos quienes nos enseñaron a escribirlo. Llámeselos cananeos o fenicios, a elegir: pueblos semitas que vivían en Siria - Palestina.

Raptada por el mismísimo Zeus, fue Europa, hija del rey de Sidón, convertida en reina de Creta, la que nos dio el nombre. Y fue su hermano Cadmo el que trajo el alfabeto a Grecia en el siglo VIII a. e. c. (antes de la era común), lo que permitió que los griegos escribieran a toda prisa La Iliada y La Odisea, que llevaban quinientos años recitando de memoria. Lo cuenta más o menos así Herodoto, “el padre de la Historia”. (Cierto que con la misma frecuencia se le apoda “el padre de las mentiras”, pero en este caso los que saben le dan la razón).

¿Y quién enseñó a los semitas el alfabeto? Pues nadie: lo inventaron ellos. En esa franja Siria - Palestina, hacia 1800 a. e. c. aparecen las primeras inscripciones en piedra de una escritura distinta a todas las anteriores, que eran silabarios y no alfabetos. Algún especialista ha especulado con la posibilidad de que la inventara un niño, aburrido de estudiar durante años la complicadísima escritura silábica, que tiene cientos de signos. Ese hipotético niño inteligentísimo crea una escritura con solo 22, y usa una sencilla regla mnemotécnica para recordarlo. La regla consiste en que cada signo representa algo conocido y se lee con el primer sonido que forma su nombre. A esto los técnicos llaman principio de acrofonía y su eficacia es tal que se sigue usando en las cartillas escolares, donde se dibuja un avión al lado de la A, un barco junto a la B…

Así la primera letra del alfabeto es la A, primer sonido de la palabra alif, que significa buey en las lenguas semíticas antiguas y en las contemporáneas. Y el símbolo representa claramente la cabeza de una res, que fue girando y cambiando bastante libremente hasta quedar codificada como la conocemos siglos más tarde.

Parecería que el niño, o quien fuera que inventara el alfabeto, hubiera leído en 1800 a. e. c. al psicólogo Abraham Maslow, que en 1970 enunció por orden descendiente de urgencia las necesidades que los humanos luchamos por satisfacer: en primer lugar la alimentación, y ahí está la vaca, que da nombre a la A. Luego, la protección, el refugio: la casa, en semítico beth: la B. El tercer lugar lo ocupa el amor y la pertenencia a algo externo a nosotros: la C viene del camello (gamal: la relación entre C y G da para otro artículo).

Porque los nombres de las letras en semita son también nombres de cosas, de modo que podemos identificar con certeza muchas de las 22 letras originales. Alif es la letra A y una vaca. Al entrar en Europa, por Grecia, esta correspondencia se pierde: en el alfabeto griego alfa es el nombre de la letra A, pero nada más.

El alfabeto es la herramienta más poderosa de todas. No solo sirve para escribir, también nos sirve para ordenar cualquier cosa. Empezando por las mismas palabras, ¿sabe usted cómo se ordena un diccionario chino?

Las letras del alfabeto llegaron a ser 26 en Roma, lo que explica el discurso (más optimista que fanfarrón) del impresor estadounidense Benjamin Franklin: “Con 26 soldados de plomo conquistaré el mundo”. Pero no, nadie ha conseguido tal hazaña… ni siquiera Shakespeare, que es quien más se ha acercado: ha conquistado todas las series de éxito de la televisión. (Pero esto también es otro artículo).

No, nada hecho con letras ha conquistado el mundo. Pero nosotros, que tanto las usamos, que pagamos millones por tecnología moderna que no existiría sin ellas, ¿no podríamos conquistar la convicción de que se debe ayudar a quienes las inventaron y nunca pasaron factura, que solo piden que los saquemos del agua y les demos calor y comida?

Nunca faltan desgracias de las que condolerse ni, me temo, de las que sentirse parcialmente corresponsable. Ahora la de los sirios que huyen es tan dramática y próxima que cuesta pensar que se pueda hablar de otra cosa, como si no pasara nada. Pero, claro, pasan muchas otras cosas. Afortunadamente hay muchas voces que cuentan con claridad de la suerte de quienes claman a las puertas de un continente inclemente, y lo hacen con más lógica y acierto del que yo podría desplegar. Por ejemplo, recientemente y sin necesidad de salir de este medio, Paco Gómez Nadal ('Sobre lo insoportable'). Dicho abiertamente lo que es necesario decir, déjenme que argumente por los alrededores, por si a alguien le quedara una fibra a la que no se pueda acceder directamente, pero que resulte sensible a un acercamiento lateral.

Por el lado de Grecia han llegado muchas veces las mismas gentes a este continente que ahora los rechaza: fueron ellos quienes lo bautizaron con el nombre que todavía tiene, fueron ellos quienes nos enseñaron a escribirlo. Llámeselos cananeos o fenicios, a elegir: pueblos semitas que vivían en Siria - Palestina.