Los discursos del rey
Hubo ruido. Cuando empezó a hablar Felipe VI, se desencadenó de fondo un repicar insistente de protesta. La cacerolada simultánea a su discurso televisado resultaba más llamativa porque las calles estaban desiertas y el estruendo parecía surgir de las profundidades urbanas. El hecho es que un sector significativo de la ciudadanía expresaba descontento y repulsa haciendo ruido desde ventanas y balcones mientras el monarca desgranaba frases llamando a la unidad de los españoles frente a una epidemia causada por un virus global de gran capacidad de contagio. “Debemos dejar de lado nuestras diferencias…”.
Y a la memoria, inevitablemente, venía aquel otro ruido de fondo, ¡hace tanto tiempo!, en otro discurso del rey. En aquel caso, Juan Carlos I hablaba por televisión mientras de las calles de Valencia subía el rugido de los motores de los tanques del Ejército, que habían ocupado la ciudad por orden del golpista capitán general Milans del Bosch. También entonces estaban los valencianos recluidos en sus casas, no por la epidemia de un virus, sino por un toque de queda. Aquella noche del 23 de febrero de 1981, o mejor dicho, ya la madrugada del día 24, el monarca pronunció una frase clave: “La Corona, símbolo de la permanencia y unidad de la patria, no puede tolerar en forma alguna acciones o actitudes de personas que pretendan interrumpir por la fuerza el proceso democrático que la Constitución votada por el pueblo español determinó en su día a través de referéndum”.
Qué escenas más parecidas y qué diferentes, sin embargo, en su significado. Cuatro décadas después, ya jubilado, el rey que habló por televisión para poner fin a un golpe de Estado escandaliza a todos con la corrupción que ha anidado tras su posición institucional inviolable. Y pone en jaque a su hijo, ahora rey, obligado a apartarle de una Casa Real que ya tuvo que dejar de lado a una infanta y a su marido por un comportamiento que le llevó a la cárcel.
Los dos discursos, -con el episodio lamentable en 2012 de la cacería de elefantes en Botsuana, el affaire Corinna Larsen y la abdicación dos años después, por parte del padre, y la desafortunada intervención dadas la actitud y el tono del actual rey en los días posteriores al referéndum unilateral que los independentistas celebraron en octubre de 2017 en Catalunya- jalonan el progresivo deterioro de la monarquía parlamentaria. Una monarquía basada en un sistema bipartidista, que una vez más, y van unas cuantas en la historia española, dilapida sus oportunidades políticas. Si el compromiso de Juan Carlos de Borbón con la democracia permitió cargar la cuenta de crédito moral, el manejo de cuentas bancarias opacas cargadas con fondos procedentes de comisiones millonarias de más que sospechosa procedencia la ha dejado exhausta. Y sin el crédito de una opinión pública favorable no hay monarquía que pueda sobrevivir a largo plazo en democracia.
Aunque esté arropado de forma más bien escandalosa por las élites políticas y mediáticas de la corte, Felipe VI no puede pensar que pasará la tormenta y que un comunicado anunciando que deja sin sueldo a su padre y que renuncia a su herencia frenará el desgaste. Sabemos cómo comienzan los casos de corrupción y hemos visto cómo han acabado decenas de ellos estos últimos años. Además, lo ha explicado Javier Pérez Royo: el problema es de legitimidad. Y no está claro que pudiera resolverlo siquiera una eventual disposición del monarca a rendir cuentas, dar transparencia al funcionamiento de la Casa Real y renunciar a ciertos privilegios.
“La Restauración de la monarquía presidió la Transición a la democracia, pero la forma en que lo hizo bloqueó la capacidad de renovación del sistema democrático”, ha escrito Pérez Royo, en alusión a la herencia franquista. “Esa falta de renovación es la que ha posibilitado que la propia Jefatura del Estado, que presidió la Transición, haya degenerado de la forma en que lo ha hecho”.
Mientras la reforma de la Constitución se hace tan necesaria como improbable, la protesta que la noche del 18 de marzo se dejó oír en las calles, como una señal de alerta en medio del estado de alarma sanitaria, revela que el descontento con la monarquía no es cosa de grupos más o menos minoritarios. Comentó en algún momento el expresidente José Luis Rodríguez Zapatero que “tenemos un rey bastante republicano”, aunque lo dijo pensando en la afinidad hacia una concepción positiva de las libertades y no en un sentido institucional. Pero, ¡cómo son las cosas!, ya no es una quimera pensar en la posibilidad de un jefe del Estado auténticamente republicano.
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