Después de más de dos años de ingreso debido al COVID, dos meses en coma, decenas de pruebas y cicatrices que marcan su cuerpo después del periplo, Eduardo Lozano ha salido del hospital. En la puerta le ha esperado Luís, un amigo con el que comparte la profesión de taxista e innumerables viajes a sus espaldas. El Caribe, Marruecos o Tailandia son algunas de las travesías que han hecho juntos. Y la tarde del viernes hicieron otra más, la que llevaría a Eduardo a casa. “Esta noche ha sido la primera en dos años que he dormido del tirón. Y mira que suelo ponerme muy nervioso antes de los viajes”, bromea.
Ha salido por la puerta del hospital sociosanitario Duran i Reynals a primera hora de la tarde y todo el centro ha querido despedirse de él. Y no es para menos: se ha convertido en una persona muy conocida en el hospital después de pasar más de dos años en una habitación a la cual, en algunos momentos durante la conversación, por un lapsus se refiere como “casa”. Tenemos una larga conversación en la puerta del hospital y, a los pocos segundos de subirse al taxi, pide a Luís que se detenga. “Espera, que voy a decir adiós a los de seguridad también”. Parece casi como si Eduardo estuviera retrasando la separación con el hospital. Y casi es así.
“Llevo tanto tiempo aquí que no quería salir, porque ya no tengo nada fuera”, reconoce Eduardo, mientras sigue con la mirada la silueta del hospital, que se va recortando a la distancia. Debido a las secuelas que le ha dejado el coronavirus, se le ha dado la incapacidad total y no volverá a trabajar nunca. Además, tampoco le esperan ni mujer, ni hijos, ni padres. “Solo tengo amigos, que me quieren y me han venido a visitar, pero aun así me siento solo”, explica Eduardo, quien reconoce haber estado toda la vida solo, pero ahora es diferente. “¿Y si me caigo? ¿Qué pasa con las tareas que ya no podré hacer?”, se pregunta preocupado.
Son muchas las cosas que van a cambiar ahora que deja el hospital, donde no tenía que preocuparse de vender su licencia de taxi, de moverse por la ciudad con un andador o de no poder ir al súper a hacer la compra con normalidad. De hecho, los médicos le han dicho que no puede vivir solo, así que su hogar será el piso de Pilar, una amiga que conoció de niño en su pueblo y con la que volvió a tener contacto ya de adulto. “Está más contenta ella de verme que yo de salir. Es una buena amiga... Aunque yo querría otro tipo de amiga”, bromea.
Una nueva vida marcada por la COVID
Nada más poner la llave en la cerradura, se empiezan a oír los ladridos chillones de Lucas y Nina, los dos chihuahuas de Pilar. Y a Eduardo se le cae la baba. Todavía no da el primer paso dentro de la casa, que ya se agacha, apoyado en su andador, para acariciar la cabeza de los perros, que saltan a su encuentro y le lamen sin parar las manos. “¿Os acordáis de mí?”. Esa es una pregunta que no deja de hacer durante toda la tarde, mientras los canes se acurrucan en su falda. “Me daba mucho miedo que no me reconocieran. Es que verlos es de las cosas que más ilusión me hacía de salir”, reconoce Eduardo, que ya tiene ganas de sacarlos a la calle.
Esos paseos con Lucas y Nina son de las pocas cosas que Eduardo tiene claro que formarán parte de su día a día. “No sé qué haré mañana. Ir a comprar, supongo”, dice, dubitativo. Ante él se abre un mundo de posibilidades y, a su vez, limitaciones que ponen barreras a los sueños y expectativas que tenía antes de que su vida se parara por la COVID. Una de las pasiones que ha perdido es la conducción: además de la incapacitación, también le han retirado el carnet de conducir. Y, a pesar de que los médicos le han dicho que es posible que lo recupere, no las tiene todas consigo. “Con lo que a ti te gustaba conducir”, se lamenta Pilar.
Pero el cuerpo de Eduardo ha cambiado, y también lo ha hecho la ciudad que tanto conocía. Y es que, de camino a casa de Pilar, este extaxista se ha confundido diversas veces con las indicaciones. “¿Cómo que no se puede girar? Hace dos años esta calle era del otro sentido”, se queja, mientras mira por la ventanilla esas calles que se sabía de memoria. Otra de las cosas que, de momento, se van a quedar en el cajón son los viajes. Se quedó con muchas ganas de ir a Islandia, pero “me lo tomaré con calma. ¿Dónde voy yo con andador y muleta? ¿Y si me caigo por un barranco?”, se pregunta, entre risas. “No tengo prisa. Lo menos importante ahora es viajar”. Y ¿qué es lo más importante?. “No lo sé... ¡Comerme unas costillas de cordero!”, exclama.
Y es que, aunque dice que la comida del hospital no era mala del todo, después de dos años ya estaba harto. “Ayer me trajeron ese pescado que te dan, que lo doblan porque no cabe en el plato, y no podía ni verlo”, reconoce. Comer, pasear, volver a ver a sus amigos y una lista interminable de recados ocuparán los primeros días en libertad de Eduardo, pero todavía no se librará de los médicos, puesto que tiene que seguir haciendo rehabilitación para recuperar toda la masa muscular perdida y resolver otras secuelas que le ha dejado la COVID.
El rostro de Eduardo está surcado de cicatrices que dejan el recuerdo eterno de las mascarillas y las intubaciones y las llagas marcan sus rodillas debido a estar meses acostado boca abajo durante el coma. Pero, además, su diabetes ha empeorado, su capacidad pulmonar ha disminuido y otras partes de su cuerpo, como la vista, la dentadura o el hígado, se han resentido por la larga hospitalización. “Tienes que cuidarte. Tienes que ir al CAP a que te miren. ¡Comparado con antes, ahora estás fatal!”, le reprime Pilar, desde la confianza de la amistad.
Pero Eduardo tiene claro que, aunque “solo tengo palabras de agradecimiento para los sanitarios, ojalá no vuelva a pisar un médico”, dice cuando, de repente, se percata de que todavía lleva puesta la pulsera del hospital. Ahora ya se la puede quitar, después de veintiséis meses. Pero aun así no lo hace. “Ya me he acostumbrado. Ya me la quitaré”, murmura mientras la acaricia y le da vueltas alrededor de su muñeca.