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A.R. me llevó hace unos días a Cazalegas, debía ser la doscientos cincuenta y una vez en mi vida que iba a “Caz Beach”, así lo llamábamos en los años de oro. Si hubiera hecho una muesca en la corteza de un álamo por cada baño que me he dado en este embalse, el tronco ya estaría lleno de hendiduras secas, cicatrices de los días de agua y sol. La tarde era abrasadora, bajo los sauces polvorientos de la orilla, junto al viejo embarcadero de tablas podridas me eché sobre la toalla blanca del balneario de Széchenyi.
Los tres galgos italianos de mi amigo se tiraron al agua nada más salir del coche, corrieron hacia la orilla tras el sol que se reflejaba en las aguas verdosas, del color de un vidrio viejo. Así deberían perseguir a las liebres en nuestras cabezas los sicólogos, como esos galgos corriendo hacia la nada envuelta en una luz muy blanca. T. era el horno de un panadero, y el sol la única hogaza. A. R. apenas habla, los panaderos hablan poco. Al verme después de algún tiempo suele decirme -Un libro es como un pan, alimenta como un pan- Habla poco, en el cielo siempre ve harina. Le gustan los monólogos largos. Si nadie lo ve, termina hablando sólo en voz alta.
Antes de meterse en el agua se sentó en el tocón de un chopo, y sacó de una bolsa de tela roja “Campos de Castilla” de Antonio Machado. Era el libro más seco y adusto que tiene en la vieja casa de la Ramón y Cajal. La fuerza del paisaje es la fuerza del alma. Los poemas de Campos de Castilla hablan de paisajes muy parecidos a este. Desde esta orilla de “Caz Beach”, al fondo, como volcado hacia nosotros, el pico de San Vicente, un viejo espolón de granito desde el que se puede abrazar este valle, sin la altura y el glamour del Mocayo que tanto marcó a Machado. “¡Oh mole del Moncayo blanca y rosa, allá” invocando a lo sagrado que toda montaña aislada tiene.
Siempre he entrañado esta visión del San Vicente, estuve tantas veces allí arriba como tantas aquí abajo, sus apenas mil cien metros hacen de él mi Sainte-Victoire particular, y la obsesión de Cézanne por pintarlo una y otra vez, es en mi la obsesión de renunciar a un poema en el que aparezca enmarcado en unas pobres palabras sin alma, renunciar a ello me permite todavía mirarlo desde la inocencia y la radicalidad de su verdadera significación.
El puente sobre el valle del río Arc de la línea de ferrocarril entre Aix y Marsella que solía aparecer en los cuadros del Saint Victoire de Cézanne, es aquí el muro del embalse en la perspectiva del San Vicente. Para que una altura resalte en el espacio, debe haber a sus pies un abismo o gran hondonada llena de agua donde se refleja. El alma es un paisaje fuerte, hay que recorrerlo a pie, o pintarlo muchas veces hasta que quede dentro de uno y desaparezca para siempre.
Peter Handke viajó hacia la montaña de Cézanne y escribió el ensayo Die Lehre der Sainte-Victoire. Es ahí donde dice “El centro del mundo no es acaso donde un gran artista realizó su obra, antes que otros sitios como Delfos”. Pero el incansable nómada austriaco también estuvo en Gredos, de ese paisaje dijo “Una vida terrenal indevastable” Se subió a un autobus en T. hace algunos años, y se bajó Yuste.
Allí, en alguno de los pueblos del Tiétar escribió “La pérdida de la imagen o por la sierra de Gredos” Y de sus días en Soria salió su breve pero intenso ensayo sobre el ruido. Perseguía al fantasma de Machado por las calles de Soria. A.R. entra en el agua con “Campos de Castilla” en la mano, está desnudo. Ver a un hombre desnudo con un libro en la mano en el agua, es ver reflejada su alma. Me enseña el culo, está de espaldas a mí, el agua sólo hasta las rodillas.
Lee en voz alta “Mediaba el mes de julio. Era un hermoso día. Yo, solo, por las quiebras del pedregal subía, buscando los recodos de sombra, lentamente. A trechos me paraba para enjugar mi frente” Versos tan llenos de sentido para ese instante. Quizás recordando caminatas de días de verano buscando la cima del San Vicente. La luna es otro pan, un candeal dorado en el horno del verano.
A lo lejos los incendios, incendios machadianos, como aquel verano eterno en el que la mirada del poeta se quedó clavada en los pinares de Covaleda y el Urbión, y el humo rodeaba la ciudad del Duero alto, del río limpio. Se quemaban los pinares y nadie los apagaba. Aquel nómada sevillano encontró en aquellos paisajes de Soria la luz más pura a la que pueda aspirar el hombre, y en aquellos pinares ardiendo de 1903 el amor por Leonor. Peter Handke huyendo de la flatulenta Austria y de la jauría estalinista se perdió hace algunos años en la España olvidada. Nadie le habría encontrado en Burgo de Osma; Ferdinad Bauer, mi relator en Salzburgo me dijo que también pasó una breve temporada en T. y que nadie se enteró.
Esto son conversaciones de playa, nuestros itinerarios son imprevisibles. Salimos siempre una mañana muy temprano de T. sólo porque la vida va un poco más rápido que nuestros pasos, y no es cuestión de que se aleje tanto de nosotros y terminé muy lejos. A. R. acababa de llegar de un viaje a pie por la ruta de la Plata –desde Plasencia a Zamora- y traía el brazo izquierdo quemado por el sol, si hubiera hecho ese camino de Norte a Sur el brazo quemado habría sido el derecho. Se bañó en el Jerte, en el Tormes y en el Duero.
Allí donde encontraba un río practicable, junto a la orilla montaba su vieja tienda de campaña y hacia noche, pero nunca habla de sus viajes a pie, su manera de hablar es guardar silencio, es hacer pan, el pan se hace con silencio, y el agua para hacerlo es muy importante, no todas las aguas valen. Mejor la de los pozo antiguos. Es panadero y su contacto con el fuego le viene de los dioses, ellos le dieron las primeras brasas con las que cocer la masa.
La toalla blanca se ensucia pronto, miro el San Vicente a través del agua. En la orilla echaba de menos a Brodsky, a JAB, y a J. Brodsky no sabe nadar, para él, cualquier charco cenagoso es el mar. Esto fue una vez la playa de Madrid. Todavía queda un viejo camping en la orilla derecha del embalse, a veces tengo la sensación de que va a salir de la recepción Roberto Bolaño con un montón de sobres bajo el brazo camino de la oficina de correos.
Una música infernal suena todo el tiempo en el chiringuito con techo de cañas. Aguas del color de la plastilina vieja, entre un verde apagado y un marrón de arcilla. Nunca verás el fondo, son aguas con poco oxígeno, aguas muy viejas. La sensación es extraña, entras en las aguas al igual que lo haces en una charca de aguas medicinales, o en el Lago Hillier, de color rosa en la isla Middle, Australia, donde siempre hay un cocodrilo mordisqueando el sol. Ese miedo primitivo a entrar en lo que no se ve.
Nunca más verás el fondo de las cosas. A.R. me invita a darme un baño, le digo que no, más tarde lo haré. Él se adentra en las aguas del pantano, camina hacia el centro y nunca termina de cubrirle, parece que camina sobre aguas de color chocolate. El viejo embalse se ha anegado, como también se anegó el ser en nuestros días; (ya hay dos colores que no soporto, el amarillo y el naranja) El sol tiene estos días esos colores. En las aguas parece un gran membrillo flotando; sin embargo, a pesar de todo, las aguas por sucias que estén, aún transmiten esperanza.
Por un momento uno tiende a imaginar cómo debió ser el paisaje antes de la construcción del embalse, el lugar primigenio; el Alberche en el centro, con un lecho golpeado por el estiaje, de aguas limpias y chopos enfilando las orillas. Así debió ser este río hace ya mucho, y dudo entre el “era” y el “fue”; “fue” nunca ya será, el “era” aún contiene el tiempo que se fuga. Tirado sobre la toalla pensé en no volver más a este lugar. Este sería mi último baño aquí.
Pero cuantas veces he pensado lo mismo, nunca se lo había dicho a nadie, sólo me lo decía a mí, aunque me hubiera gustado oírlo en boca de otro. Esta idea de ser la última vez se ha estancado en mi cabeza. Muchas veces estuve bajo el mismo sauce polvoriento, tirado en la orilla sobre la vieja toalla blanca del balneario de Széchenyi, contemplando las aguas del embalse. Fue el primer mar que vieron mis ojos antes del mar de Liencres en los veranos de Santander, y por ser el primer mar, a estas viejas aguas le debo los ojos y el silencio. Un mar pequeño, demasiado pequeño para una gran travesía. Toda barca o pequeño navío me resulta ridículo en estas aguas.
Todavía T. sigue bebiendo de esta charca detenida del Alberche. Una vez hace mucho fue azul, como un trozo de mar un día de verano. Las palabras de las charcas no hablan de agua, de ellas salen palabras como remozarse, estancarse, regar, barro, fondo, reunir, pescar dormido, cenagoso, limo, fétido, idiotez. Son las palabras de la charca, no tiene otras. Nunca más volveré aquí. Cuando dices demasiadas veces “no” a una cosa, estás diciendo si: el si sólo se dice una vez, demasiados “no” llevan al si, dentro de cada “no” va siempre un si, como en la piedra el fósil de un trilobites. El “no” se rompe fácilmente, el si perdura siempre.
Aguas abajo del embalse las tierras de regadío y la gran vega de T., sus viejos campos de tabaco y algodón, como un lugar perdido de Alabama con sus esclavos y sus fantasmas. Quizás ellos no lo sepan, pero tu, lector, ya sabes muy bien quienes son, -si- ellos, los de siempre; les conocí a todos en verano, a algunos les vi desnudo en las orillas del Pusa y del Gevalo, iban y venían por los años, a otros les conocí allí, en los bosques sagrados de la vieja montaña, en los altos del Piélago, en el Pico de San Vicente. Pero nunca escribiré un poema sobre eso. Hay demasiado ruido.
“Al igual que mis otros paisajes del mundo, para mí, escucha bien, también la sierra de Gredos, de vez en cuando, cada vez que he estado aquí, a pesar de la historia y del tiempo de ahora, me ha parecido un ejemplo de una vida terrenal que es indevastable y que, si tal vez no una eternidad eterna, sí promete media eternidad”. Handke es un caminante que atraviesa estepas y montañas para descubrir el lugar dentro de sí mismo.
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