Barcelona: una capital para refundar la Democracia
Nadie discute que Atenas fue la gran capital donde nació y se desarrolló la Democracia. De hecho, la democracia ateniense, especialmente entre los siglos V y IV a.C. fue el ejemplo más famoso y quizás el más perfecto de lo que llamamos hoy democracia directa. A lo largo de la historia son muchos los historiadores, politólogos y filósofos que lo han analizado. Uno de los relatos más completos y detallados es “La democracia ateniense en época de Demóstenes” de Mogens H. Hansen, traducida al español por el filósofo y profesor de la Universidad Complutense, Andrés de Francisco y publicado recientemente por Capitán Swing.
Hansen nos cuenta cómo los demócratas atenienses eran muy conscientes del enorme poder que tiene la minoría rica para poner la ley y la política a su servicio. Así, impusieron la rotación en los cargos públicos para evitar la concentración de poder en pocas manos y la formación de élites que pudieran corromperse, tejer redes clientelares o autoperpetuarse en el tiempo. Lo que Aristóteles definió como “gobernar y ser gobernados por turnos”. A la aplicación del sorteo y la rotación se sumaba la brevedad de mandatos provocando de forma deliberada que la democracia ateniense fuera básicamente una democracia de ciudadanos amateurs que en algún momento limitado de su vida se convertían en servidores públicos.
La democracia ateniense cargó el peso fiscal para costear el coste de la guerra, de las infraestructuras y servicios públicos sobre las espaldas de los ricos creando impuestos progresivos como la eisphora y las liturgias que recaían exclusivamente sobre la minoría opulenta. Esto se combinaba con la inclusión de aquellos ciudadanos libres más pobres mediante una paga (misthos) que recibían por participar en la Asamblea, un fórum compuesto por nada menos que seis mil ciudadanos. Sin embargo, la democracia ateniense –como todas las formas de gobierno de su época- tenía sus enormes déficits: los esclavos y las mujeres quedaban excluidos de la consideración de ciudadanos.
Nuestras sociedades han cambiado mucho desde entonces. La abolición de la esclavitud, el sufragio femenino y los avances en la paridad en la política son enormes conquistas civilizatorias que han permitido afianzar los sistemas democráticos modernos. Pero cuanto más se sabe sobre la democracia ateniense y sus medidas antioligárquicas, más llama la atención comprobar cómo ahora las elites económicas gozan de unas cuotas de representación política claramente desproporcionadas.
Y es que existen hoy problemas enormes que el propio sistema parece incapaz de resolver como la creciente desigualdad o la crisis climática, por citar sólo dos ejemplos. Ante estos retos las democracias contemporáneas europeas se muestran frágiles y permeables a la presión de los lobbies, y demasiadas veces atrapadas por la lógica de los partidos y de unos ciclos electorales que dificultan la posibilidad de tomar decisiones que puedan tener un coste electoral o que den respuesta a problemáticas a largo plazo. Es lo que algunos han llamado miopía democrática, es decir, cuando la política queda secuestrada por el cortoplacismo y es incapaz de ver de lejos.
La situación en el resto del mundo no parece mejor en términos democráticos. Todos los indicadores señalan que estamos en un momento crítico para el desarrollo de la democracia a lo largo y ancho del planeta. El Índice de Democracia elaborado por la revista The Economist advierte que menos de la mitad de la población mundial (45,7%) vive en algún tipo de democracia, y tan sólo un 6% –entre los cuáles no se encuentra España- en una democracia plena. Por el contrario, los regímenes autocráticos han crecido en los últimos años, ya sea de la mano del auge de la ultraderecha, de nuevas formas de populismo o de la financiación de los petrodólares.
Dos superpotencias mundiales como EUA o Brasil han sufrido recientes intentos de asalto parlamentario bajo acusaciones infundadas de fraude electoral. Al mismo tiempo, un régimen como Qatar –donde se pisotean los derechos humanos, especialmente los de las mujeres y el colectivo LGTBIQ- ha sido el organizador de un evento de la relevancia económica y cultural como es el Mundial de Futbol, el primer Mundial en un país sin democracia formal desde 1978. Y lo peor de todo es el temor de que Qatar haya conseguido la Capitalidad Mundial del Futbol tejiendo una red de sobornos en la que estaría implicada, entre otras, la Vicepresidenta del Parlamento Europeo.
Con este panorama, no es de extrañar que la percepción generalizada sea que los centros de decisión política cada vez están más alejados de la gente y que la distancia entre ciudadanía e instituciones democráticas sigue ensanchándose. Uno de los rostros más preocupantes de esta desafección es su expresión entre los más jóvenes. Una generación de jóvenes que ha crecido entre crisis económicas, que cuando más necesitaba socializar ha sufrido en su piel las restricciones forzadas por la contención de la pandemia, que se ha encontrado con un mercado de trabajo precarizado e inestable, y que sobrevive con la imposibilidad de hacer planes de futuro en un mundo atravesado por la crisis climática.
Es en este contexto generalizado de incertidumbre alrededor de la evolución y la calidad de los sistemas democráticos que hablamos de la necesidad de la innovación democrática. Entendemos la innovación democrática como el ejercicio de desarrollar nuevos canales, procesos e instituciones para profundizar en el protagonismo de la ciudadanía en la gobernanza. Aquella idea tan repetida de que la democracia no es sólo ir a votar cada cuatro años y que -por cierto- los antiguos griegos supieron llevar a la práctica con enorme éxito.
En las democracias contemporáneas el ámbito local, por su proximidad a la vida cotidiana, vuelve a ser el espacio más proclive para la innovación democrática. Los presupuestos participativos, las consultas e iniciativas ciudadanas, los procesos de participación de infancia y adolescencia, las asambleas deliberativas por sorteo, la gestión comunitaria de equipamientos, etc. Todas ellas reforzadas en la última década por la participación digital y el municipalismo más progresista y transformador. Con el objetivo de convertir la ciudad en un espacio de fortalecimiento de lo público y de los nuevos derechos de ciudadanía.
No es casualidad que la primera Capital Europea de la Democracia escogida esta misma semana haya sido Barcelona. Una ciudad que en los últimos años ha acogido una gran efervescencia de procesos innovadores. Como la creación de la plataforma digital Decidim -que en pocos años y gracias al código abierto se ha establecido en cientos de ciudades de treinta países-, los primeros Presupuestos Participativos de la ciudad para decidir de forma directa el destino de 30M€ o las asambleas ciudadanas como el Forum Jove o la Asamblea Climática –en las que los participantes son seleccionados por sorteo y reciben una compensación económica para garantizar que aquellos que su situación económica les impide participar no queden excluidos del debate público. ¿Os suena?
Si la cuna de la democracia fue Atenas, Barcelona tiene la oportunidad de ser a lo largo del próximo año la Capital donde se refunde la democracia moderna. Haríamos bien en estudiar bien a los clásicos para inspirar los debates que nos permitan imaginar democracias más participativas, directas e inclusivas. Y es que a veces la mejor forma de innovar es, simplemente, volver a los orígenes.
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