En casa de Mercedes Abril (Calatayud, 1933) hay dos televisiones. La del salón, una estancia elegante con muebles de estilo señorial, que está apagada, y otra en una habitación, encendida con el volumen tan alto que desde el pasillo se escucha a los tertulianos disertando sobre la exhumación de Franco. Es jueves, son las diez y media de la mañana y Mercedes se prepara para un día de emociones, porque desde hoy su padre dejará de descansar junto a quien le mandó asesinar, aunque seguirá enterrado y sin reconocimiento en un columbario desangelado. “Siento cierto alivio, pero el alivio sería total si pudiésemos enterrar los restos de mi padre”.
Sobre una mesa desnuda, protegida tan solo por un cristal, hay un marco de fotos doble con la imagen de Rafael y Eusebia, los padres de Mercedes, y un archivador de anillas negro, en el que guarda la documentación que ha ido recabando estos años sobre la detención, ejecución, enterramiento y posterior traslado del cuerpo al Valle de los Caídos de su padre, Rafael Abril Avo. Rafael era ferroviario en la estación de Clarés de Ribota (Zaragoza) y tenía 29 años cuando la Guardia Civil y la Falange se lo llevaron. Mercedes tenía tres años y su madre estaba embarazada de 9 meses.
Para esta vallisoletana este 23 de octubre significa poco. “Lo que yo quiero es cumplir con la promesa que le hice a mamá: enterrar sus restos de mi padre”. Por eso cree que para su madre, fallecida hace años sin reencontrarse con su marido, el traslado de los restos de Franco al cementerio de Mingorrubio, lejos del verdugo que le mandó asesinar sería insuficiente. “Mi madre jamás se quedaría conforme con esto. En absoluto”, sentencia. Tardaron varios años en saber que los restos mortales de Rafael estaban en el Valle de los Caídos, nadie les avisó.
Mercedes coloca su bastón en el respaldo de la silla y se sienta. Apoya las manos sobre ella y comienza a relatar el día en que le apartaron de su padre. Su hija, que acaba de encender la televisión del salón, abandona la estancia. Aunque han pasado 83 años y Mercedes tiene vagos recuerdos de lo que sucedió aquel día de septiembre, lleva grabado el relato que tantas veces le contó su madre. Habían salido a pasar el día fuera, al llegar a la estación donde residían, un grupo de guardias civiles y de falangistas esperaban a su padre. En el piso de arriba una habitación destrozada con todos los enseres en el suelo. ¿El motivo? Sus captores buscaban un arma para inculparle. Pero su padre, afiliado al PSOE, no tenía. “No encontraron lo que estaban buscando y aún así se lo llevaron”.
En el archivador que hay sobre la mesa, Mercedes guarda fotografías y la última carta que su madre envió a su padre, una misiva que nunca llegó a leer. También cuatro tarjetas que Rafael les envió estando detenido en el Mercado de Abastos de Calatayud. En la primera página, la octogenaria tiene el certificado que el Gobierno le envió con la firma de la ministra de Justicia, Dolores Delgado, un documento que acredita, a modo de reparación y reconocimiento, que su padre fue víctima de la guerra civil y del franquismo. Es un documento importante, pero insuficiente. Porque el empeño de Mercedes, una vez el dictador esté fuera, es que su padre sea enterrado con dignidad. “Seguiré luchando mientras viva. No voy a dejarlo ahora”.
En la televisión, aparece Francis Franco, el nieto de Franco con una bandera franquista. Pero Mercedes no mira. No le interesa. Mira al frente y solo gira la cabeza para clavar sus ojos en la foto de sus padres. Se emociona y recuerda lo que sintió en marzo de este año, cuando logró ver los restos de su padre junto a los de otros cientos de personas en el nivel cuarto de los enterramientos de la Capilla del Santo Sepulcro. “Fue una sensación tremenda. Indescriptible. Era como si lo tuvieran escondido”, relata al recordar aquel día. Su padre reposa junto a otros 34.000 muertos en las criptas de Cuelgamuros. Reposa, pero no descansa. “Escribí una carta al presidente del Gobierno y me respondió que harían lo posible por devolvérnoslo. Ha pasado tiempo, así que es lógico que no me fíe de ellos”.
Mercedes, que se ha mantenido tranquila durante toda la conversación, se irrita cuando recuerda que hay quien opina que la Ley de Memoria Histórica significa reabrir heridas. “Eso es mentira, no es abrir heridas, porque nunca se han cerrado”. Suena el telefonillo y la octogenaria ni se inmuta. Su hija se acerca a la puerta de la entrada y abre. “Es la televisión”, le dice. Hoy Mercedes tiene que atender varios compromisos, tantos que ha perdido la cuenta. “Ayer me dijeron que iban a venir de un periódico, pero no vinieron. O igual me confundí con la hora”, se excusa.
Si tiene tiempo, verá la exhumación en directo. Aunque le sepa a poco quiere ser testigo de un momento histórico. La televisión muestra unas imágenes panorámicas del mausoleo faraónico. Las puertas cerradas a cal y canto ni se mueven. Los tertulianos discuten sobre lo que habría que hacer con el Valle de los Caídos.
“Antes me daba igual lo que hicieran con ese sitio, pero ahora he cambiado de idea”, cuenta Mercedes. “Creo que deben sacar a todos los que hay allí enterrados y modificarlo para que explique la realidad de por qué se construyó. Si desaparece, desaparece una parte de la historia de España que no debemos olvidar”.