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Mala leche

Puede que lo de lanzar tomates y coliflores a los actores no sea más que una leyenda, pero desde los tiempos de Aristófanes el sentido crítico del espectador se mantuvo vivo durante siglos y con frecuencia se expresaba de una manera rotunda y sonora, pateando, abroncando, boicoteando la obra e insultando al comediante de la forma más despiadada. El espectador era el dueño de la función, aquel a quien iba destinada, el que pagaba por ella, aquel al que se le prometía el gozo, el éxtasis y la catarsis, y o bien los obtenía o los reclamaba furioso. El espectador era alguien a quien el pago de la entrada le otorgaba el derecho de juzgar, sentenciar y, llegado el caso, embrear a los farsantes. Durante la representación se convertía, literalmente, el dueño del teatro, un monstruo policéfalo al que dramaturgos y empresarios observaban temerosos desde detrás de las cortinas o escuchaban agazapados en las bambalinas, mientras los actores se exponían ante él, corajudamente, a la luz de las candilejas. Naturalmente, el monstruo también aprobaba cuando se sentía complacido y era ese rugido de placer la recompensa que justificaba el riesgo.

Esto ha ido cambiando progresivamente y de manera drástica. Ahora los abucheos se dejan oír rara vez, y suele ser, paradójicamente, en los ámbitos más exquisitos, como la ópera o los grandes conciertos, y por parte de los públicos más cultivados, casi nunca en ciertos aparatosos auditorios provincianos. Sólo aquellos que se sienten herederos de aquella tradición inmemorial, investidos de la autoridad del entendido, se atreven a exigir el respeto de cómicos y ejecutantes. En ámbitos más plebeyos, hoy el espectador se siente desposeído de todos sus derechos seculares, es dócil y agradecido, y con entusiasmo más o menos fingido suele aplaudir de manera ritual. El cielo nos ha ido enviando señales de ese cambio de comportamiento tan radical. Quienes a principios de los setenta vieron aterrizar aquí a Gabi, Fofó y Miliki tuvieron la ocasión de contemplar las primeras muestras de esta transformación. Los programas del llamado Gran Circo de TVE se hacían en directo, ante un público infantil, y cuando algún ejecutante fallaba, los niños, con su proverbial crueldad, abucheaban y se burlaban del desgraciado de manera espontánea, haciéndole el favor de señalar su manifiesta mediocridad y la conveniencia de dejar las mallas y dedicarse al cultivo de nabos. Pues bien, en aquel momento, «los payasos de la tele» salían al paso y reconvenían a su público haciéndole ver que expresarse de tal modo era de mala educación, que había que reconocer el esfuerzo del artista, fuera cual fuera el resultado, y que, en consecuencia, había que aplaudir fuera cual fuera la calidad del espectáculo. Ya en aquella época los regidores indicaban al público adulto, mediante carteles, cuándo aplaudir, cuándo reír y cuándo guardar silencio. Pero los niños, lógicamente, estaban más pendientes de si al tío de los bolos le caía uno a la cabeza que de lo que pudiera decir el que sostenía los rótulos. De modo que los muy pedagógicos payasos se sentían obligados a reconvenirlos con un sermón, y así es como, poco a poco, aquella generación de espectadores y las que estaban por venir se convirtieron en focas amaestradas.

Porque no era una simple cuestión de urbanidad. Lo que estaban haciendo aquellos payasos era empezar a desbastar un incipiente sentido cívico que otros acabarían dejando liso como la superficie de un váter. Y no era más que un indicio de los nuevos tiempos que se avecinaban. Esa transformación tiene su correlato en muchos otros ámbitos de la vida. Aquella era la época en la que el público —y el cliente— siempre tenía la razón, las gasolineras eran estaciones de servicio, los directores de banco te abrían personalmente la puerta de su establecimiento doblando ligeramente el lomo y por Navidad te regalaban un calendario, el tendero de la esquina te ponía una rodaja extra de jamón después de la pesada, y el del bar no cambiaba cada semana y sabía cuanta leche tenía que ponerte en el cortado. Era la época en la que aquí se hacía befa de las colas soviéticas, nuestro sistema económico presumía de que quien pagaba, mandaba, y exhibía este principio a modo de divisa. Estábamos lejos de imaginar que acabaríamos poniéndonos nosotros mismos la gasolina, que en un taller no te atenderían si no tenías cita, aunque estuviera ardiendo tu coche en la misma puerta del establecimiento, que en los bancos te humillarían atendiéndote de mala gana en horarios restringidos o instándote a que te las entendieras con una máquina tragaperras, o de que para encontrar quien te atienda en una gran superficie tuvieras que llamar al 112. Sí, nos hemos convertido en focas amaestradas y sumisas, dotadas de una paciencia sobrenatural. Un rasgo que va acompañado de otros muchos cuya conjunción es lo que hace que la cosa funcione.

Uno de ellos, la caída en desgracia de la sinceridad. De ser considerada una virtud, ha pasado a ser una muestra de mala educación imperdonable. Está tácitamente prohibido decir lo que uno piensa del otro, y totalmente vedado convertirlo en manifestación práctica. El farisaico miedo a ofender prevalece sobre el honesto impulso de dar buenos consejos. Las relaciones interpersonales, incluso las más íntimas, se cimientan en la aceptación acrítica del otro, en el trato hipócrita y mendaz, en la reserva sistemática y el halago fraudulento. Pocos dicen lo que piensan cuando el metre se acerca a preguntar qué tal la comida. Decimos que estaba excelente, no volvemos más y procuramos ahuyentar a cuantos más clientes potenciales mejor. Así el restaurante no ve venir su ruina. El payaso no tiene ni puta gracia y al mago se le caen las cartas de la manga, pero nosotros aplaudimos preceptivamente. Estamos muy lejos de aquel espectador que Ortega identificó con el ciudadano que trata con el mundo, se dirige a él, actúa en él y se ocupa de él. Nos hemos convertido en espectadores pasivos, hipócritas y desleales, que salimos de la función echando pestes entre dientes buscando un enemigo a quien recomendársela, enemigo que no sabe que lo es porque la buena educación nos impide decírselo. Así las cosas, los comediantes que buscan el favor del auditorio en la escena política, rematadamente malos por lo general, no se han de extrañar si las encuestas preelectorales fallan cada vez más. No saben quiénes les votan, y, lo que es peor, no saben por qué les votan los que lo hacen o por qué no les votan los que no lo hacen. ¿De dónde creen que viene lo de taparse las narices a la hora de metar la papeleta en la urna? Cada vez les cuesta más contrastar su discurso con la realidad y por eso ahora echan mano de los espías cibernéticos, esos modernos nigromantes que les venden unas certezas que seguramente no existen. Entre los dueños del espectáculo y nosotros, el público, se ha creado una barrera de mentiras impenetrable. Nos hemos vuelto cínicos, falaces y traicioneros, le estamos tomando gusto a la venganza silente e imprevisible, somos artefactos explosivos cargados de mala leche y la descargamos cuando nadie nos ve, es nuestro consuelo, el único que nos queda, el rescoldo de aquellos respetados y a la vez nobles espectadores que una vez fuimos.

Puede que lo de lanzar tomates y coliflores a los actores no sea más que una leyenda, pero desde los tiempos de Aristófanes el sentido crítico del espectador se mantuvo vivo durante siglos y con frecuencia se expresaba de una manera rotunda y sonora, pateando, abroncando, boicoteando la obra e insultando al comediante de la forma más despiadada. El espectador era el dueño de la función, aquel a quien iba destinada, el que pagaba por ella, aquel al que se le prometía el gozo, el éxtasis y la catarsis, y o bien los obtenía o los reclamaba furioso. El espectador era alguien a quien el pago de la entrada le otorgaba el derecho de juzgar, sentenciar y, llegado el caso, embrear a los farsantes. Durante la representación se convertía, literalmente, el dueño del teatro, un monstruo policéfalo al que dramaturgos y empresarios observaban temerosos desde detrás de las cortinas o escuchaban agazapados en las bambalinas, mientras los actores se exponían ante él, corajudamente, a la luz de las candilejas. Naturalmente, el monstruo también aprobaba cuando se sentía complacido y era ese rugido de placer la recompensa que justificaba el riesgo.

Esto ha ido cambiando progresivamente y de manera drástica. Ahora los abucheos se dejan oír rara vez, y suele ser, paradójicamente, en los ámbitos más exquisitos, como la ópera o los grandes conciertos, y por parte de los públicos más cultivados, casi nunca en ciertos aparatosos auditorios provincianos. Sólo aquellos que se sienten herederos de aquella tradición inmemorial, investidos de la autoridad del entendido, se atreven a exigir el respeto de cómicos y ejecutantes. En ámbitos más plebeyos, hoy el espectador se siente desposeído de todos sus derechos seculares, es dócil y agradecido, y con entusiasmo más o menos fingido suele aplaudir de manera ritual. El cielo nos ha ido enviando señales de ese cambio de comportamiento tan radical. Quienes a principios de los setenta vieron aterrizar aquí a Gabi, Fofó y Miliki tuvieron la ocasión de contemplar las primeras muestras de esta transformación. Los programas del llamado Gran Circo de TVE se hacían en directo, ante un público infantil, y cuando algún ejecutante fallaba, los niños, con su proverbial crueldad, abucheaban y se burlaban del desgraciado de manera espontánea, haciéndole el favor de señalar su manifiesta mediocridad y la conveniencia de dejar las mallas y dedicarse al cultivo de nabos. Pues bien, en aquel momento, «los payasos de la tele» salían al paso y reconvenían a su público haciéndole ver que expresarse de tal modo era de mala educación, que había que reconocer el esfuerzo del artista, fuera cual fuera el resultado, y que, en consecuencia, había que aplaudir fuera cual fuera la calidad del espectáculo. Ya en aquella época los regidores indicaban al público adulto, mediante carteles, cuándo aplaudir, cuándo reír y cuándo guardar silencio. Pero los niños, lógicamente, estaban más pendientes de si al tío de los bolos le caía uno a la cabeza que de lo que pudiera decir el que sostenía los rótulos. De modo que los muy pedagógicos payasos se sentían obligados a reconvenirlos con un sermón, y así es como, poco a poco, aquella generación de espectadores y las que estaban por venir se convirtieron en focas amaestradas.