Lo confieso. Soy valenciano. He buceado en mis ancestros, preguntado a los más viejos de mi pueblo y trepado por las ramas de mi árbol genealógico y parece que sí. Soy, por tanto, un perjudicado más de la nueva trama de corrupción que mancha mi imagen más allá de los límites territoriales de este País Valencià en horas bajas. Me pregunto si mi condición de oriundo de este lugar hace que tenga el ADN característico de las personas aprovechadas, de los pillastres en grupo, de la peña de algunos sinvergüenzas amparados por el manto de unas siglas protectoras.
Cuando viajas por ahí notas que te miran con desconfianza. Y no es para menos. Vendas lo que vendas parece que les vas a timar. Cuando en otros lugares se conforman con el 3 por ciento de comisión por unas obras, aquí, en la Zona Cero de la corrupción, se saca hasta un 10 por ciento por ponerle moqueta verde a los campos de fútbol de los pueblos. Al parecer, los del Corte Inglés de Valencia deberán acondicionar una planta de oportunidades sólo a devoluciones en caliente de cachivaches inútiles utilizados por cabecillas del partido para blanquear billetes de 500. El estereotipo nos tiene atrapados. Un valenciano, aunque no sea concejal del PP, coge un avión destino a Brasil y todos los pasajeros del vuelo sospechan que va a llevar el dinero de algunas mordidas a un banco carioca mientras se da un baño en Copacabana. El mundo se ha vuelto muy suspicaz con nosotros: todo cuanto hacemos levanta sospechas entre los que tienen la fortuna estos días de ser originarios de otra parte de España. En el actual trance mediático, no ser valenciano, es una suerte para cualquier ciudadano de bien. Nos ha tocado un sambenito y gordo.
He pensado borrar el rastro de mis orígenes. Cambiar de paisanos, de acento, de recuerdos de la infancia. Es imposible. A lo sumo puedo utilizar el tippex en la fotocopia del DNI o manipular la partida de nacimiento (y de paso quitarme algunos años de más) para poder viajar por ahí sin ser objeto de miradas indiscretas y maliciosas. Me gustaría pasar desapercibido, ir de incógnito por la vida, sin dar pena, pero tampoco envidia, claro está.
Para rehabilitarme de mi condición de nativo valenciano había pensado hacer una estancia de chófer de un director general de la Junta de Andalucía, o un seminario con gente de Ciudadanos de Segovia, o apuntarme a un campamento de verano para adultos de la CUP. Se trata de tachar de mi biografía aquellos tics tramposos adquiridos por mi procedencia geográfica. Nuestro afán de pillar lo abarca todo. Damos la impresión de ser insaciables. Da igual las farolas y las bombillas LED, que las fotografías chinas anticuadas y los cuadros horribles, que el mobiliario urbano o la estatua de un Ripollés en una rotonda. En este gran bazar de la corrupción cabe de todo, aunque sea feo y hortera a más no poder. Haciendo estafas con el dinero público somos quizá los más aventajados de la clase.
Lo suyo sería aprovecharme de mi naturaleza valenciana para ganarme una pasta gansa. Podría escribir un manual de iniciación a la corrupción política: “Mil y una manera de sacarle partido a un cargo público. Teoría y casos prácticos de la delincuencia organizada”. Bastaría recopilar noticias de prensa, desguazar sumarios cruzados y transcribir grabaciones obscenas de políticos de por aquí. Sin duda, todo un best-seller.