El 30 de mayo de 1984, Jordi Pujol fue elegido presidente de la Generalitat por el Parlament de Catalunya. La elección se produjo pocos días después de que se le incluyera como imputado en la querella de la Fiscalía General del Estado por el caso Banca Catalana. El adversario socialista en las elecciones al Parlament que se habían celebrado el 29 de abril, Raimon Obiols, junto con otros diputados y dirigentes del PSC, como el alcalde Pasqual Maragall, fueron insultados, poco antes de que el presidente reelegido gritara desde el balcón del Palau de la Generalitat que “en adelante, de ética y moral hablaremos nosotros, no ellos”. El 25 de julio pasado, Pujol confesaba que mientras hacía esta apelación a la ética tenía dinero escondido en el extranjero. El chófer que sacó a Obiols del Parlament tuvo que sortear los golpes contra el vehículo de muchos de los manifestantes convocados al acto. Algunos de ellos gritaron “Matadlo, matadlo”.
¿Cómo reaccionó cuando conoció la confesión de Jordi Pujol que había tenido dinero oculto en el extranjero mientras fue presidente de la Generalitat?
No lo esperaba, pero no me sorprendió demasiado, vistas las informaciones ya conocidas. Ahora bien, la carta de Pujol ha marcado un espectacular cambio de registro. Los golpes de pecho de los dirigentes de Convergència y los aspavientos de la caverna española no me sorprenden pero me han disgustado bastante. En esta situación debemos asumir nuestra condición de catalanes sin orgullo ni vergüenza. La corrupción en Barcelona y Madrid ha sido perfectamente equivalente, por no hablar de las sórdidas situaciones que se han sufrido en Valencia, en Mallorca o Andalucía.
¿Relacionó aquella confesión con la crisis de Banca Catalana?
Josep Andreu Abelló y Jaume Carner nos decían que con la crisis de Banca Catalana ellos habían perdido el dinero pero Pujol había mantenido su fortuna, vendiendo con antelación sus acciones. Información privilegiada, lo llaman. Espero que esto ahora se aclare finalmente. En su actuación en el Parlament, Pujol no respondió a este tema, ni en general a ninguno.
Al recordar el día de la elección en el Parlament de Jordi Pujol como President de la Generalitat, en mayo de 1984, y los incidentes que se produjeron, incluidos los insultos y agresiones contra usted, ¿cómo lo analiza hoy?
No me gusta mucho hablar de este tema. Pero no hay que olvidarlo, no por ánimo vindicativo o victimista, sino para mirar de que no vuelva a pasar. Siempre hay gente de buena fe que se exalta con cuatro gritos en nombre de Catalunya y se traga lo que sea.
Aquella noche en el Parlament exigimos que se retirara el servicio de orden de CDC, un grupo de personajillos que gritaban excitados por los pasillos, lo que se consiguió con dificultades. Se nos sugirió permanecer unas horas en el edificio, hasta que la manifestación hubiera abandonado los accesos. No quise ni hablar de ello. Estaba indignado por aquella ocupación del Parlament que todavía hoy me causa una profunda vergüenza ajena. Por encima de ese sentimiento, estaba dolido por la injusticia de todo aquello. Políticamente, fui el principal damnificado de la ola de victimismo y odio que se había fomentado.
Pujol y CDC hicieron una gestión sin escrúpulos de la crisis de Banca Catalana, presentándola como una agresión de los socialistas contra Catalunya. Hasta el punto de que un director de “La Vanguardia” escribió un artículo invocando a mi padre, de probada “fidelidad a una idea de Catalunya”, y exigiéndome “un mínimo de decencia filial”. No repliqué, pensando en mi madre. Resultó que estaba perfectamente al corriente y me aconsejó que no hiciera caso. “Es un anticuado”, me dijo. Mi madre tenía entonces más de ochenta años, pero su idea de Catalunya no coincidía con la de aquel señor. ¡Decencia filial! ¡No sé de qué me suena, vistas las cosas que hemos visto después!
Aquello les funcionó bien, además, porque fuimos muy silenciados. Se ha calculado y publicado que mientras fui jefe de la oposición el porcentaje de pantalla de Pujol en TV3 fue 22 veces superior al mío. La cifra no me parece exagerada y quizás se queda corta. La discriminación era tan colosal que, cuando fui invitado por única vez a los estudios de TV3, después de años de ausencia, dije a los que me recibían que me sentía tentado de besar el suelo, como si fuera la tierra prometida. Rieron, pero las cosas siguieron igual.
Cuando Pujol salió al balcón del Palau de la Generalitat y dijo que a partir de entonces “de ética hablaremos nosotros, no ellos”, él era consciente de que tenía dinero escondido en el extranjero. Es chocante, ¿no?
Lo es mucho, efectivamente. No quisiera caer ahora en una exclamación correlativa.
¿Por qué cree que la Audiencia no aceptó el procesamiento de Jordi Pujol que pedían los fiscales Mena y Villarejo?
Los jueces se limitaron a decir, de manera acomodaticia, que Pujol había cometido “graves desaciertos de gestión”. El artífice de la defensa de Pujol, Joan Piqué Vidal, aprovechó el ambiente tenso y espeso del momento y se mostró muy eficaz, hasta el punto de que Pujol le muestra “gratitud” en sus memorias. Hay que recordar que Piqué acabó condenado a siete años de prisión, con su cómplice, el ex juez Lluís Pascual Estivill, ex miembro del “Consejo General del Poder Judicial” a propuesta de Convergència, condenado a nueve años por delitos de cohecho, extorsión, prevaricación y detenciones ilegales.
Si Jordi Pujol hubiese dimitido a raíz de la querella del caso Banca Catalana ¿cómo habría evolucionado Catalunya en los años posteriores?
Las ucronías son siempre un poco absurdas. Cuando era candidato, yo tenía el convencimiento de que, llegado el caso, habría ejercido razonablemente bien la presidencia de la Generalitat. Hoy, si alguna vez se me ocurre pensar en ello, esa convicción la he relativizado, pero la mantengo. He sido partidario de la unidad de las izquierdas y del catalanismo, me gustan las administraciones simplificadas y no partidistas, nada me entusiasma tanto como un buen proyecto llevado a cabo por un equipo de excelencia. He preferido hacer de director de orquesta que actuar de solista. Tengo olfato para detectar a la gente con talento y un instinto de repugnancia a flor de piel en lo que se refiere a los desaprensivos y tarambanas, que en general detecto a distancia... Pero alguien podría pensar que entro retroactivamente en campaña, y no es el caso.
¿Siente compasión, pena, lástima por el final de la carrera política y personal de Jordi Pujol?
Por muchas razones, no siento indiferencia por la persona de Pujol. Pero francamente, vistas las tragedias actuales, creo que debemos concentrar nuestra compasión en los más débiles y, cuando es posible, actuar en consecuencia.
¿Cómo ve el proceso soberanista actual?
Si el problema de la relación de Catalunya con España fuera tan sencillo de resolver, como hoy dicen tantos, ya hace tiempo que se habría arreglado. Es una historia secular marcada por identidades e intereses contradictorios, por violencias y abusos, por desconocimientos interesados, tópicos, antipatías y manipulaciones. Esta historia a veces ha sido cubierta por la voluntad de convivencia democrática, la hipocresía o la conveniencia. Pero a falta de una solución verdadera, siempre vuelve a estallar de manera descarnada, con guerras y graves crisis incluidas.
Cuando estos momentos críticos se producen, lo que para unos es palabra divina, para los demás es una blasfemia. Ponerse de acuerdo es imposible, y la negociación se hace extremadamente difícil. España no es una nación sino una realidad plurinacional. Todos los intentos de imponer la asimilación de las naciones diversas en una sola han fracasado, tanto en las versiones cruentas y dictatoriales como en las liberales. España se ha modernizado en muchos aspectos pero no en la asunción de su propia realidad plurinacional. No interesa admitirlo porque los anatemas son más útiles. Los tótems y los tabúes son siempre muy operativos en los juegos del poder. Pero hay también un gran fondo de incomprensión en la cultura difusa, las percepciones heredadas, los instintos colectivos de los pueblos. Cuando a las élites de Madrid se les habla hoy del derecho a decidir de los catalanes, tienen la misma reacción que seguro que habría tenido el primer presidente de la Segunda República, Alcalá Zamora, si alguien le hubiera hablado del derecho al matrimonio de los homosexuales. Habrá una modernización que en estos tiempos acelerados que vivimos se hará deprisa en términos históricos, pero que requerirá su tiempo político.
¿Se atreve a prever qué puede pasar desde ahora y hasta el 9 de noviembre?
Quizás es más útil pensar qué pasará después del 9-N. En la Diada del 2012, Mònica Terribas citó una frase de Joan Sales que produjo un gran efecto: “Desde hace 500 años, los catalanes hemos sido unos imbéciles. ¿Se trata de dejar de ser catalanes? No. Se trata de dejar de ser imbéciles”. Perfectamente de acuerdo. Pero esta reflexión se debería acompañar con otra cita de Sales: “Somos españoles como somos europeos; nos han hecho la historia y la geografía, que no podemos borrar caprichosamente.”
Durante siglos, la causa catalana ha estado ligada a la de las libertades de España. Desde la guerra de Sucesión hasta 1977, pasando por 1868, 1873, 1906, 1917, 1931, 1936... No es posible prescindir de este hecho tan potente y de tanta duración con un simple “ahí se quedan”.
Josep Pallach [dirigente socialista] decía que había que “desemocionar” la palabra España para expresar el destino fraterno de los pueblos peninsulares. Creo que este horizonte es plausible en el siglo XXI, y que con la crisis histórica de los Estados-nación y el proceso de unidad europea, se encontrará un camino. Hay que ligar la causa de la emancipación catalana, con su enorme energía colectiva, a los futuros procesos de cambio democrático y social, en España y en Europa, donde creo que se aproximan nuevas revoluciones democráticas, con unas características que no podemos prefigurar, pero los síntomas anunciadores de las cuales son perfectamente visibles en las crisis del presente. Pienso que sólo esta perspectiva podrá superar positivamente la anunciada frustración del proceso soberanista tras el 9-N y, en general, evitar el colapso trágico de las tripas identitarias, de los choques múltiples de los nacionalismos y populismos, tanto en España como en Europa.
La socialdemocracia europea no se ha opuesto frontalmente a las políticas de austeridad impuestas por el liderazgo alemán y nórdico. ¿Puede rehacerse esta socialdemocracia o tendrá que dejar paso a grupos políticos que ocupen el espacio que ha dejado huérfano?
Si alguien encuentra algún escrito o declaración donde me identifique como socialdemócrata o como nacionalista, le pago una cena. Puede extrañar mi extrañamiento de la socialdemocracia, pero he estado siempre en otra tradición cultural y política. Soy un socialista catalán, europeísta y federalista, y así pienso morir. Hace años que digo que nos podemos despedir de la socialdemocracia, del reformismo centrado en el Estado y en un solo Estado, y que tenemos que hacer todo lo posible para desarrollar y expandir un socialismo nuevo, a la vez local, nacional e internacionalista. Despedir la socialdemocracia no me sabe especialmente mal. Ha hecho su papel en la historia, un buen papel en términos comparativos. Pero ahora tenemos otra historia delante.