Los traumas y las crisis globales, cada vez más aceleradas, aumentan la brecha percibida entre los ciudadanos respecto a las instituciones y quienes las ocupan. Políticos, gestores de lo público, académicos o expertos son percibidos como parte de una élite que se distancia del mundo real. La polarización se extiende como un clima, pero tiene una parte tangible: la brecha entre quienes pueden permitirse una vida digna y quienes se quedan colgados. En este espacio surgen los populismos, las respuestas radicales o las opciones tecnocráticas, que en aras de la ortodoxia económica y el conocimiento académico se alejan del concepto de bien común. El futuro de las democracias se plantea como un espacio para la investigación, reflexión y difusión de procesos y mecanismos de participación ciudadana hasta el análisis de las causas y consecuencias de la fatiga democrática y la respuesta de lo público.
El cerebro también tiene derechos: científicos y filósofos impulsan una declaración para su reconocimiento
“El cerebro es el órgano que genera toda la mente humana, todas las capacidades mentales y cognitivas: los pensamientos, las memorias, la imaginación, las emociones, el comportamiento; la inteligencia y la conciencia”. Para Rafael Yuste, neurobiólogo de la Universidad de Columbia, el cerebro es “el santuario de la mente humana”, y como tal hay que defenderlo, blindar sus derechos ante posibles usos que contravengan la integridad de las personas.
“Igual que se hackea un dispositivo electrónico, se puede hackear un cerebro”, apunta la filósofa Ana Noguera, haciendo suyas las palabras de la neurocientífica Divya Chander. Es una de las mentes que ha inspirado a esta doctora en ética, miembro del Consell Valencià de Cultura, para impulsar el reconocimiento de los neuroderechos en la carta de derechos humanos, canalizando la propuesta de la fundación de Yuste, The Neurorights Foundation.
Cuando se cumplen 75 años de la aprobación de la carta de Derechos Humanos, el Consell Valencià de Cultura ha reunido a neurocientíficos, filósofos, investigadores y expertos en derecho para reclamar una actualización del compromiso mundial, adaptándolo a las tecnologías y a las investigaciones en curso. Supone, en palabras de Fernando Flores, director del Instituto de Derechos Humanos de la Universitat de València, una actualización de derechos humanos ya existentes a un nuevo contexto.
El compromiso es una respuesta ética al desarrollo de las neurotecnologías que permiten registrar y obtener información del cerebro. “Los neuroderechos son nuevos derechos humanos que protejan la actividad cerebral y la información procedente de ella”, define Yuste. “La neurotecnología, que se está empezando a desarrollar de manera muy acelerada, permite registrar la actividad cerebral y cambiarla”. Esto implica que también puede cambiarse la actividad mental: lo que sentimos, lo que percibimos, lo que pensamos. “Es algo que no se ha hecho nunca en la historia de la humanidad y tenemos la tecnología que permite empezar a hacer esto, pensamos que hay que proteger el cerebro como un órgano especial del cuerpo porque es el órgano de la mente humana. Por eso pensamos que hay que añadir nuevos derechos en los tratados para que entremos en este nuevo futuro pisando fuerte”.
El investigador defiende la responsabilidad ética de sus coetáneos para evitar un mal uso de la tecnología. Sucede de forma similar a la energía nuclear, apunta, subrayando que la neutralidad de la tecnología no impide usos moralmente cuestionables. “La neurotecnología todavía no ha llegado a la sociedad, está saliendo de los laboratorios de investigación. Los que estamos en ellos vemos venir el problema, tenemos la obligación de avisar a la sociedad de que esto es muy importante, va a ser una revolución tecnológica y tenemos que estar preparados. Tenemos que hacerlo de una manera inteligente para poder aprovechar los beneficios de esta nueva tecnología, beneficios extraordinarios para pacientes con enfermedades neurológicas o mentales... Es una cosa muy positiva, lo veo como un nuevo renacimiento, pero tenemos que hacerlo de una manera que proteja la esencia del ser humano, con los valores humanísticos por delante”, insiste.
Entre las aplicaciones médicas, el neurobiólogo apunta: “El año pasado se consiguió descifrar el habla de pacientes con síndrome de enclaustramiento, también tetrapléjicos que pueden mover brazos y piernas robóticas [con implantes]; estamos trabajando el prótesis cerebrales para curar la ceguera, que sería como un milagro y se puede hacer”: “Estas aplicaciones médicas van a ser revolucionarias”, sostiene.
Su laboratorio es capaz de introducir imágenes en el cerebro de los ratones ciegos, que estos interpretan como si las hubieran visto realmente; las procesan como algo interno, no externo. La investigación sirve para mapear el cerebro, encontrar zonas oscuras, y tiene impacto en las personas con enfermedades mentales graves o neurodegenerativas, entre otras. “Tenemos la obligación urgente de ayudar a estos pacientes desarrollando métodos para poder entender el cerebro, para poder repararlo, pero los métodos van a ser tan potentes que debemos pensarlo bien. De la mano de estos métodos tiene que haber una protección de la ciudadanía”, sentencia.
A su vez, estas tecnologías van de la mano de la inteligencia artificial y sus algoritmos, sin una gobernanza clara. “Los algoritmos de la IA traen muchas veces sesgos, que con la neurotecnología son incorporados al cerebro. Es una cuestión mucho mas importante que los sesgos informativos, los interpretas como propios, como si fuera lo que piensas. Es una situación en la que tenemos que respetar el santuario de la mente humana, que no entre nada que esté sesgado”, apunta el profesor, que sitúa la defensa contra los sesgos entre los compromisos.
En un congreso organizado en València por el Consell Valencià de Cultura, científicos, filósofos y expertos en derecho defienden la actualización de la carta para introducir esta perspectiva en los derechos humanos. Hacerlo es la forma de que la mayoría de países asuman el compromiso, un imperativo ético que se anticipa al desarrollo tecnológico. En el congreso participaron, además de Yuste, Fernando Flores, director del Instituto de Derechos Humanos de la Universitat de València; José Miguel Carmena, neurocientífico de la University of California-Berkeley; Adela Cortina, catedrática de Ética de la Universitat de València, y Ángel Barco, director del Instituto de Neurociencia de la Universidad Miguel Hernández–CSIC.
València es la primera ciudad europea en impulsar este compromiso, apunta Noguera, aunque hay otros organismos que trabajan en esta cuestión. La Secretaría de Estado de Inteligencia Artificial ha promovido la carta de derechos digitales, se está estudiando su incorporación en Naciones Unidas, en el Consejo de Derechos Humanos en Ginebra, y se introdujo en la reforma de la Constitución de Chile. “La neurociencia está creando una explosión que va a ser algo asombroso, medicinalmente extraordinario, pero también tiene riesgos. Queríamos elevar este año, en el 75 aniversario de los derechos humanos, este compromiso para proteger la identidad del yo, proteger la manipulación cerebral y que todas las investigaciones médicas vayan en beneficio de la humanidad”, defiende la doctora en ética.
El neurólogo Oliver Sacks, uno de los científicos que más ha contribuido a la divulgación del conocimiento sobre el cerebro, abogaba por la unión de “ciencia y decencia” como receta para un mundo en crisis. Lo dejó negro sobre blanco en La vida sigue, uno de sus últimos textos, escrito cuando su vida se apagaba: “Aunque venero la buena literatura, el arte y la música, me parece que solo la ciencia, ayudada por la decencia humana, el sentido común, la amplitud de miras y la atención a los desfavorecidos y los pobres, supone una esperanza para un mundo sumido en el marasmo moral”.
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Los traumas y las crisis globales, cada vez más aceleradas, aumentan la brecha percibida entre los ciudadanos respecto a las instituciones y quienes las ocupan. Políticos, gestores de lo público, académicos o expertos son percibidos como parte de una élite que se distancia del mundo real. La polarización se extiende como un clima, pero tiene una parte tangible: la brecha entre quienes pueden permitirse una vida digna y quienes se quedan colgados. En este espacio surgen los populismos, las respuestas radicales o las opciones tecnocráticas, que en aras de la ortodoxia económica y el conocimiento académico se alejan del concepto de bien común. El futuro de las democracias se plantea como un espacio para la investigación, reflexión y difusión de procesos y mecanismos de participación ciudadana hasta el análisis de las causas y consecuencias de la fatiga democrática y la respuesta de lo público.
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