Se cumple un año de aquel icono espantoso que conmocionó la conciencia moral de Europa: la imagen de Aylan Kurdi, aquel pequeño niño kurdo ahogado en nuestro mar, el mar de la cultura y la civilización. Su cuerpo tendido boca abajo en la playa jamás alcanzará la tierra prometida. Una metáfora de la infancia. Su muerte desató una ola de indignada compasión, que conmocionó y llevó a la acción a unos pocos activistas de la solidaridad humanitaria internacional. Ni los líderes políticos ni los contables del sistema se inmutaron. No salían las cuentas y la conmoción no dio paso a la acción solidaria. Y la vergüenza se fue diluyendo. Desde entonces, indican los datos oficiales, que al menos 424 niños han perdido la vida en el último año. A causa del fuego, del mar, de las bombas, del hambre. Pateados por los guardianes y por la vida.
Un año después de la muerte de Aylan Kurdi van apareciendo un día tras otro cadáveres envueltos en fardos, iconos religiosos, objetos de culto, nombres y sentencias misteriosas en el fondo marino de Calpe. Quizá son rituales de santería, restos de cultos satánicos, ritos de religiosidad supersticiosa que se extiende por nuestro entorno, que forman parte de nuestro mundo. Me cuentan colegas de la Universitat de Girona que los viejos sanatorios antituberculosos abandonados por las laderas pirenaicas son escenario nocturno de todo tipo de rituales esotéricos. También antiguos cementerios. Parece que los cadáveres se multiplican a nuestro alrededor, en sanatorios y púlpitos, como en una obra de ciencia-ficción, que nos convierte en espectadores desconcertados de un macabro reality show.
Un año después de la muerte de Aylan Kurdi los cadáveres se van apoderando de nuestras vidas, nos van rodeando como en aquella legendaria película titulada La noche de los muertos vivientes (George A. Romero, 1968). También se apoderan de ese venerable coliseo de la vida política que es el parlamento español. Cadáveres políticos o, quizá, enfermos terminales que se sientan en los escaños y en los consejos de administración, en los púlpitos y en la presidencia del Banco Mundial. Cadáveres poderosos que generan cadáveres de niños y cadáveres de viejos, cadáveres que no nos dejan vivir la vida en paz. Tal vez todo ello es solo el efecto colateral, el excedente de un mundo turbulento e infernal que se nos ha ido de las manos.