Ibáñez, el dibujante que convertía a los lectores en amigos
El suyo fue el primer nombre de dibujante que aprendí: Ibáñez. Yo era un crío y sus dibujos me hacían sentirme moderno, soñar que estaba conectado con el mundo de los mayores. Lo sentía en sus rotulaciones tan setenteras (aquellos títulos de las aventuras a mitad de página). Nos enganchaba a la realidad mediante su observación de los tipos y de las costumbres. La manera de pasar calor de la gente, el modo de arremangarse, las chaquetas, los autobuses... Esa instantaneidad y conexión con la calle se veía sobre todo en las series americanas de policías, como Kojak. En Ibáñez, el calor era insoportable, nadie ha dibujado los veranos como él. Por eso no había fin de curso que se preciara sin el extra de verano de Mortadelo y Filemón. Porque la realidad existía si la reflejaban los tebeos. En sus viñetas, la canícula era un horno de panadero. (Por su parte, Raf, el dibujante de Sir Tim O'Theo, entre otros personajes, era más otoñal, con aquellas bufandas ondulantes y las hojas de los árboles volando por el aire). Pero Ibáñez era el sudor y el ventilador. El esclavo.
Era el sudor de una sangre, sudor y lágrimas, que en su caso se convertían en tinta, sudor y risas. Su esclavitud nos recordaba que este nunca ha sido un país para artistas. Hay algo de José Luis López Vázquez en el aspecto de Francisco Ibáñez. También hay algo de Agustín González en su actitud, en su alzar los brazos desentendiéndose de las cosas. Pero José Luis López Vázquez interpreta un papel (y puede que hasta Agustín González hiciera lo mismo), e Ibáñez lo es verdaderamente. Es lo que leemos. Esto Ibáñez lo manifiesta cuando dice que, de todos sus personajes, su favorito es Rompetechos.
Muchas veces se ha querido ver el alter ego Ibáñez en Rompetechos, su creación preferida, en ese español de negro que no entiende lo que pasa, que no ve lo que tiene delante de las narices, y que se desquicia y recurre al grito y a la violencia. Ibáñez es un pacífico que muestra la violencia estructural de la sociedad en que vive. Todo en sus historietas son voces, tortas, porrazos; pero no es por influjo del cine mudo, es porque a la gente le iba la bronca. Cuando Ibáñez es ya un dibujante reconocido por el público, aún vive buena parte de la generación que hizo la guerra. Se tiende a comparar a Rompetechos con el Quijote porque, al final de cada aventura, Rompetechos también acaba apaleado, y porque ve guardias municipales donde hay buzones en las esquinas.
La Barcelona de Francisco Ibáñez es la de Juan Marsé. Los dos son de la misma generación y de la misma ciudad. Las clases populares de Marsé, las que van a los cines de barrio y viven en oscuras escaleras de vecinos, leen Pulgarcito, la revista donde Ibáñez da muchos de sus personajes. Lo que une a Cervantes con Marsé (y de este modo con Jaime Gil de Biedma) es Rompetechos. Porque cuando Gil de Biedma escribe ese verso donde llama a España “intratable pueblo de cabreros” (y años después lo recoge Marsé, y recibe cartas de protesta de pastores y cabreros, y eso que no existían las redes sociales), nos está explicando que Rompetechos no es el Quijote usurpado por Sancho, sino el cabrero en persona. La diferencia entre el Quijote y el cabrero es la historia de España.
Como se retrataba mucho en los tebeos, a su lado Rembrandt era un tímido, todos sabíamos cómo era Ibáñez. Y así sabíamos quién era, porque se dibujaba siempre trabajando y fumando. Y una persona, entonces, era eso, su trabajo y sus vicios. Se dibujaba siempre rodeado de un montón de personajes, en un remolino de brazos como una diosa hindú, junto a un cenicero rebosante de colillas encima de la mesa de dibujo, y con lápices hasta entre los dedos de los pies. Ibáñez era un siervo, un esclavo, que se encontró con que en la mayoría de los niños de su país tenía a admiradores y amigos.
Un niño es amigo de sus autores y de sus personajes. Son los mejores compañeros que tiene. Porque leer es hablar, y una y otra vez se está hablando con ellos,se les oye con esa voz que ninguna otra voz real va a poder reemplazar. Un Mortadelo leído furtivamente debajo del pupitre mientras el maestro explica el conjunto vacío manda toda la realidad a ese vacío al que la realidad pertenece. Leer es subversivo. Y leer tebeos es la monda. “¡Calle y corra!”, con esta frase acaban muchas aventuras Mortadelo y Filemón. “Calle y corra, jefe”. Pero lo que en ese momento estaba yo haciendo era callar y leer. Porque leer y correr eran sinónimo. Leía para huir.
Cada personaje de Ibáñez era muy diferente y así creó su universo. A veces se entrecruzaban sus personajes. En el mundo de los superhéores estas series cruzadas son toda una categoría. En Ibáñez eran una sorpresa, una fiesta. Los personajes de Bruguera van a llevar pegado hasta el último día un aire de posguerra, una modestia, una herida, un sarcasmo, una resignación, un vivir explotados, una trampa de la que no hay manera de salir. Sus personajes no están tanto en el cine de Berlanga, como en El mundo sigue, de Fernando Fernán Gómez. Ibáñez es un autor realista que se expresa mediante la caricatura. Para Berlanga, la realidad es un pretexto; para Ibáñez es una cárcel. El piso de la familia Trapisonda es el del propio Ibáñez, en la recta final de la ciudad, frente a la hoy desaparecida Hispano-Olivetti, la fábrica de máquinas de escribir. Por eso todas sus historias están impregnadas de oficinismo. Ibáñez dibuja como un mecanógrafo, con pulsaciones, a toda castaña. Dibuja como se teclea una máquina de escribir, y nunca va a detener la máquina. Hasta que hoy se le ha parado.
También hay un Ibáñez metaliterario, es decir, intelectual. La casa de 13, rúe del Percebe, son Las joyas de la Castafiore en Ibáñez. Es el tebeo dentro del tebeo (el álbum de Hergé era la televisión dentro del tebeo). Aquella página de 13 rúe del Percebe, piso por piso, rellano por rellano, se convertía en un tebeo por sí mima. Leer así también nos hacía sentirnos modernos. No modernos por ser conscientes de esa metalectura, sino modernos por el mero hecho de leer. El botones Sacarino representaba la indolencia contra la que nos educaban en casa y en el colegio. Sus adultos eran bestias y crueles. Y Sacarino tenía un mechero de yesca y un uniforme de botones de hotel pasado de moda. En esas historietas el presente éramos nosotros. Pepe Gotera y Otilio nos hacían sospechar de qué trabajaban nuestros padres. De la familia Trapisonda, el mejor era el perro, y así aprendíamos que era recomendable ver la familia desde fuera. Con los disfraces de Mortadelo, Ibáñez nos enseñó que la creatividad consistía en no parar, en demostrar que todo es posible porque todo es dibujable. No hay mayor humanidad en Ibáñez que en sus animales. En sus elefantes e hipopótamos. Los respeta.
Francisco Ibáñez es la persona que más me ha hecho reír en la vida. Cuando sentía que reía de verdad, sin parar. Fue la primera persona que me hizo troncharme de risa. Me hubiera encantado conocerlo personalmente, porque era mi amigo.
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