Joan Romero y Andrés Boix coordinan un foro en el que especialistas en diversos campos aportarán opiniones sosegadas y plurales sobre temas de fondo para una opinión pública bien informada
Vía libre para redefinir y mejorar el gobierno local
Una de las más peculiares consecuencias del período de impasse político en que estamos sumidos desde el complicado resultado electoral del 20-D es que muchos gobiernos autonómicos, y el valenciano entre ellos, siguen a la espera de que el panorama político se despeje para adoptar medidas de cierto calado. Hay razones objetivas para ello que han de reconocerse: si pensamos en la acción del Consell, es evidente que el despliegue de políticas novedosas y de cierta ambición está inevitablemente supeditado, en algunos casos, a que se logre desencallar la impresentable condición en que quedamos los ciudadanos del País Valenciano como consecuencia del modelo de financiación; si nos centramos en la acción de cualquier gobierno autonómico (y también del nuestro), la indefinición respecto a si determinadas reglas contenidas en normas aprobadas en los últimos años (de control financiero, por ejemplo) van a seguir en vigor en los mismos términos puede explicar también cierta parálisis. Sin embargo, y es una pena, también hay motivos algo menos confesables para cierta inactividad: la perspectiva de que pueda haber en un plazo no muy lejano nuevas elecciones provoca, como antes lo hicieron los comicios del 20-D, que se posterguen algunas medidas que, por originales y más valientes, pueden generar más polémica.
En un caldo de cultivo como el descrito se produce el paradójico efecto de que muchas medidas impulsadas por el gobierno Rajoy y adoptadas durante la pasada legislatura, por mucho que unánimemente criticadas por el resto de partidos políticos, sigan aplicándose sin que aparezcan alternativas a pesar de que a día de hoy es clara la existencia de una mayoría de actores contrarios a las mismas, incluyendo en esa mayoría crítica a no pocos gobiernos autonómicos, como el valenciano. Ni siquiera la presentación del fallido, por insuficiente (bueno, y también por alguna cosa más), pacto de gobierno entre el PSOE y C’s (el llamado Acuerdo para un gobierno reformista y de progreso) ha paliado esta escasez de alternativas a esas reformas, dado la indigencia intelectual de la mayoría de las propuestas allí contenidas. Baste recordar, por ejemplo, el ejercicio de inanidad de sus referencias a la supresión de las Diputaciones provinciales, que no se sabe si se pretende que sea eliminadas o meramente renombradas, pero afirmando en todo caso un ahorro económico anual equivalente a todo su presupuesto, aunque a la vez que se promete que se conservarían tanto su personal como las políticas que desarrollan. No parece, la verdad, un planteamiento muy serio ni que merezca ser analizado con atención por su evidente falta de sentido. Aunque no está de más resaltar cómo en ese pacto, una vez más, la lógica centralista se impone (¿no sería más sensato permitir a cada Comunidad Autónoma decidir si en su territorio y a partir de sus coordenadas económicas y sociales tienen sentido o no estas instituciones?).
Otro ejemplo de libro de esta falta de ambición de cambio que comentamos tiene que ver con el grueso de la reforma local que las Cortes generales aprobaron (por cierto, reforzando a las Diputaciones provinciales a la vez que sus equivalentes europeos van desapareciendo), finalmente, en diciembre de 2013. La ley 27/2013 que finalmente la vehiculó ha sido ampliamente criticada por sus efectos muy nocivos y antimunicipalistas: se trata de una norma que buscaba restringir la autonomía local de forma notable, convirtiendo a los ayuntamientos en administraciones con menores competencias y con la intención última de ir reconformándolas como entes escasamente protagonistas para la prestación de servicios y la definición de políticas públicas. Pero, además, para hacerlo, limitaba también enormemente las competencias autonómicas, pretendiendo instaurar un modelo de régimen local estatal uniforme donde los distintos territorios del Estado poco tendrían que decir respecto a cómo y qué tenían que hacer los gobiernos locales. Todo ello enmarcado en un modelo liberalizador-privatizador y ciertamente restrictivo en cuanto a la prestación de servicios sociales que mereció, como se ha dicho, críticas desde un primer momento, pero también concitó esfuerzos por parte de muchos agentes en la búsqueda de alternativas para lograr vadear algunas de las restricciones y poder continuar desplegando metas ambiciosas en materia de política social a escala local. De hecho, un grupo de profesores de la Universitat de València, nucleados en torno al Institut Interuniversitari de Desenvolupament Local, desarrollamos una suerte de “guía” práctica que pretendía identificar buenas prácticas en el contexto comparado internacional y autonómico, aislarlas, concretarlas y proponer mecanismos para su aplicación a efectos de mejorar muchas políticas locales: transparencia, gobernanza, políticas sociales, de vivienda, de desarrollo económico, de coordinación intermunicipal, en materia de ordenación del territorio… Todo ello con la idea de que, con un marco legal u otro, siempre y cuando hubiera voluntad por parte de los actores locales y autonómicos, había en todo caso posibilidades para actuar, básicamente porque nuestro ordenamiento jurídico y constitucional no es tan centralizador y uniformizador como la reforma local quería hacer creer (y pretendía imponer).
Lo cierto es que la mayor parte de Comunidades Autónomas, desde la entrada en vigor de la reforma local, han sido muy consistentes en la defensa de sus competencias y, en ocasiones bordeando la insumisión respecto del texto legal, han defendido el no desmantelamiento de servicios sociales y otras competencias impropias que venían ejerciendo sus municipios al amparo de interpretaciones como las expuestas. Esta actitud, prácticamente unánime, y con independencia de la orientación política de los gobiernos de turno, ha sido muy de agradecer y explica por qué la aplicación de la reforma local no ha generado los destrozos que podría haber supuesto. Además, es también un muy buen ejemplo de cómo en un Estado compuesto con el poder repartido entre diversos actores, las pugnas políticas y jurídicas se sustancian a partir de la interacción entre diversos actores y el contraste de diferentes perspectivas, de manera que la defensa activa de ciertos postulados acaba teniendo importantes efectos sobre el resultado final. En los modelos federales o cuasi-federales hay que ser proactivo para ganar espacios y defender posiciones. Bien está que por fin nuestras Comunidades Autónomas lo vayan aprendiendo. Sin embargo, y como consecuencia (comprensible, como decíamos) del impasse político y de la incertidumbre jurídica, así como por la ya comentada excesiva “prudencia” electoral, se ha echado en falta ambición en el desarrollo de modelos de régimen y gobierno local alternativos al de la reforma de 2013. En la medida en que esa incertidumbre jurídica era un factor en efecto esencial (y entendible) que obligaba a cierta prudencia, hay que señalar que la Sentencia del Tribunal Constitucional, publicada el pasado 8 de marzo en respuesta a un recurso del parlamento de Extremadura, sobre la constitucionalidad de algunos preceptos de la ley 27/2013, que es la primera de las muchas que vendrán sobre la ley y sus efectos, debiera estar llamada a cambiar esta dinámica.
La Sentencia en cuestión es extraordinariamente importante (aquí se puede consultar íntegra, mientras que aquí hay un buen resumen realizado por el propio Tribunal Constitucional) porque confirma algo que, aunque evidente para casi todos, la reforma local de Rajoy había desconocido: que allí donde las competencias sean reconocidas en la Constitución a las Comunidades Autónomas, han de ser éstas quienes determinen cómo repartirlas y organizar su ejercicio. Por esta razón el Tribunal Constitucional declara inconstitucional y nula la pretensión de “forzar” a las autonomías a recuperar (y desposeer correlativamente a los municipios que venían ejerciéndolas) competencias en materia de sanidad, educación o servicios sociales con una lógica inapelable: si estas competencias son, como de hecho reconoce la propia Constitución, exclusivas de las Comunidades Autónomas, entonces ha de corresponder a ellas decidir si las actuaciones públicas en esas materias han de ser llevadas a cabo por ellas mismas o por los entes locales de sus respectivos territorios (y también, por supuesto, determinar cómo sean ejercidas y con qué objetivos). La consecuencia de la afirmación de este principio no se detiene aquí, sin embargo, pues lo mismo que predicamos para estos casos puede y debe ser trasladado a cualquier otra competencia autonómica. El Tribunal Constitucional, en definitiva, ha venido en reconocer que corresponde a cada Comunidad Autónoma, dentro de sus competencias, ordenar el despliegue de las mismas y determinar cómo se ejecutan las políticas públicas de las que son responsables. Se trata de una excelente noticia.
Pero no sólo estamos ante una excelente noticia porque jurídicamente el Tribunal Constitucional imponga la sensatez que tantos le habían señalado y porque políticamente se afiance un entendimiento, siquiera sea de mínimos, de lo que es un Estado autonómico (o semi-federalizado). Estamos también ante un reconocimiento de las posibilidades de actuación de las Comunidades Autónomas que debería funcionar como pistoletazo de salida para que todos aquellos gobiernos regionales, incluyendo al valenciano, que no comparten el sentido y orientación de la reforma local de 2013, comiencen en serio un proceso de reflexión sobre sus posibilidades de mejora profunda. Ya no puede alegarse para la inactividad la incertidumbre jurídica. Y respecto de los vaivenes políticos en la composición del gobierno estatal, sinceramente, mejor despreocuparse porque no debieran ser tan importantes: como este proceso que relatamos ha demostrado, el camino se hace andando en la dirección pretendida, defendiendo ciertas posiciones, al margen de lo que pueda venir de la norma estatal, porque hay mucho margen efectivo para hacerlo, siempre y cuando se tenga la osadía política de tomar esa dirección.
Así, el gobierno valenciano (entre otros) tiene ya vía libre, si lo considerara oportuno, para dotar de más generosas competencias a sus municipios y remodelar la planta administrativa propia en una línea más semejante a la europea, con mayor peso de la acción en proximidad y estructuras flexibles intercomunales generosamente dotadas de competencias. Además tiene también el camino expedito para profundizar en la senda, ya iniciada, de minimizar las interferencias de las Diputaciones provinciales por medio de medidas de coordinación que, apuntadas ya hace unos años como solución para estos algunos de estos problemas, acaba de recibir un indudable espaldarazo jurídico por parte del Consell Jurídic Consultiu. Simplemente con estos dos puntos de apoyo jurídico, y asumiendo el resto de posibilidades legales de la reforma de 2013 del régimen local (por ejemplo, delegaciones de competencias), sería posible idear para el País Valenciano un modelo de gobierno local propio muy ambicioso, mucho más flexible y adaptado a las necesidades dispares y crecientes de nuestras cada vez más complejas sociedades, con entes locales más potentes y estructuras de coordinación intermunicipal reforzadas, a partir de una reforma de la ley de régimen local valenciana que los empleara como soporte técnico para proponer soluciones que son a día de hoy comunes en Europa y que combinan descentralización funcional, corresponsabilidad y colaboración multinivel. No hace falta, además, innovar demasiado: casi todas las mejoras se han experimentado ya en otros lugares y es suficiente con copiar inteligentemente. Además, son muchísimos los expertos en estas materias que llevan años trazando una hoja de ruta a partir de la cual, incluso empleando sólo partes de la misma, podrían lograrse mejoras indudables.
En cualquier caso, y es lo relevante en estos momentos, desde el pasado 8 de marzo, tras la Sentencia del Tribunal Constitucional comentada, no puede alegarse para la inacción que no sea posible jurídicamente iniciar este recorrido o haya la más mínima duda al respecto. A partir de ahora, simplemente, lo que hace falta es tener bien claro hacia dónde se quiere ir, si de verdad se aspira a tener un modelo propio de gobierno local ambicioso y cercano a los ciudadanos diferente al de la reforma Rajoy de 2013 y, si es el caso, dar los primeros pasos en la dirección adecuada. Ojalá puedan ser firmes, sentando sólidamente las bases de un cambio profundo que nos lleve muy lejos.
Andrés Boix Palop es Profesor de Derecho Administrativo de la Universitat de València – Estudi General y ha publicado recientemente diferentes obras sobre esta materia. En clave valenciana publicó Una nova planta per als valencians (Nexe, 2013) con una serie de propuestas de reforma sobre la estructura y organización de la administración autonómica y local valenciana; también coordinó tras la reforma junto al Prof. Joan Romero la obra Democracia desde abajo. Nueva agenda para el gobierno local (PUV, 2015) a la que ya nos hemos referido, con un modelo de acción adecuado a la reforma que permitía superarla e ir más allá. Por último, recientemente, ha coordinado junto a la profesora. De la Encarnación Valcárcel una obra colectiva sobre posibles alternativas de futuro para una nueva legislación básica en materia local: Los retos del gobierno local tras la reforma de 2013 (Aranzadi, 2015)Andrés Boix Palop es Profesor de Derecho Administrativo de la Universitat de València – Estudi General Una nova planta per als valenciansDemocracia desde abajo. Nueva agenda para el gobierno localLos retos del gobierno local tras la reforma de 2013
Una de las más peculiares consecuencias del período de impasse político en que estamos sumidos desde el complicado resultado electoral del 20-D es que muchos gobiernos autonómicos, y el valenciano entre ellos, siguen a la espera de que el panorama político se despeje para adoptar medidas de cierto calado. Hay razones objetivas para ello que han de reconocerse: si pensamos en la acción del Consell, es evidente que el despliegue de políticas novedosas y de cierta ambición está inevitablemente supeditado, en algunos casos, a que se logre desencallar la impresentable condición en que quedamos los ciudadanos del País Valenciano como consecuencia del modelo de financiación; si nos centramos en la acción de cualquier gobierno autonómico (y también del nuestro), la indefinición respecto a si determinadas reglas contenidas en normas aprobadas en los últimos años (de control financiero, por ejemplo) van a seguir en vigor en los mismos términos puede explicar también cierta parálisis. Sin embargo, y es una pena, también hay motivos algo menos confesables para cierta inactividad: la perspectiva de que pueda haber en un plazo no muy lejano nuevas elecciones provoca, como antes lo hicieron los comicios del 20-D, que se posterguen algunas medidas que, por originales y más valientes, pueden generar más polémica.
En un caldo de cultivo como el descrito se produce el paradójico efecto de que muchas medidas impulsadas por el gobierno Rajoy y adoptadas durante la pasada legislatura, por mucho que unánimemente criticadas por el resto de partidos políticos, sigan aplicándose sin que aparezcan alternativas a pesar de que a día de hoy es clara la existencia de una mayoría de actores contrarios a las mismas, incluyendo en esa mayoría crítica a no pocos gobiernos autonómicos, como el valenciano. Ni siquiera la presentación del fallido, por insuficiente (bueno, y también por alguna cosa más), pacto de gobierno entre el PSOE y C’s (el llamado Acuerdo para un gobierno reformista y de progreso) ha paliado esta escasez de alternativas a esas reformas, dado la indigencia intelectual de la mayoría de las propuestas allí contenidas. Baste recordar, por ejemplo, el ejercicio de inanidad de sus referencias a la supresión de las Diputaciones provinciales, que no se sabe si se pretende que sea eliminadas o meramente renombradas, pero afirmando en todo caso un ahorro económico anual equivalente a todo su presupuesto, aunque a la vez que se promete que se conservarían tanto su personal como las políticas que desarrollan. No parece, la verdad, un planteamiento muy serio ni que merezca ser analizado con atención por su evidente falta de sentido. Aunque no está de más resaltar cómo en ese pacto, una vez más, la lógica centralista se impone (¿no sería más sensato permitir a cada Comunidad Autónoma decidir si en su territorio y a partir de sus coordenadas económicas y sociales tienen sentido o no estas instituciones?).