Ahora incendios forestales que arrasan el paisaje y la riqueza natural, después un terremoto devastador de ciudades y personas, más tarde inundaciones o vendavales que asolan territorios y escenarios de la vida humana. No son sencillas las relaciones y los equilibrios que los humanos establecemos con la naturaleza, nuestra adaptación a ella y a sus cambios, nuestra capacidad de dominio sobre las fuerzas naturales. Subyugados por la incapacidad de buscar orden y razón en lo imprevisto, los pensadores clásicos veían en las catástrofes naturales –como en las epidemias, las guerras, las crisis de hambre- un fenómeno natural que pone en orden la estabilidad de la naturaleza y corrige el crecimiento excesivo de las poblaciones. El ilustrado Robert Malthus, como también Karl Marx, junto a otros tantos economistas clásicos, analizaban desde esos parámetros el inestable y complejo equilibrio entre las poblaciones humanas y la naturaleza.
En los siglos posteriores a estos pensadores el creciente dominio técnico del mundo fue alterando y generando mayor complejidad en las explicaciones, al tiempo que la situación se transformaba: la población humana mundial ha pasado de los 1000 millones en 1800 a 7000 millones en la actualidad. Ese dato es consecuencia de numerosos factores que no es éste el lugar de analizar, pero es obvia la carga que ese aumento de la población humana supone para preservar las condiciones naturales de equilibrio del planeta: la producción de alimentos, el suministro de agua, la gestión de residuos, la contaminación, por citar solo los más evidentes. La supervivencia del planeta y el bienestar de las poblaciones dependen del equilibrio entre el medio natural y la capacidad humana de preservarlo en las mejores condiciones. Afirmaba recientemente en una entrevista el admirado maestro de la demografía histórica Massimo Livi-Bacci, que “si cuidamos la tierra, aún cabemos muchos más.” La frase invita a la reflexión, porque podemos admitir, en términos malthusianos, que aunque la capacidad de generar recursos es limitada y eso establece limites para el crecimiento demográfico, no se trata solo de una cuestión cuantitativa. Más importante que eso es el modelo de explotación de los recursos del planeta, su distribución y capacidad de abastecimiento. Y ello conlleva la capacidad de regular y controlar la depredación de los recursos naturales garantizando su sostenibilidad, para que los residuos, la contaminación, el calentamiento global y el cambio climático no rompan el equilibrio y deterioren irreversiblemente la biodiversidad y la salud del planeta. Para que la destrucción de la costa y la sobreexplotación de los mares no acabe con la riqueza de la biosfera.
El desarrollo científico y la tecnología permiten predecir e incluso evitar catástrofes naturales, deforestaciones, desertificaciones, crisis climáticas. El conocimiento experto tiene legitimidad, los organismos nacionales e internacionales tienen capacidad de regulación, pero nada podrá hacerse si no se transforma un modelo productivo depredador y suicida, que pone por encima de todo, incluso de la supervivencia del planeta, los beneficios industriales y empresariales a corto plazo. El modelo energético es un ejemplo que muestra claramente la lógica de la globalización neoliberal, cuyas consecuencias son el riesgo y la catástrofe. Claro que, en la misma lógica, las reparaciones de los daños también proporcionan sustanciosos beneficios. Decía el fisiólogo francés Claude Bernard en 1865 que el único modo de dominar la naturaleza es obedeciendo sus leyes. Apliquemos, pues, el aforismo con inteligencia política.