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Tabernas y tascas de toda la vida, frente a la dictadura del ‘brunch’: “Seguir aquí es una resistencia”

Agustina Cardete, de 88 años, posa con sus hijos, Ana y Juanjo, y su sobrino Manuel a las puertas del bar El Funicular

Sandra Vicente

Barcelona —
17 de octubre de 2024 21:56 h

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Corría el siglo XIX y Barcelona estaba plagada de lo que se conocía como Fondas de ‘sisos’, unas tabernas en las que se ofrecía cocina típica catalana -y responsables de introducir la tradición de paella los jueves- por seis reales. Eran lugares populares, pensados para familias y trabajadores, que tuvieron mucha fama durante la Renaixença.

Pero con la llegada de la Exposición Universal de 1888, la cosa cambió. El turismo y las reformas urbanísticas de la zona donde se celebró el evento hicieron desaparecer poco a poco estas fondas, que fueron sustituidas por restaurantes más pomposos, con nombres en francés o italiano, apelando a ese espíritu cosmopolita que Barcelona ya perseguía hace siglos.

La historia es una rueda que se repite y lo mismo que pasó entonces se está viviendo hoy en zonas de la capital catalana como la superilla del Eixample, una zona pacificada y de mucha afluencia turística. Con la llegada de los visitantes -y la consecuente subida de precios del alquiler de locales y viviendas- los vecinos y comercios de toda la vida han dejado paso a tiendas de souvenirs, coworkings y gastro-bares.

Pero todavía hay algunos locales que se mantienen intactos. Uno de ellos es el bar El Funicular, que ha sido parte de la historia de la ciudad. Tanto, que fue donde detuvieron a Salvador Puig Antich. Su antigua propietaria es Justina Cardete, una mujer enjuta, nacida en Cuenca en 1936 que, a pesar de estar ya jubilada y de haber dejado el testigo a sus hijos, sigue pasando sus jornadas en el restaurante. “Esto es mi casa”, dice, literal y figuradamente.

Justina llegó a Barcelona con 14 años y enseguida encontró trabajo en El Funicular. Una italiana, Ana Maria Filomeno, fundó el bar antes de la guerra y le abrió las puertas. “Vendía vino, gaseosas y sifones. También menús de entre seis y diez pesetas”, recuerda. Trabajaba largas jornadas que acababan en una modesta cama situada en la segunda planta del local.

El siglo pasado, este barrio acogía algunas fábricas pequeñas y empresas como la FECSA, el Colegio de Farmacéuticos o la redacción de El Periódico de Catalunya, que llenaban las mesas de los bares a la hora de los desayunos y las comidas. Pero con el paso de los años, muchos de estos negocios han ido desapareciendo o trasladándose. “Hace tiempo éramos ocho restaurantes como el mío, los que hacían falta para dar de comer a toda esa gente. Pero ahora sólo quedo yo. El resto, para los turistas”, se lamenta Justina.

Su bar no tiene relevo generacional, ya que tanto sus dos hijos, Ana y Juanjo, como su sobrino Manuel, que también trabaja con ellos, están al borde de la jubilación. Y los nietos tienen una vida alejada de los fogones. “Tenemos muchos pretendientes, pero no todos nos gustan”, explica la hostelera. Su local es un caramelo y está atrayendo inversores “de esos que hacen que todos los bares sean iguales”, se lamenta Justina.

Ella lleva casi 75 años en El Funicular y ostenta su licencia desde que su fundadora muriera y se la cediera. “Era una segunda madre para mí. Me enseñó todo lo que sé”. Por eso, le preocupa que la herencia de esa emprendedora italiana desaparezca y su bar se convierta en el enésimo local de ‘brunch’ de Barcelona. “Mira lo que les pasó a los de al lado”, se lamenta Justina.

Se refiere al gastro-bar Betlem, un local que data de 1982. Este negocio familiar empezó llamándose Miscelànea y era un ultramarinos que suministraba productos a todos los bares de la zona, incluido el de Justina. Pasados los años y todavía en manos de la familia, se convirtió en un bar de tapas. Pero no aguantó los embistes de la pandemia y el negocio fue vendido a una cadena de gastro-bares.

Ahora, las tapas han dejado paso a briskets, tartar de salmón y huevos poché. Platos que se sirven a una clientela, en gran medida, foránea y con un precio que se acerca o supera al que El Funicular pide por un menú completo. En cambio, en la terraza colindante, se agrupan vecinos del barrio, de esos que piden “lo de siempre” y que llaman a Justina por su nombre.

Mantener la esencia en un barrio “desangelado”

“Seguir aquí es una resistencia”. Quien habla es Arnau, uno de los trabajadores de la bodega La Riera, en el corazón de Vallcarca. El local nació en los años 40, cuando el barrio todavía estaba a las afueras de Barcelona. “Era el extrarradio. Aquí venía la gente en coche a tomar el aperitivo o a cenar después del cine”, explica. El local era popular, pero fue perdiendo tirón a medida que pasaban los años y el barrio iba cambiando, perdiendo trabajadores y vecinos.

Vallcarca es una zona de contrastes: pendiente de una reforma urbanística desde 2002, acumula infraviviendas y asentamientos de chabolas, mientras se erigen promociones con precios de alquiler elevados y llenas de pisos turísticos y de temporada. “Estamos cerquísima del Parc Güell”, resume Josep, también trabajador en La Riera. “El barrio está desangelado. Todo son tiendas de souvenirs, algún bar sin alma y locales con taquillas para dejar maletas y tablas de surf”, relatan estos hosteleros.

De hecho, es curioso que, a pesar de estar en una ciudad repleta de bares y terrazas, en esta zona de Vallcarca cuesta encontrar dónde sentarse. Pero ellos, como dicen, resisten. Su objetivo no es servir cañas, sino reengancharse a la historia del barrio. Viendo que el destino de la bodega estaba sentenciado, su antigua propietaria no quiso dejarla en manos de cualquiera y acudió al ateneu anarquista, que constituyó una cooperativa para hacerse cargo de ella. Hoy son cinco socios y dos trabajadores los que llevan esta tasca, que conserva los barriles de vermú y vino, así como unos azulejos que remiten a tiempos pasados.

“Es triste, pero a pesar de no tener fogones, somos el mejor lugar para comer del barrio”, asegura Arnau, que se jacta de que en las mesas de madera de La Riera se juntan “punkis con trans, abuelos, currelas y chatarreros. Y todos hablan y conspiran”, dice, entre risas. El menú de La Riera es modesto, porque no se pueden permitir la licencia de cocina, pero eso no impide que ofrezcan menús de tapas y bocadillos fríos con propuestas imaginativas, a precios razonables, de producto de proximidad y, en su mayoría, veganas.

“Eso nos ha hecho aparecer en algunos ránkings. Y nos da mucha rabia. Porque no nos destacan por la historia, sino porque hacemos comida vegana y barata. Y a ese pijerío que viene aquí para ver un sitio superauténtico no lo queremos”, asegura Josep, tajante, que quiere dejar claro que ni la comida vegana ni el vermú son caros por esencia. “Sólo lo son porque se han puesto de moda. Y eso lo arruina todo”, sentencia.

Una oda al 'esmorzar de forquilla'

En una ciudad con tanta oferta gastronómica como Barcelona, los ránkings y listas de Internet son una herramienta muy usada para encontrar lugares donde sentarse a comer. Ahora bien, según alertan desde La Riera, son tramposos: “Nos llevan a sitios que son todos iguales y nos quitan de eso tan bonito de conocer locales del barrio”. Por eso, desde la pandemia han surgido diversas iniciativas de listas alternativas. Una de las que está teniendo más éxito es ‘Esmorzars de Forquilla’.

Este término catalán, que se traduce como ‘desayunos de tenedor’ describe el amuerzo que tomaban los trabajadores del campo para tener un gran aporte calórico y aguantar largas jornadas. Luego, estas comidas formadas por platos contundentes como carrilleras, pies de cerdo o cap i pota, fueron adoptadas por amantes de la montaña, caminantes o ciclistas. Y domingueros en general. Pero con los años, han ido perdiendo popularidad frente a otras propuestas gastronómicas.

“Tendemos a despreciar lo nuestro y creemos que lo de fuera es mejor. El ‘esmorzar de forquilla’ no es ni mejor ni peor que el ‘brunch’, pero es nuestra historia”, explica Albert Molins, periodista y fundador de lo que primero fue una cuenta de Twitter y luego se convirtió en una app que recopila y recomienda lugares donde se sirve este tipo de almuerzo catalán.

En cuatro años -menos de uno desde que se inició la app- han recopilado 2.500 restaurantes y cuentan con más de 45.500 usuarios. “Eso demuestra que hay interés por la comida tradicional, pero había quedado invisibilizada frente a la avalancha de otras propuestas”, asume Molins.

Este periodista y amante de la gastronomía tradicional reconoce que, quizás, comerse una butifarra con habas para desayunar no es para todo el mundo. Pero reivindica la variedad y lo propio frente a la homogeneidad de los gastro-bares que pueblan las grandes ciudades. “Todas las cartas son iguales. Huevos bennedict, pulpo con parmentier y un salmón que está alimentado con pienso hecho con la pesca en Senegal, que está destrozando la costa y la economía local”, asegura.

Justina, desde detrás de su barra, enseña su menú. Ella no tiene pies de cerdo, pero sí canelones y algún día también fricandó. “Es normal que la gente quiera probar cosas nuevas, y está bien. Pero no olvidemos lo nuestro. Y lo nuestro también es servir a la gente de siempre, a precios razonables, una cocina sin moderneces, pero hecha con amor”, dice esta mujer, mientras mira a su familia servir platos y cafés.

Son de los últimos bastiones de un barrio cambiante y, aunque no podrán decidir qué pasará con el que ha sido su hogar cuando se marchen, se irán con la cabeza bien alta. “Hemos hecho lo que teníamos que hacer, y lo hemos hecho bien”, remacha.  

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