Poco a poco, la política española se encoge para responder a la más cruda razón de Estado. El Gobierno de Mariano Rajoy está dejando la democracia en los huesos. Como ha apuntado Josep Ramoneda, un “autoritarismo por defecto” lo va impregnando todo. Hay cada vez más argumentos para sostener tan preocupante diagnóstico. De lo más pequeño a lo más grande, de lo más anecdótico a lo más estratégico, la deriva es alarmante.
Puede parecer menor el menosprecio a la reclamación de un trato justo en la financiación autonómica que sostienen las instituciones valencianas comparado con la gravedad del conflicto en Catalunya, pero forma parte del mismo problema, el bloqueo político y la incapacidad, ya no de superarlo, sino siquiera de intentarlo.
El 18 de abril, medio centenar de alcaldes del área metropolitana de Valencia, con el regidor de la capital, Joan Ribó, entre ellos, acudieron a Madrid a protestar porque en el proyecto de Presupuestos Generales del Estado, entre otras promesas de inversión incumplidas, se otorga al contrato programa para el transporte metropolitano de Valencia una subvención de cero euros. El ministro de Hacienda, Cristóbal Montoro, se amparó en el castizo “vuelva usted mañana” y les citó para otro día.
La reclamación de los alcaldes de los 38 millones de euros que corresponderían al contrato-programa de Valencia está más que justificada si se observa que las Cuentas del Gobierno destinan al transporte metropolitano de Madrid 126,9 millones, 109,3 millones al de Barcelona, 47,5 al de Canarias y 6,4 al de Sevilla. Dejar sin subvención el área de Valencia solo puede obedecer a un inconfesable sectarismo.
Ese mismo día se reunió Rajoy con dos presidentes socialistas, la andaluza Susana Díaz y el aragonés Javier Lambán, para hablar de la reforma de la financiación autonómica. Una reforma que se ha reivindicado hasta con una manifestación multitudinaria en la Comunidad Valenciana, la más perjudicada por el actual modelo. Su presidente, el también socialista Ximo Puig, no ha parado de reclamarla, también en entrevistas personales con el jefe del Gobierno.
Pues bien, la conclusión de las reuniones con Díaz y Lambán fue el compromiso de Rajoy de convocar el Consejo de Política Fiscal y Financiera para poner en marcha el proceso. Algo que ya hizo en 2017 casi en los mismos términos para concluir que se reformaría el modelo antes de diciembre. Y aquí estamos. Como en el “día de la marmota”, atrapados un año después en un bucle político impresentable.
El efecto demoledor de un sistema de financiación caducadísimo se suma a la permanente impugnación desde el Gobierno del PP de leyes autonómicas, que discute y lamina un autogobierno intervenido económicamente a partir de la crisis con el curioso criterio de que las autonomías, donde se residencian las principales competencias del Estado del bienestar, debían apretarse más el cinturón que la Administración central.
Cada vez que la queja ante la discriminación se agudiza, la dirigente del PP autóctono, Isabel Bonig, acusa a los partidos del Pacto del Botánico, que sostienen el gobierno de izquierdas en la Generalitat Valenciana, de seguir el peligroso camino de Catalunya, de dar alas al independentismo. El asunto está claro: si no protestas no te hacen caso; si protestas, tampoco, pero además te conviertes en un peligroso agente del catalanismo.
Lo único cierto es que todo forma parte del mismo desastre. El futuro de Catalunya se deja escandalosamente en manos de los jueces, de España y de Alemania, a quienes se intenta convencer con una penosa recopilación de incidentes más o menos puntuales de que los independentistas, aparte de proclamar ilegalmente la secesión, pusieron en marcha un levantamiento violento. Mientras tanto, la presidenta de la Comunidad de Madrid, Cristina Cifuentes, convierte su caída en otro episodio agónico de la larga crónica de la corrupción y Rajoy trata de conseguir la aprobación de los Presupuestos solo para sobrevivir en la legislatura.
De esta forma, el autoritarismo va ocupando las grietas que el insoportable bloqueo político causa en nuestra democracia y la vieja idiosincrasia centralista del Estado se tensa hasta poner en peligro todos los contrapesos con los que un día funcionó razonablemente el sistema.