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OPINIÓN | 'En el límite', por Antón Losada

El enchufe

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Hubo un tiempo en que el futuro estaba escrito en un presente muy tangible, aunque con una caligrafía no siempre fácil de descifrar. Todas las mañanas nos llegaba una ración y la digeríamos, pero no nos obsesionábamos con él, bastante teníamos con hacerle frente. La vida se componía de fuerzas que amenazaban con sobrepasarnos y el ahora no dejaba tiempo para el después. Paralelamente, se desarrollaba la cultura de masas, que parecía un conjunto de inocuos pasatiempos, de inverosimilitudes más o menos entretenidas. Nada hacía sospechar que poco a poco iban sustituyendo a lo que llamábamos realidad. Los teléfonos «inteligentes», los drones, los viajes espaciales, la arquitectura de Calatrava o los genios todopoderosos, arrogantes y caricaturescos como Musk, tan aparentemente reales ahora mismo, fueron antes unos productos de la imaginación que poco tenían que ver con nuestra vida cotidiana, formaban parte de un universo quimérico que le servía de alivio. No podíamos imaginar que era también su futuro, que todo lo que ahora mismo nos rodea y nos engulle surgiría de ahí, de los tebeos, de las novelas de a duro, de las pantallas de cine y de la televisión.

Vivimos en aquellas ensoñaciones improbables, y nadie parece dudar de la tangibilidad de un mundo que, más que hacer, hemos inventado. Hemos acabado siendo la mariposa que sueña Chiang Tzu. O aquel a quien sueña la mariposa. Creemos en la solidez de cosas como el GPS, la mensajería instantánea, Bizum o el asistente de Google. Nuestra vida cuelga de ellas, y nos cuesta imaginar que un día puedan hacer plof, como una onomatopeya de cómic. O que lo haga Musk, que tal vez sea tan ficticio como el emperador Ming, el tirano del planeta Mongo al que hacía frente Flash Gordon. Si eso ocurriera, si de repente se produjera ese vacío, muy probablemente aparecerían todas las cosas que han quedado fuera de esta ficción, todo lo que se ha vuelto invisible y parece que haya dejado de existir. Aparecerían los poderes fácticos que creíamos haber dejado atrás, tanto humanos como no humanos, cuya existencia percibimos cuando estalla una guerra que nadie se espera, o nos vemos en una de esas situaciones sospechosamente frecuentes que llaman crisis económicas, o cuando a raíz de una pandemia salen a flote miserias que no imaginábamos, o cuando el planeta empieza a hacer cosas raras y constatamos con sorpresa que no lo podemos controlar, aunque miremos la predicción meteorológica en el móvil cien veces al día.

Vivimos en una representación de la realidad llena de inexactitudes y de huecos disimulados con paja digital, y nos comportamos como personajes de esa comedia. Nos contamos cosas fabulosas, o nos las cuentan, nos las creemos con más o menos convencimiento y las convertimos en tópicos que corren de boca en boca. Dentro de nada habitaremos otros planetas, viviremos eternamente, embutidos en un disco duro, modificaremos a voluntad nuestro genoma y erradicaremos las enfermedades (a la biología, en particular, la vamos a poner de una vez por todas en su sitio). La inteligencia artificial permitirá que la nuestra descanse, que ya es hora, y dentro de nada seremos capaces de envasar la felicidad, pero esta vez de verdad, pura y sin cortar. Vivimos planeando el futuro, pero no como antes, con una cartilla de ahorros y la póliza del Ocaso, sino con unos proyectos fabulosos construidos con cantidades ingentes de credulidad. Los medios hacen de esta actividad un espectáculo permanente oficiado por políticos, empresarios y arúspices varios. Es una forma de diversión que entra en auge cada vez que se acerca un fin de año. Pero, a pesar de eso, nada ni nadie puede esconder la incerteza que esta época exuda por todos sus poros. Seguramente, porque querer prever lo que va a pasar es una sandez cuando vives en un puzle al que le faltan piezas, cuando juegas con una baraja a la que le faltan cartas que muy probablemente estén en la manga de algún tahúr.

A caballo entre dos épocas, aquella en la que bastante teníamos con controlar las fuerzas de un presente palpable, intensamente orgánico, en el que a las fantasías se les veía el cartón, es decir, la tinta y el papel, el celuloide y el ruido del proyector, los efectos especiales de baratillo o las interferencias del televisor, entre aquella época y esta, digo, que es un conjunto más o menos ordenado y aséptico de ondas electromagnéticas, en la que se empeñan en hacernos creer que tenemos al futuro cogido por las gónadas, uno no puede dejar de mirar de reojo el enchufe, que es lo que lo posibilita todo. Lo mira como el campesino que en tiempos miraba las nubes con recelo, sabedor de que un granizo podía arrasar sus lechugas en un instante. Buena parte de lo que vemos a lo largo del día, de las ideas que nos llegan, lo que nos alegra, nos enfurece, nos asusta o nos hace soñar, estas mismas líneas que ahora escribo o tú lees, ese mundo que creemos habitar, que nutre nuestra conciencia, con el que interactuamos, poblado de cacharros que nos sirven o a los que servimos, no queda muy claro, ese mundo del que en todo caso dependemos, está compuesto de fantasmagorías y muchas fantasmadas que surgen de las pantallas que el enchufe alimenta. El día que en que no salga corriente por esos dos agujeros, estamos jodidos. O quedaremos libres, según algunas versiones. Pero esa seguramente es otra fantasía, quizá la más ingenua de todas.

Hubo un tiempo en que el futuro estaba escrito en un presente muy tangible, aunque con una caligrafía no siempre fácil de descifrar. Todas las mañanas nos llegaba una ración y la digeríamos, pero no nos obsesionábamos con él, bastante teníamos con hacerle frente. La vida se componía de fuerzas que amenazaban con sobrepasarnos y el ahora no dejaba tiempo para el después. Paralelamente, se desarrollaba la cultura de masas, que parecía un conjunto de inocuos pasatiempos, de inverosimilitudes más o menos entretenidas. Nada hacía sospechar que poco a poco iban sustituyendo a lo que llamábamos realidad. Los teléfonos «inteligentes», los drones, los viajes espaciales, la arquitectura de Calatrava o los genios todopoderosos, arrogantes y caricaturescos como Musk, tan aparentemente reales ahora mismo, fueron antes unos productos de la imaginación que poco tenían que ver con nuestra vida cotidiana, formaban parte de un universo quimérico que le servía de alivio. No podíamos imaginar que era también su futuro, que todo lo que ahora mismo nos rodea y nos engulle surgiría de ahí, de los tebeos, de las novelas de a duro, de las pantallas de cine y de la televisión.

Vivimos en aquellas ensoñaciones improbables, y nadie parece dudar de la tangibilidad de un mundo que, más que hacer, hemos inventado. Hemos acabado siendo la mariposa que sueña Chiang Tzu. O aquel a quien sueña la mariposa. Creemos en la solidez de cosas como el GPS, la mensajería instantánea, Bizum o el asistente de Google. Nuestra vida cuelga de ellas, y nos cuesta imaginar que un día puedan hacer plof, como una onomatopeya de cómic. O que lo haga Musk, que tal vez sea tan ficticio como el emperador Ming, el tirano del planeta Mongo al que hacía frente Flash Gordon. Si eso ocurriera, si de repente se produjera ese vacío, muy probablemente aparecerían todas las cosas que han quedado fuera de esta ficción, todo lo que se ha vuelto invisible y parece que haya dejado de existir. Aparecerían los poderes fácticos que creíamos haber dejado atrás, tanto humanos como no humanos, cuya existencia percibimos cuando estalla una guerra que nadie se espera, o nos vemos en una de esas situaciones sospechosamente frecuentes que llaman crisis económicas, o cuando a raíz de una pandemia salen a flote miserias que no imaginábamos, o cuando el planeta empieza a hacer cosas raras y constatamos con sorpresa que no lo podemos controlar, aunque miremos la predicción meteorológica en el móvil cien veces al día.