Comparto la tesis del catedrático Francisco Rubio Llorente (El País, 8/10/12) de que la inoportunidad de la vía soberanista lanzada por Artur Mas parece tan irrefutable como la necesidad de que el Gobierno Rajoy no sólo no la condene o amenace con impedir a toda costa, sino que contribuya a darle cauce democrático en el caso de que el proceso se consolide a partir del 25-N. Me incluyo entre quienes no entienden España sin Catalunya y a la inversa, pero sólo el sufragio universal puede resolver en última instancia el pleito sobre la aspiración de soberanía planteado por una comunidad nacional.
En el supuesto muy probable de que la nueva composición del Parlament de Catalunya refleje una amplia mayoría favorable a la convocatoria de un referéndum –postura que hoy por hoy suscribe incluso el PSC y solo rechazan de plano el PP y Ciutadans--, el gran objetivo común debería ser evitar el choque de legitimidades entre las Cortes y la Cámara catalana, y resolver la cuestión limpiamente en las urnas. A falta de que éstas hablen el 25-N, no es nada sensato ni inteligente confiar en que el cielo escampará tarde o temprano, ya sea por desestimiento o por hartazgo. Ya no es el caso, con independencia del desarrollo de la dramática crisis económica que asuela España.
El ex vicepresidente del Tribunal Constitucional y ex presidente del Consejo de Estado sugiere como vía para canalizar eventualmente el proceso que el nuevo Parlament presente ante el Congreso una proposición de ley orgánica de autorización de la consulta, cuyos términos deberían ser obviamente pactados por el Gobierno central y la Generalitat. Es una evidencia que los dos grandes partidos de Estado están en condiciones de torpedear la iniciativa desde las Cortes, pero el riesgo de conducir de facto a la Generalitat al limbo constitucional es probablemente muy superior al de enfrentarse al desafío de adaptar la Carta Magna a las nuevas demandas sociales y políticas. El ejemplo de Escocia y la actitud de Londres están en boca de todos.
Nada improvisado
La doble campaña electoral en Euskadi y Galicia, a la que luego sucederá la de Catalunya, explica el crescendo de Mariano Rajoy, secundado por relevantes miembros del Gobierno y del partido, con respecto al órdago independentista de Artur Mas. No podía ser de otro modo, tras la primera fase de estupefacción y silencio que siguió al célebre ‘choque de trenes’ en La Moncloa. Es muy deseable que, una vez resuelta la triple incógnita, el sentido de Estado, el realismo político y la pedagogía civil y democrática se impongan a la lógica descarnada de la captura del voto y la pasión patriótica.
En realidad no hay nada estrictamente nuevo bajo el sol: el propio Oriol Pujol, secretario general de CDC, ha explicado que el líder nacionalista ya expuso sus planes hace casi una década al proclamar públicamente el principio del “derecho a decidir” bajo el horizonte de la idea de una “Catalunya sin límites”. Es verdad que por entonces Mas apuraba aún su larga travesía del desierto como jefe de la oposición y todavía no se había producido el descalabro del Estatut ni había estallado la Gran Recesión, factores clave en la evolución de las cosas hasta la actual situación.
Cambio de guión
La apuesta por el llamado “pacto fiscal” –léase soberanía fiscal-- como pieza maestra del proceso de “transición nacional” maduró y cobró cuerpo velozmente a caballo de ambos sucesos, abriendo de paso a CiU el camino del retorno al poder. La histórica federación nacionalista ha derivado no por casualidad hacia el secesionismo apenas dos años después de su desembarco sobre el cadáver de la izquierda tricolor, coincidiendo con el bloqueo financiero y político de la Generalitat en un entorno de aguda crisis social.
Tampoco es nada casual que el espectacular giro político haya cambiado el menú de los medios de comunicación de referencia, tanto los de titularidad pública como los “concertados”. Tras meses y meses de imágenes y noticias de recortes y protestas masivas, que culminaron a mediados de 2011 en la gigantesca manifestación del 15-M y el tenso asedio al Parlament un mes después, ahora se hallan volcados de lleno y sin reserva o distancia alguna en el seguimiento, decoración e interpretación del formidable tsunami independentista que recorre el país. “Con ilusión”, eso sí.
Más allá de cualquier retórica y las inevitables concesiones a la épica, sin embargo, la cuestión de la independencia de Catalunya está definitivamente sobre la mesa por inverosímil, discutible o hasta insufrible que pueda resultar para muchos sectores de la ciudadanía. Lo que estaba solo implícito en el alma del pujolismo como expresión del catalanismo político de la Transición, ahora ha cobrado forma explícita y sin complejos en el verbo de Mas, instalado ya sin hipotecas en la era post-Estatut. El inmovilismo está mal visto en estos tiempos.
La campaña institucional de invitación al voto ya ha comenzado. El gran enigma es qué va a hacer el segmento de electores que no se ha expresado o no suele hacerlo sobre lo que se ve y se oye a diario en Madrid y en Barcelona, ya sea en la calle, en el Parlamento, en TV3 o en La Vanguardia. La caza del voto transversal, huérfano o hibernado en la abstención se presenta crucial para alcanzar esa “mayoría indestructible” en la que sueña Artur Mas.
Comparto la tesis del catedrático Francisco Rubio Llorente (El País, 8/10/12) de que la inoportunidad de la vía soberanista lanzada por Artur Mas parece tan irrefutable como la necesidad de que el Gobierno Rajoy no sólo no la condene o amenace con impedir a toda costa, sino que contribuya a darle cauce democrático en el caso de que el proceso se consolide a partir del 25-N. Me incluyo entre quienes no entienden España sin Catalunya y a la inversa, pero sólo el sufragio universal puede resolver en última instancia el pleito sobre la aspiración de soberanía planteado por una comunidad nacional.
En el supuesto muy probable de que la nueva composición del Parlament de Catalunya refleje una amplia mayoría favorable a la convocatoria de un referéndum –postura que hoy por hoy suscribe incluso el PSC y solo rechazan de plano el PP y Ciutadans--, el gran objetivo común debería ser evitar el choque de legitimidades entre las Cortes y la Cámara catalana, y resolver la cuestión limpiamente en las urnas. A falta de que éstas hablen el 25-N, no es nada sensato ni inteligente confiar en que el cielo escampará tarde o temprano, ya sea por desestimiento o por hartazgo. Ya no es el caso, con independencia del desarrollo de la dramática crisis económica que asuela España.