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Una mañana uno se levanta y descubre al plantar los pies sobre el suelo que se ha convertido en lo que llevaba años buscando. Sentado en la cama, uno mira al agujero infinito del eterno Borges y regresa a las sábanas más descansado. Lo que ocurre, piensa uno, es que la vida está llena de dudas, de pasos indecisos que, sin embargo, con el tiempo van adquiriendo su forma. Y es que esa misma mañana uno se da cuenta de que ha superado los treinta y entonces el cuerpo y el alma adquieren sentido. Después de abandonar la cama, uno enchufa la televisión café en mano, ¡o mejor tazón!, y empieza a escuchar ruido. “Este chico habla bien, la verdad. ¡Con lo joven que es!”.
¿Joven? Y ahora hablo de política, de sociedad, de asombro. ¿Joven? Pero, coño, ¿con cuántos años gobernaron Felipe González o Adolfo Suárez? Es más, resulta que González se convirtió en Secretario General del PSOE ¡con 32 años!
Está ocurriendo, le pese a quien le pese, algo que ya pronosticaban algunos. Estamos viviendo en España una auténtica lucha generacional. ¡Qué, no, que no somos solamente jóvenes! Quienes rondamos los treinta somos todos ciudadanos, repito, ciudadanos de nuestro país, de nuestra región, municipio o barrio. Y, además, somos una generación tan formada intelectual e incluso físicamente, porque practicar deporte en las generaciones pasadas era… raro, que el freno, el tapón que nos ponen algunos “mayores” con mucho poder nos está empezando a… ¡joder! Porque el menosprecio hacia toda una generación sólo genera frustración. Nos decían, “hijos, no os metáis en política”, “estudiad”, “aprended idiomas”, “viajad por el mundo”. Y les hicimos caso, mucho, quizá demasiado. Si ellos hubieran hecho tanto caso a sus padres como nosotros a los nuestros, hoy nuestro país sería muy diferente. Por ejemplo, buena parte de la población estaría dentro de la Iglesia. ¿Cuántos niños se llevaron los curas a los seminarios? ¿Y cuántos salieron huyendo de la oscuridad de sus celdas? La mayoría, ¿no?
Por eso, uno, con treinta años, al levantarse una mañana cualquiera y mirarse al espejo, se da cuenta de que ya es hora de que lo escuchen, de que nos escuchen, respetuosamente y en silencio, y sin caer en el error de quienes se niegan a escuchar a sus mayores; que es hora de que nos busquen, de que pidan nuestra real opinión. Porque nos han arrebatado el trabajo, parte de nuestra dignidad, han eliminado el grueso de nuestras posibilidades laborales, han demolido muchos de nuestros derechos fundamentales, han dinamitado nuestro camino, ése que empezamos en colegios públicos que no eran laicos y estaban llenos de profesores reciclados del régimen franquista, que todavía repartían tortas como panes, que discriminaban al “tonto”, y ahora hay una grieta infinita, mi admirado Borges, y necesitamos un nuevo cuento que nos diga que no habrá posibilidad de jubilarse ¡nunca!, que el sueño de morir en una mecedora a los 120 años, porque parece que la esperanza de vida no para de crecer y no sé para qué, en el porche soñado del jardín imposible nunca llegará.
No sé si nos haremos respetar, pero ojalá podamos unir, al menos, nuestras fuerzas con aquellos mayores que sí nos escuchan, aunque sean los de siempre, los que, como la mayor parte de nosotros, no llegaron a ser poderosos a los treinta y nos enseñaron con todo su cariño a respetar a nuestros abuelos, que ahora son ellos.