La noche del 16 de diciembre de 2005, Rosario Endrinal, de unos 50 años de edad y sin hogar, pasaba la noche en un cajero automático que se encuentra a poca distancia de la plaza Molina de Barcelona. En un momento de la madrugada, tres jóvenes entraron en el cajero y lo que empezó como una broma de mal gusto, acabó como un cruel asesinato. Primero la insultaron y después la agredieron con varios objetos. Rosario consiguió cerrar las puertas y protegerse. A pesar de esto, los agresores volvieron más tarde, esta vez armados con un bidón de líquido disolvente que habían robado de una obra. La golpearon de nuevo. La rociaron con líquido inflamable y le prendieron fuego.
Rosario murió el día siguiente en el hospital de la Vall d'Hebron a causa de las heridas provocadas por las quemaduras. Los tres jóvenes fueron rápidamente identificados por las cameras de video vigilancia del cajero, detenidos y condenados por la Audiencia Provincial de Barcelona. Los dos mayores a 17 años de cárcel. El que aún era menor de edad a 8 años de internamiento. A pesar de la percepción que podemos tener sobre quien comete estos delitos de odio, se trataba de tres adolescentes que no estaban vinculados a ningún grupo de extrema derecha.
En Barcelona -pura casualidad o perversa causalidad- el asesinato de Rosario se produjo en medio de un encendido debate para la aprobación de la Ordenanza del Civismo. Esta, hoy aún vigente, mezcla fenómenos como el deslucimiento de bienes público y el vandalismo con otros que son fruto de la desestructuración o exclusión social. Entre otros, prohíbe la mendicidad y dormir en la calle y caracteriza a mendigos o personas sin hogar como personas incívicas. La categoría de incívicas, lejos de contribuir a su inserción social, ha tendido a proyectar sobre estos colectivos un imaginario de personas indeseables o rechazables. De grupos percibidos como peligrosos o perturbadores de la convivencia. Un imaginario que aunque sea de forma no querida o inconsciente sedimenta en la sociedad y facilita la extensión de comportamientos cada vez más extendidos de menosprecio hacia el otro empobrecido.
Des de entonces, entidades como el Centro Assis, que forma parte de la Plataforma Observatorio Hatento, han recopilado noticias de agresiones a personas sin hogar. Poniendo nombres y rostros a víctimas que hasta entonces eran totalmente invisibilizadas. Los datos recogidos hasta hoy son aterradores. Una de cada tres personas sin hogar afirma haber estado insultada o recibido un trato vejatorio. Una de cada cinco, agredida físicamente. De estas, tan sólo un 17% lo ha denunciado. La falta de vínculos sociales y familiares, junto a la infradenuncia de les hechos, facilita la impunidad de los agresores.
Para combatir estas agresiones, es necesario en primer lugar, que el Código Penal reconozca la especial vulnerabilidad de las personas sin hogar como delito de odio, recogiendo las situaciones de pobreza y exclusión como un eje más de discriminación, lo que se conoce como aporofobia. De hecho, el Senado aprobó recientemente una propuesta de En Comú Podem, en la que instaba al Gobierno de Rajoy a incluir la aporofobia en el artículo 22.4 del Código Penal. Esta modificación del Código Penal, que permitiría una mayor contundencia en las condenas, tiene que venir acompañada de una necesaria mejora de la capacitación de diferentes profesionales que intervienen ante estas situaciones para una detección más eficaz de los casos y un acompañamiento en los procesos de denuncia.
No obstante, para erradicar del todo estas agresiones hay que incidir también en la regulación del espacio público y el imaginario que proyecta. En sociedades como las occidentales, organizadas alrededor de constantes contratos económicos, y donde el espacio público ha sufrido un proceso de creciente privatización, el pobre es percibido como el que no tiene nada a ofrecer a cambio, sin capacidad real de contratar en un espacio público mercantilizado. Alrededor de las regulaciones del espacio público se construye una ideología que deshumaniza al pobre y le convierte en el chivo expiatorio del prejuicio, reproche, o hasta las agresiones.
Es necesario pues cambiar la mirada que dirigimos hacia las personas que utilizan el espacio público en ausencia de espacio privado. Aquellos que han de sumar a la vulneración de derechos que supone no tener la intimidad de un hogar, el menosprecio y los prejuicios que criminalizan al pobre como incívico, cargando con el lastre de denuncias y sanciones. Unas sanciones que además, por la situación de insolvencia a la que la mayoría se ven abocados, resultan estériles y sólo pueden suponer un empeoramiento de su vulnerabilidad. No hace falta ser un experto para llegar a la conclusión de que por el camino de la sanción la incorporación social de las personas sin hogar es aún más difícil. Es lo que Loïc Wacquant llama la espiral de la pauperización criminal: cuanto más se persigue y sanciona a un pobre más fácil es que lo siga siendo.
Hoy, 12 años después, la doctrina de la tolerancia cero que persigue al abordaje exclusivamente punitivo de la pobreza ha fracasado con resultados perversos. Los datos son reveladores e incontestables. Desde el año 2006 hasta ahora, el Ayuntamiento ha interpuesto centenares de denuncias a personas sin hogar. Unas sanciones que con la colaboración de las entidades sociales han podido ser substituidas o anuladas en muchas ocasiones. Pero que reproducen el esquema que señala los desahuciados por la cruda crisis económica y el encarecimiento del precio del alquiler. Una vez constatado que multar no es ninguna solución, tenemos el reto y la oportunidad de redefinir el pacto que regula el espacio público sin reproducir un marco punitivo fallido. Para hacerlo, será necesario construir una mayoría social y política que permita avanzar hacia una Ordenanza de Convivencia que en vez de perseguir y sancionar a las personas sin hogar, las proteja de las actitudes de odio e intolerancia.