Me gusta el teatro cercano, sincero, donde pueda reconocer mi vecino (a mí mismo nunca, por favor...!), con personajes que hacen lo que podría hacer yo, con las mismas cosas que puedo tener yo a mi alrededor, en la ciudad donde pueda vivir yo. Todo esto lo tiene Consell familiar . Pero hay mucho más . La obra escrita por Cristina Clemente con “asesoramiento” de niños de segundo de ESO del instituto Príncipe de Girona (a través del proyecto En Residencia, que organizan anualmente el Instituto de Cultura del Ayuntamiento de Barcelona el Consorcio de Educación de Barcelona) y dirigida por Jordi Casanovas, nos hace pensar en lo macro desde lo micro. Y, a través de las vivencias de una familia de clase media-baja, nos daremos cuenta de que estamos asistiendo a lo que sucede en las altas esferas parlamentarias del país, como quien dice...
Todo transcurre en una casa humilde llena de detalles de casa humilde: paredes forradas con papel (no pintado, pero papel), un suelo de baldosas, un sofá con dos cojines de lana redondos y de colores, platos colgados de las paredes... Los personajes, igual de humildes: por un lado están los padres, víctimas de una educación estricta y machista que no quieren para sus hijos. Por el otro, el hijo, Roc, y la hija, Aina, que se lo encuentran todo hecho en la vida (“ahora quiero una batería porque soy músico de rock”, “ahora no, ahora soy un Dalí sin pinceles...”), y el novio de Aina, Mark ( un erasmus, no por casualidad alemán): elementos de una generación que no ha tenido que luchar por nada, víctima de la sobreprotección en una sociedad donde, como dice el irector, Jordi Casanovas , el capitalismo ha hecho del confort un fin, no una opción.
El conflicto generacional está servido desde el minuto cero y, poco a poco, nos vamos dando cuenta de que todo nos suena. Pero no nos suena de nuestras familias, de nuestro día a día. Para nada. ¡No existe una casa que funcione como la de esta familia enfermizamente burocratizada! Resulta que lo que nos la hace cercana es el que nos rodea, lo que leemos cada día en los periódicos, lo que se critica en las tertulias en los bares, lo que pasa en el Parlamento, los hilos que manejan nuestra vida como sociedad. La obra de Clemente es una crítica feroz a la manera de hacer política de todas las generaciones que hay entre el tardofranquismo y el postmandelismo (para llegar a la generación más joven, para entendernos).
Entre acertados cambios de escena casi circenses, al ritmo de música zíngara, muy felliniana, también, las cosas van cambiando en la casa. Es necesario un cambio de gobierno. Más aún, un cambio de sistema. Hace falta “sentido común”, como reza el lema electoral de Aina. Porque lo que hacen los máximos exponentes del bipartidismo familiar no es más que acusarse e insultarse; porque apelan a leyes imposibles como la 47 barra 1986; porque la corrupción ha penetrado por las grietas de la casa; porque surgen brotes xenófobos... ¡Hay que convocar elecciones anticipadas! Después de una argucia legal amparada en la constitución familiar, entrará aire fresco en el gobierno. Y será necesario que los ciudadanos sepan comportarse de acuerdo con el nuevo sistema... No voy más allá para no descubrir un final genial con toda la ironía y la mala leche del mundo...
La obra tiene el mérito de dibujar un retrato social rabiosamente actual con un ritmo frenético, con personajes entrañables (cada uno a su manera) dentro de una familia alocada. Todo es expresamente exagerado. Hijos que asumen que para pedir cualquier cosa deben presentar una instancia; que no pueden hacer más que quejarse por los recortes en el ocio (¿nos suena... ?); un padre (ahora en el poder) que debe cuadrar las partidas anuales en beneficio de todos y que deberá dimitir convirtiéndose (lógicamente) en presidente en funciones; un extraño que alucina pero que quedará abducido por el sistema y mimetizado hasta el punto de convertirse en ciudadano de pleno derecho... Todo esto hace reír. Hace reír mucho. Y hace que pensemos y reflexionemos sobre lo que está pasando, carcajeándonos de nosotros mismos.