El tema no es nuevo. Un alienígena aterriza en la Tierra y cuenta lo que se encuentra. Sin ir más lejos, lo hizo Eduardo Mendoza en Sin noticias de Gurb, libro inimitable que nos sigue haciendo reír de nosotros mismos generación tras generación. En Los humanos (Roca Editorial), el inglés Matt Haig (Sheffield, 1975), sin embargo, realiza una crítica de la humanidad tan dulce que acaba por ser un canto a la vida, con todas sus limitaciones, con todas sus injusticias y con todas sus incoherencias. A pesar de ello, la lectura crítica está ahí y es interesante. Para empezar, el habitante del planeta Vonadoria (a una distancia inconcebible de nuestro sistema solar), tiene una misión: evitar que la especie humana (de todas las especies del universo, la más desesperada por “creer) acceda a la resolución de la hipótesis de Riemann porque sería un avance demasiado peligroso en manos de una raza que no está preparada para digerirla. Los vonadorianos han detectado que un estudioso inglés ha resuelto esa conjetura matemática y mandan a uno de ellos para suplantarlo. Es lo mejor, en vista de que los humanos han desarrollado la tecnología a una velocidad que la psique humana no puede procesar, y aun así siguen persiguiendo el progreso por el progreso.
“Escribir en boca de un extraterrestre me permite tomar la distancia suficiente para ver las cosas con perspectiva”, explica Haig. “Es como contemplar un cuadro con la cara pegada al lienzo, no hay perspectiva. El alien me lleva unos pasos atrás y así veo perfectamente todo lo que quiero contar”. Y, con esa carrerilla esclarecedora, el ser de otro planeta se mete en la piel del matemático Andrew Martin, que enseguida aparece como un loco ante sus semejantes, paseando desnudo por su Universidad. Primera lección: Si quieres parecer cuerdo en la Tierra, tienes que estar en el lugar adecuado, llevar las ropas adecuadas, decir las cosas adecuadas y pisar solo el césped adecuado. Las situaciones ridículas, absurdas y grotescas nos hacen ver lo absurdo, ridículo y grotesco de nuestra sociedad.
Una crítica con todas las letras. “Pero más que de denuncia, de lo que hablo es de miedo al progreso”, especifica Matt Haig. “Los avances tecnológicos superan con creces la capacidad de su mente, así lo asegura el alien”. De hecho, dice: los humanos no manejan bien el progreso y no se les da bien comprender su lugar en el mundo. En última instancia son un gran peligro para sí mismos y para los demás. “Los humanos, a pesar de los avances tecnológicos y de las redes sociales y demás seguimos siendo igual que hace cuatro siglos”, asevera el británico.
Es como si nuestro único objetivo en la vida sea ser felices. Y, por supuesto, no lo conseguimos… “Mi alien viene de un planeta en el que la eternidad se da por descontada, que no concibe la idea del dolor ni de la muerte”, dice el autor. Aún así, interactúa con los terrícolas hasta el punto de que, aunque le cueste, llegará a comprender lo que buscan de verdad: “Si fuéramos totalmente felices no tendría de qué escribir”, apunta Haig.
De hecho, a pesar de que es un libro divertido y lleno de humor, viene de un lado oscuro: “Cuando tenía 20 años, sufrí una durísima depresión y me recluí en mí mismo”, recuerda el escritor, “hasta que traté de hacerle ver a mi yo hundido todo lo bueno del ser humano”. Talvez descubrió que para ser feliz hay que sufrir, una idea, en principio, grotesca para el alien. “Pero es así: ya que no podemos vivir eternamente, como el protagonista de la novela, nos recreamos en apreciar más lo que tenemos”. Un canto a la vida, en ese sentido, ¿no? “Digamos que lo que digo es que hay que abrazar la vida con todo lo malo que tiene”, responde Matt Haig.
El personaje del científico al que el alien toma “prestada” su personalidad es un tipo antipático, adúltero, egoísta. Su nueva y extraterrestre alma se irá dando cuenta de ello. “Hay algo de mí en los dos Andrews, en el malo e insoportable pero triunfador y en el inocente y bueno, lo reconozco, pero seguro que he puesto más experiencia personal mía en Guilliver, el hijo incomprendido, mimado y perdido del matrimonio Martin, él es el que consigue salir de una situación durísima, como lo fue mi depresión, para abrazar la vida”.
Una parte importante del libro es la que se refiere a la hipótesis de Riemann. “La escogí porque entre muchos científicos consultados, una mayoría sostenía que la resolución de ese problema matemático aportaría más avances a la vida humana en todos los campos. Sería más que un segundo Renacimiento… pero me temo que el ser humano no está preparado para ello”.
Empapada de humor inglés (“siendo inglés me resulta fácil sentirme incómodo en muchos contextos, tal como le pasa al extraterrestre”, explica Haig) la novela se lee de un tirón y con una sonrisa tierna en los labios. El alien acabará enfrentándose a una elección terrible: ¿la vida eterna en su planeta o la vida efímera de un humano, llena, eso sí, de sentimientos y emociones nunca catadas por el vonadoriano? Una disyuntiva que no pondrá de acuerdo a todo el mundo.
El tema no es nuevo. Un alienígena aterriza en la Tierra y cuenta lo que se encuentra. Sin ir más lejos, lo hizo Eduardo Mendoza en Sin noticias de Gurb, libro inimitable que nos sigue haciendo reír de nosotros mismos generación tras generación. En Los humanos (Roca Editorial), el inglés Matt Haig (Sheffield, 1975), sin embargo, realiza una crítica de la humanidad tan dulce que acaba por ser un canto a la vida, con todas sus limitaciones, con todas sus injusticias y con todas sus incoherencias. A pesar de ello, la lectura crítica está ahí y es interesante. Para empezar, el habitante del planeta Vonadoria (a una distancia inconcebible de nuestro sistema solar), tiene una misión: evitar que la especie humana (de todas las especies del universo, la más desesperada por “creer) acceda a la resolución de la hipótesis de Riemann porque sería un avance demasiado peligroso en manos de una raza que no está preparada para digerirla. Los vonadorianos han detectado que un estudioso inglés ha resuelto esa conjetura matemática y mandan a uno de ellos para suplantarlo. Es lo mejor, en vista de que los humanos han desarrollado la tecnología a una velocidad que la psique humana no puede procesar, y aun así siguen persiguiendo el progreso por el progreso.